Escena – Fin de temporada 2017-18

Un recuerdo de lo mejor que hemos podido admirar en los escenarios durante este curso

Nuevamente llega la hora de pegar un repaso a esta temporada que, como no podía ser de otra manera, ha dejado obras meritorias destinadas al recuerdo y otras, que nos servirán de contrapunto en su fallo. Me quedaré con las primeras y no haré más escarnio con las segundas; aunque ambas dialogan en el meollo de nuestra escena teatral contemporánea. Se sigue echando en falta menos complacencia con el poder y con los «nuevos» discursos políticamente correctos. El teatro actual, en general, o es pacato o es directamente de un populismo ―muy aplaudido, por cierto―, que daña a la inteligencia. Mostrar, por parte de aquellos que tienen pretensiones, aquello que tu público espera conceptualmente, es una traición a la controversia. De lo poquito que ha destacado en cuanto al cuestionamiento de carácter político ha sido Juegos para toda la familia de Sergio Martínez Vila que, a pesar de que no termina de redondearse, nos deja un poso de inquietud. Entre aquellas que han percutido en aspectos morales que golpean nuestros fundamentos, creo que debo nombrar aquel montaje que trajo Milo Rau a principios del verano pasado ―Five Easy Pieces― y la versión de El corazón de las tinieblas, de Darío Facal. Ambas inciden en la oscuridad insondable del ser humano y lo hacen con deconstrucciones dramatúrgicas destacables. Las versiones o adaptaciones de clásicos han brillado, principalmente, con tres monumentales proyectos, donde todo encaja. Ahí tenemos La dama duende, que dirigió Helena Pimenta en el Teatro de la Comedia o los Dos nuevos entremeses, nunca representados, de Ernesto Arias para el Teatro de La Abadía. Junto a ellas, la excelente mirada que Pablo Messiez ejecutó sobre Bodas de sangre.

Por otra parte, hemos asistido a acontecimientos actorales de máximo desgaste y honradez interpretativa, como en Ensayo, de Pascal Rambert. Morales, Noguero, Orazi y, como siempre, Elejalde, marcan su sello con un texto bien complejo. O, como ocurre, con Patricia de Lorenzo en ese radical y maravilloso exabrupto de Divinas palabras revolution. O el movimiento coral dentro de un espectáculo que quizás no tuvo la repercusión que debería haber logrado, el Gross Indecency que desarrolló con maestría Gabriel Olivares. También, claro, hay que añadir El tratamiento, de Pablo Remón, su obra más equilibrada, que generó una función de actuaciones sobresalientes y un humor muy persuasivo.

Foto de Samuel García

Es necesario que me refiera a la pieza que críticamente me ha empotrado contra las cuerdas. Un idioma propio, de Minke Wang (tendría que volverla a ver, repensarla y volver a escribir la crítica), posee una serie de elementos indefinibles y una aproximación brumosa hacia algo tan inconcreto como el idiolecto.

La crema de este año, desde mi punto de vista, tengo que dividirla en dos apartados. Por un lado, me gustaría reseñar con insistencia los dos textos dramáticos más potentes. Primero, el de Lucía Carballal. Una vida americana huele a clásico, es inteligente, emotivo, gracioso y está trufado de esos detalles, a veces inapreciables, que elevan una obra hasta la redondez. Y, segundo, uno de los mejores escritos de los últimos años. Un cuerpo en algún lugar, de Gon Ramos es la verdadera excelencia formal y conceptual, un abordaje sofisticado sobre la búsqueda tanto interior como exterior; pero en pleno movimiento. Magnífico. Por otro lado, están las dos propuestas que me han parecido más interesantes. Mammón, de Nao Albet y Marcel Borràs, que es una gamberrada fenomenal, dirigida con ritmo y con locura, y que ofrece un espectáculo fantástico. Y, finalmente, hemos hallado en el aleph borgiano encima de un escenario gracias a un elenco de jovencitos fenomenales. Future Lovers, de La tristura, posee el encanto y la pericia existencial de rebuscar en ese punto de nuestra vida en la que nosotros empezamos a ser otros, a ver el mundo que se nos aproximaba, con la madurez inédita de alguien que somos nosotros; pero todavía no totalmente. Y ahora solo queda esperar a que comience la próxima temporada. Es fácil vaticinar que hablaremos mucho de política (inclinada sobre un único lado), de políticas culturales (o Culturales), de lo público y de lo privado (el affaire Kamikaze provocará un debate constante). Aunque seguramente no trataremos los espectadores «teatrales», los exigentes, los que se extinguen; a los que es pertinente formar y surtir de artefactos valiosos más allá de los entretenimientos vacuos de nuestra sociedad de consumo (rápido). Quizás ellos y ellas tengan quince años y nos les llega la onda (la honda). Vale.

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