Borja Ortiz de Gondra cierra su trilogía familiar con una pieza elocuente y sensible que ofrece una mirada esperanzadora sobre el futuro

Ahora que se cierra la trilogía de Los Gondra, no puedo dejar de pensar en la serie alemana de Edgar Reitz, Heimat (que quiere decir ‘patria’; pero no piensen en Aramburu, o sí), que fue altamente defendida por Stanley Kubrick; y que tiene ciertos aspectos estéticos y otros tantos narrativos (cambien a los nazis por los etarras) que nos entregan grandes concomitancias con la saga que nos incumbe. Si Borja Ortiz de Gondra no la ha visto, debería hacerlo. Si con Los otros Gondra la decepción cundió —desde mi punto de vista—, fue porque tenía aire de transición y se recargaba la autoficción más narcisista. Felizmente, esta última parte se reconduce de manera exquisita para dialogar metateatralmente más con la primera pieza, Los Gondra (una historia vasca). Lo que sigue sin quedar claro —difícil es abstraerse— es si los espectadores pueden hacerse una idea general del conjunto viendo solo esta obra. Afortunadamente el CDN se ha volcado con la propuesta y ha permitido que se pongan en marcha otra vez el resto. Cómo habría resultado el montaje en la sala grande, con alguna de las novedosas disposiciones espaciales que se han organizado en otras ocasiones y que hubiera supuesto un espacio más generoso para que los 15 intérpretes no se apiñaran, es una gustosa especulación. Ahora, desde luego, el contexto que estamos viviendo justo este mes (diez años desde el «fin de la violencia», que no la rendición, ni la entrega de armas, ni el perdón sentido y manifiesto, de ETA), repleto de hipocresías y gestos de cinismo presupuestario, nos ayuda a adentrarnos mucho más en el meollo. Puesto que una de las grandes virtudes de toda la trilogía es la sutileza, el trabajo silencioso, para no llamar a las cosas por su nombre; pero, sin embargo, decirlo casi todo. No poder hablar claro (como ha ocurrido y ocurre en el País Vasco) y traducirlo así en escena, requiere nuestra colaboración intelectual. Este aspecto contribuye a aproximarlo a una atmósfera de tragedia griega, donde lo simbólico incide en el juego de fuerzas: las herencias familiares requieren todo un cúmulo de creencias y los idealismos políticos, otras tantas. Que los ongi etorri se sigan sucediendo a la salida de los asesinos de la cárcel, es la cumbre de la tolerancia en un estado de derecho. Qué poco funciona para esto la «cultura de la cancelación». Y en este punto nos encontramos en la víspera de que Iker, interpretado por Marc Bosch con una insolencia abertzale muy insidiosa y elocuente, salga de prisión. Su madre, Nerea, una Pepa Pedroche muy entregada en su vehemencia y en el convencimiento de que todo el horror debe finalizar, intentará evitar el ensalzamiento. El otro hermano, el mellizo, Eneko, representa la pulsión creativa, la deriva artística al conflicto telúrico que tanto asfixia. Por eso, Lander Otaola puede permitirse introducir guiños humorísticos que logran destensar el drama de manera gratificante, como también lo logra José Tomé, al hacer de Matthew, el marido estadounidense de Borja, quien muestra su estupefacción por tales complejidades antropológicas. Es precisamente esta comicidad, tan bien traída, sin excesos, la que percute con ironía sobre las falacias del nacionalismo romántico, que sitúa adjetivos insensatos sobre la historia, la lengua y hasta la raza. Los hermanos, en definitiva, funcionan en el sentido mitológico, de forma similar a como fueron concebidos los Dioscuros o Rómulo y Remo; sobre todo, además, si nacieron de un encuentro más que fortuito. Otro de los puntos que se vuelven a exprimir en este montaje es de la metaliteratura. Ortiz de Gondra, quien acierta plenamente, al dejar que Joaquín Notario lo encarne con un sostenido amaneramiento, para hacer de sí con leves notas y quitándose importancia, adopta el punto de vista del fallecido que anhela especular sobre el devenir de sus hijos, de sus herederos. A esto hay que añadir, que internamente