Gon Ramos firma esta pieza de teatro simbólico y kafkiano sobre la relación entre una madre y su sobreprotegida hija

No creo que deba quedar la más mínima duda de que Gon Ramos es hoy por hoy uno de los grandes dramaturgos de este país. Es un autor que se está adentrando en vericuetos de auténtica complejidad humana. Está adoptando unas perspectivas genuinas y fascinantes para estamparnos ante la duda, y ante ese pensamiento que se envuelve en lo irracional. Por lo tanto, cada una de sus obras es un acontecimiento sorpresivo y una prueba para el espectador. Con Suaves continúa indagando en las relaciones familiares, como ya hizo con su anterior texto, La familia No; aunque desde una óptica muy distinta. Suaves se maneja en una concatenación de planos simbólicos que deben ser desentrañados, aun sabiendo que cada paso implica asumir una nebulosa y una exégesis destinada al fracaso. Muy probablemente el escritor tenga claro su concepto, su percepción de aquello que desea mostrarnos; pero su habitual lenguaje críptico es una hojarasca feraz que se nos impone para nuestra estupefacción. Afirma que delante de nosotros hay una hija y una madre que es un perro y un padre que es de azúcar. Lo que a nosotros nos llega es, primeramente, una mujer nerviosa, dubitativa, aterida, tapada de arriba abajo. Esther Ortega se enfrenta a un papel de una exigencia creciente y de un sometimiento casi total. Una progresión de emociones desbaratadas para una mamá tan protectora de una niña como temerosa de su soledad, de quedar a la intemperie. Sigue leyendo