Gon Ramos nos vuelve a someter a una experiencia plenamente cautivadora sobre la búsqueda de un amor sublime

No es fácil situarse ante el planteamiento aparentemente sencillo de Gon Ramos. La complejidad aparece en cuanto uno se da cuenta de que ninguno de los interlocutores es fiable y de que debemos reconocer que el discurso parte del interior. Inicialmente, a modo de prólogo o de manual de instrucciones, Luis Sorolla —él mismo como actor o como demiurgo o como narrador o como conciencia o como trasunto del dramaturgo— nos avisa de que una vez iniciada la acción, una vez ese cuerpo arrojado en el suelo (Fran Cantos) que ahora no es nada, todo transcurrirá como un rizoma. Como conceptualizaron Deleuze y Guattari, pensar rizomáticamente significa auscultar el sistema desde fuera del supuesto centro que lo sustenta. Se apoya en la filosofía hegeliana de proceder dialécticamente a través de la historia arrastrando el Todo hasta llegar al Saber Absoluto. ¿Dónde queda el individuo ante tal tesitura? Pues encima de un escenario; o bien como un loco o bien como una conciencia que pretende observarse desde fuera, cuando inevitablemente solo puede mirarse desde dentro. La solución es el espejo o, mejor, enfrentarse a la diferencia, a lo que uno no es, para asumir la repetición. La circularidad no idéntica que podemos contemplar cuando se abre una vía final nos lleva al desencadenante; todo ello a través de otras circularidades que se imbrican en otras. Y ante la pregunta del propio escritor: «En la búsqueda, ¿cuál es el soporte?». A eso ya respondió Schopenhauer: la voluntad. Sí, todo esto se esconde teóricamente en esta obra de teatro, si concedemos que el dramaturgo viene cargado de todas estas filosofías. Me parece que es necesario detenerse en la escritura de Gon Ramos, pues nos presenta un texto repleto de virtudes literarias, donde la cantidad de recursos que emplea empastan afortunadamente con la propia actuación. Ha dispuesto un mecanismo que funciona como un encadenamiento de transiciones con cortes que solapan tiempos diferentes y espacios diversos en un itinerario en el que nuestro protagonista se va topando con personajes desconocidos; pero también con su madre y con una niña que podríamos llegar a considerar su hija (difícil afirmarlo tajantemente). Desde el viaje en tren con el que se comienza, cuando asistimos a un enrevesado diálogo entre él y un viajero alemán, en el que disertan sobre cuestiones vagas, pero además —sin capacidad de comprensión— sobre el lugar que ocupa su cuerpo frente a otros; hasta volver al punto final. Antes pasamos por una carnicería, por un bar, por un incendio en el que una niña está atrapada, por un confesionario, por una conversación telefónica que se impone como uno de los momentos cumbre de la obra. En esta, un recepcionista de un hotelucho tiene en su poder una carta escrita por la amada que el protagonista ha olvidado allí. Con tintes humorísticos y entrañables, acudimos a toda una rememoración de las palabras escritas, de forma agónica, pero positiva. Toda una declaración de amor sincero de ella. Fran Cantos construye su personaje con el ímpetu de quien ha dejado su cotidianidad para buscar a una mujer con la que estuvo únicamente unas horas. Buscarla, evidentemente, es, además, encontrarse. No sabe dónde ir, no sabe hacia dónde tirar. Ambos intérpretes van delimitando el espacio vacío del ambigú para cartografiarlo con el único apoyo de sus gestos y un par de sillas. El autor se aproxima a un patetismo verdaderamente sentido que nos persuade; pero también revela líricamente un pensamiento contradictorio que nos trastoca en su extrañamiento. Su devenir está cargado de densidad onírica, lyncheana; como si estuviéramos viendo alguna película del cine americano independiente de Jarmusch con Extraños en el paraíso o de Linklater con sus films de reencuentro amoroso protagonizados por Ethan Hawk y Julie Delpy. Por otra parte, Luis Sorolla me ha parecido excepcional, con un trabajo cercano, veraz y muy costoso interpretativamente, multiplicándose no solo en voces, sino en construcciones extrañas, como hacer de la madre como si fuera la mera lectura de un diálogo sin mayor entonación. Lo contemplamos deambular como un camarero enormemente atareado, pero pendiente de su cliente despistado. Adopta, en definitiva, el papel de alguien que dirige todo el cotarro mental de su compañero, que casi depende de él cuál será la dirección que se escoja. Podemos atisbar varias interpretaciones posibles y que es útil sostener. Pueden ser dos amantes que se buscan después de un instante de amor abismal, de un flechazo que los atraviesa sin remisión. Puede ser una mujer que abandona a su marido y a su hija recién nacida, para encontrar a un amor profundo que perdió en su momento, mientras el marido sucumbe a la paranoia y en su locura la persigue como el amante que nunca fue. Y puede ser una derivación de alguna de esas líneas más la muerte de la hija en un incendio, cuando era pequeña. El protagonista bien puede ser un alemán que, como nos reconoce, ha trabajado en múltiples tareas. Me inclino más por aceptar que Gon Ramos nos ha llevado al último hálito de voluntad de un tipo que ha perdido claramente el norte, que se revisa a sí mismo como si fuera otro, que los personajes con los que se topa son él mismo o individuos que podrían haberlo sido. De eso se trata esta propensión rizomática, en que a través del arte o de nuestra capacidad real se pueden observar las múltiples posibilidades interpretativas que se nos muestran en nuestra propia coordenada espaciotemporal endeble. Cada espectador puede elaborar sus mapas; lo importante es que la función es proteica, que nos evidencia la metafísica líquida de las concepciones posibles, de la duda solipsista de nuestro ser. Lo que tenemos claro es que después de su exitosa Yogur/Piano —el gran aldabonazo teatral de la temporada anterior—, pasando por la errática, pero cautivadora Petite mort, que vimos este verano, el dramaturgo ha encontrado una voz genunina más que un estilo. Aquí nos entrega un texto extraordinariamente subyugante, muy bien escrito, que debe servir de ejemplo acerca de cómo construir una historia con diálogos que no se empeñan en contar y en destripar un relato, sino en avanzar en su propio acontecer, en su propia elaboración, hasta desarrollar un rizoma tan inasible y fascinante como nuestra existencia.
Texto y dirección: Gon Ramos
Intérpretes: Fran Cantos y Luis Sorolla
Producción: In Gravity
Vestuario: In Gravity
Diseño de iluminación: Miguel Ángel Ruz Velasco
Técnico de iluminación: Gabriel Piñero
Diseño gráfico: Daniel Jumillas
Fotografía: Gon Ramos y Samuel García
Distribución: Proversus (Isis Abellán)
Agradecimientos: Meridional Producciones, Fabia Castro y Concejalía de Cultura del Ayto. de Coín
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 11 de octubre de 2017
Calificación: ♦♦♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
5 comentarios en “Un cuerpo en algún lugar”