se trabaja con la posibilidad de publicar una novela que cuenta todo lo que hemos visto en las tres obras. Novela que ha sido publicada no hace mucho en la editorial Random House con el título de Nunca serás un verdadero Gondra. Los personajes, en alusión quijotesca, discuten entre ellos sobre la conveniencia de que su relato vea la luz. Estas líneas, que se entreveran en la vigorosa trama, se fortifican aún más con una colección de individuos que dan razón a los antagonismos de ese pueblo: Markos Marín le da mucha consistencia a Imanol, el tabernero entregado a la causa y padre postizo de aquellos muchachos; mientras que Sonsoles Benedicto y Antonio Medina, ofrecen una sencillez y una quietud realmente reconfortante. Muy distintos a la liberada ira de Aizpea Goenaga, cuando le echa el rapapolvo a un sentida y apesadumbrada Victoria Salvador. Por otra parte, destaca nuevamente Cecilia Solaguren tomando ese papel tan escurridizo de Ainhoa, en plena transformación, a lo que parece una reconciliación consigo misma. Porque también la mirada femenina surge como aquella que posibilita una empatía mayor en la reunión de las mujeres que desean fervientemente traer la paz al futuro. Por su lado, la pareja formada por Ylenia Baglietto, con una Martina, hija de Imanol, muy sólida en su dicción, y por Samy Khalil, un actor que va ganando enteros en escena, también se escoran hacia el lado de aquellos que no tienen tan contaminado el espíritu. Finalmente, Fenda Drame, demuestra cómo ha ganado en experiencia. Ella, mujer negra, además de heredera, ejemplifica el absurdo antiilustrado del racista Sabino Arana. ¿Cómo una ciudadana de derecho no podría llevar el alma y la materia Gondra? Igualmente, si hablamos de grupos grandemente marginados en el pasado (mucho menos en el presente), ¿cómo los homosexuales, como Borja, no podrían regresar con la cabeza alta a una tierra ahíta de carlismo carpetovetónico? Por eso las fusiones de temas son tan fértiles en atribuciones y en críticas. Además, se mantiene la buena factura artística. El folclore vasco resuena con gran emotividad e Iñaki Salvador compone una música de claro colorido épico. El frontón ideado por Clara Notari crece con las videoescenas de Álvaro Luna, que sirven para reflejar árboles genealógicos; aunque también para darle un tono pictórico. Concluyentemente, la difícil tarea que tiene Juanjo Llorens con la iluminación, se solventa de manera sobresaliente a través de una oscuridad pertinaz. No debemos olvidarnos, bajo ningún concepto, de la gran dirección, tan meticulosa, de Josep Maria Mestres, quien saca mucho jugo al movimiento tan plástico —véanse los primeros compases en ese gran abrazo de grupo que nos remite imaginariamente a la escultura de Genovés— desarrollado por Jon Maya Sein. Los últimos Gondra, a pesar de cierta insistencia en el último tramo por dejarlo prácticamente todo atado, es una obra muy equilibrada estructuralmente y de la que se percibe un acercamiento sincero y sensible a un entramado que supera con creces lo familiar. Somos concitados por un contexto próximo que a todos como sociedad nos compete moralmente. La trilogía se redondea para trazar una saga que aspira a remarcar motivos de carácter universal.
Escrita por Borja Ortiz de Gondra
Dirigida por Josep Maria Mestres
Reparto: Ylenia Baglietto, Sonsoles Benedicto, Marc Bosch, Fenda Drame, Aizpea Goenaga, Samy Khalil, Markos Marín, Antonio Medina, Joaquín Notario, Borja Ortiz de Gondra, Lander Otaola, Pepa Pedroche, Victoria Salvador, Cecilia Solaguren y José Tomé
Escenografía: Clara Notari
Iluminación: Juanjo Llorens
Vestuario: Gabriela Salaverri
Música: Iñaki Salvador
Movimiento: Jon Maya Sein
Videoescena: Álvaro Luna
Ayudante de dirección: David Blanco
Fotografía: Luz Soria
Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño cartel: Equipo SOPA
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 21 de noviembre de 2021
Calificación: ♦♦♦♦
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Un comentario en “Los últimos Gondra”