Una vez terminado el curso, llega la hora de repasar lo más destacable de la esfera teatral

Al final siempre ocurre lo mismo, los montajes excelentes se reducen a un escueto puñado; pero, si echo la vista atrás y comparo esta temporada con las cuatro o cinco anteriores, parece que la cosecha ha sido, en general, peor. Puede ser por diferentes motivos, entre otros, mi propia percepción subjetiva (puedo estar equivocado) o que la crisis no se ha terminado para el mundo teatral (seguramente nunca pase ya y sea necesario acostumbrarse a esta situación), o, también, que cuesta más atrapar a un público que vive sometido por muchas tentaciones «culturales», como, por ejemplo, las series de televisión. La clave sigue siendo el espectador. Y la crítica, claro. Aunque no pueda competir en influencia contra cientos de retweets claqueros. Merece la pena hacer un repaso para recalcar cuáles han sido los mejores montajes y señalar, además, alguna obra que, por distintos motivos, si no ha sido grandiosa sí que ha conllevado detalles sobresalientes. Primeramente, es justo reconocer que algunas de las versiones o adaptaciones de clásicos (antiguos o de nuevo cuño, de aquí o de otros lares) han ofrecido facturas encomiables. Como fueron La fiesta del viejo, con la idiosincrasia argentina para traer a la actualidad El rey Lear (lo pudimos disfrutar durante muy pocas fechas en El Umbral de Primavera). A ella hay que sumarle Tres sombreros de copa, de la que me quedé algo corto en mis valoraciones. Verdaderamente el trabajo de Natalia Menéndez en la dirección será recordado cuando se vaya elaborando la historia de nuestro teatro, pues Mihura ha recibido un gran trato en esta ocasión. Uno de los autores más prolíficos de España, Íñigo Guardamino ha estado muy presente a lo largo de estos meses. Hace bien poco presentaba Metálica, en el Teatro María Guerrero y no hace mucho Monta al toro blanco en el Kamikaze. Aunque la obra que más me ha persuadido de todas las que he llegado a ver de este autor es, precisamente, una de las que menos recorrido ha logrado. Me refiero a El año que mi corazón se rompió, que pudimos saborear el verano pasado en Nave 73. No solo encontrábamos su acostumbrada sátira repleta de humor negro, sino también una incursión sobre la homosexualidad en las últimas décadas. Y si abundamos en los buenos textos de dramaturgos españoles es pertinente rescatar el complejo Suaves, de Gon Ramos (no decepciona y exige una barbaridad al espectador) o el buen trabajo de Alberto Conejero en la intervención-ampliación de la Comedia sin título de Lorca (Año Lorca en Madrid este 2019. Un empacho que venía de largo) con El sueño de la vida. La gratísima sorpresa ha sido Espejo de víctima, firmada por Ignacio del Moral; realmente dos piezas en una que son una virguería (con Eva Rufo y Jesús Noguero espléndidos) y que estoy seguro de que las podremos volver a contemplar. Después, me parece conveniente resaltar tres interpretaciones subyugantes. La primera la de Pablo Derqui con su soberbio y vesánico Calígula. Luego, Lluís Homar en solitario ante la cantidad de personajes tan diversos que encarna en Tierra baja. Y, por último, María Hervás sufriendo la dentellada de esos lobos sin piel de cordero en Jauría. En cuanto a las propuestas extranjeras que se han dejado ver por aquí ―siguen llegando muchos blufs con marchamo exitoso de festival de renombre (ay, la crítica)―, al menos me quedo con dos que han resultado impactantes. Como ocurrió con Notre Innocence, de Wadji Mouawad y ese coro impresionante que al unísono proclamó su queja generacional. Y, principalmente, guardo en la memoria Lokis (la espantada de público fue radical), del dramaturgo Łukasz Twarkowski, todo un despliegue de medios audiovisuales, de creación multipantalla y de ruido asfixiante para entrelazar un relato de horror y de asesinato. Y para terminar quiero hacer mención al montaje de Carlota Ferrer y de José Manuel Mora que pudimos admirar en los Teatros del Canal hace unos pocos meses y que acertaba a introducirnos el texto de El pequeño Eyolf de Ibsen. El último rinoceronte blanco fue una oxigenante experiencia sobre el desamor. Finalmente, llegamos a la obra que más me ha satisfecho y con la que muchos aficionados al teatro estarán de acuerdo. Con Shock (El Cóndor y el Puma), Andrés Lima ha conseguido un equilibrio esencial entre su habitual desfase y la templanza necesaria para arraigar conceptos e ideas de una historia ―la que nos habla de torturas, de dictaduras en Chile y en Argentina; pero extrapolables a otras latitudes próximas―, sin duda, controvertidas en su crítica y en la visión particular de lo ocurrido. Fue una función vigorosa, despampanante, cargada de buenas interpretaciones ―Ernesto Alterio se entregó a fondo― que remarcaba la aviesa perversión de los auténticos poderosos. Toda una lección de teatro y de pundonor. La próxima temporada esperemos encontrar nuevas pildoritas de excelencia.