Balance sobre la temporada teatral 2021-22 que finaliza ahora y que ha estado sometida por las distintas medidas de seguridad derivadas de la pandemia. Sobresale la obra El Golem de Juan Mayorga, dentro de un panorama algo timorato

La eterna crisis del teatro se acentúa sin parar y parece que los espectadores están reticentes a la hora de volver a las butacas. Eso dicen distintos observadores de la cuestión. Pero déjenme que lo ponga un poco en duda, pues, verán, a mí me da que esta temporada han faltado unos cuantos grandes montajes de esos que arrastran al personal. Y no estaría mal que siguiéramos reflexionando sobre el divorcio existente entre el público veterano y las nuevas hornadas. A los primeros se los está espantando de algunos templos; puesto que ya tienen bastante experiencia como para tragarse las absurdeces de nivel amateur que, por ejemplo, Sanzol ha incluido en su programación del Centro Dramático Nacional. Blast y Lengua madre son para mí paradigmas de un teatro que no alcanza la calidad suficiente como para estar en cartel más de un mes y en los espacios con mayor aforo. Súmenle decenas de piezas en otras tantas salas (véase La Abadía), que superarían con creces la censura más estricta de alguna distopía woke que ustedes se imaginen. El empeño por agradar a los jóvenes con su supuesto lenguaje moderno es competir por lo bajo con otras formas de ocio. Hay que ser muy ingenuo hoy en día para pensar que desde las consabidas fórmulas pop se pasa luego a lo trascendente. Nuestro mundo puede ofrecer divertimentos aparentemente «rompedores» (¡vaya broma!) para vivir eternamente en la inopia.
No obstante, no quiero centrarme únicamente en el director del CDN, aunque esta sea la institución más relevante, pues él ha estado al mando de la propuesta más sobresaliente de esta temporada. Entiendo que muchos espectadores no estarán de acuerdo conmigo, porque el runrún de los mentideros callejeros y virtuales así lo demuestran; pero me parece que El Golem, de Juan Mayorga, ha sido un aldabonazo textual que debe reverberar durante mucho tiempo. Que a nuestro más consistente dramaturgo le hayan otorgado el Premio Princesa de Asturias de las Letras apuntala una carrera realmente sólida. Es más, que haya logrado recrear su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua de manera tan atractiva con Silencio, es una razón más para celebrar sus textos. Bien es cierto que en estos montajes las interpretaciones de Vicky Luengo, en la primera, y de Blanca Portillo, en esta segunda, han sido de una profesionalidad abrumadora. Tampoco me quiero olvidar en este apartado de actuaciones apabullantes del trabajo de Mamen Camacho en la pieza que se presentó en el Teatro de la Comedia titulada Las cartas, de Víctor Català. También me ha fascinado Israel Elejalde en Lo fingido verdadero; es un actor que sintetiza las grandes virtudes del buen intérprete.
Es necesario destacar otras obras de gran calado y de nivel notable como han sido El mal de la montaña, con Francesco Carril y Fernando Delgado-Hierro al frente, sobre un texto de Santiago Loza, que exprimía la zozobra del desamor desde el absurdo; o La batalla de los ausentes, de La Zaranda, otra vez inmiscuyéndose en esencias insondables del ser humano. Por otra parte, Borja Ortiz de Gondra recuperó el pulso dramatúrgico para cerrar su trilogía. Mientras que la gente del Club Caníbal atinó satíricamente con su retrato sobre Alfonso XIII. Y José Martret creó uno de las funciones más angustiantes con La infamia, al trasladar la historia de la periodista mexicana Lydia Cacho con un proyecto muy inmersivo. Finalmente, creo que debo revalorizar un montaje que se ha acrecentado en mi memoria, se trata de Animal negro tristeza, dirigido por Julio Manrique, sobre la tragedia de Anja Hilling. Un incendio real y metafórico que envuelve a los asistentes.
Luego, tampoco pensemos que las visitas internacionales han ofrecido propuestas subyugantes. No hay más que ver el patetismo de Cédric Eeckhout en The Quest o el atrevimiento de Fabrice Murgia usando penosamente el español para desarrollar La última noche del mundo. Otro asunto muy distinto fue Bros, de Romeo Castellucci, el espectáculo más provocador de los que hemos recibido en nuestro país, pues realizaba una crítica excepcional sobre la violencia policial.
Quizás, insisto, hay que seguir replanteándose en este mundo de cambios tan fulgurantes y de ocios tan adictivos (más allá de pandemias) qué tipo de teatro es el que inquieta todavía al público teatrero. O qué dramaturgias pueden convencer a los evasivos y neófitos espectadores de que el arte dramático nos adentra en ese espacio difuso entre la realidad y la ficción, donde la duda sobre nuestra existencia se hace más patente.
Texto completo en la revista cultural La Lectura de El Mundo