Wadji Mouawad lanza a los millennials gritando a coro su inocencia y reclamando una responsabilidad en la herencia recibida
Signo inequívoco de los dramaturgos imbuidos de postmodernidad, agolpados por el postdrama y todas las fragancias del arte conceptual, es trabajar a partir de una idea (no siempre suficientemente compleja). En la mayoría de los casos se alcanza una extrañeza esteticista generalmente hueca; en unos pocos, la propia idea rompe los límites y ofrece, gracias a la inteligencia de los creadores, efectos, soluciones y hasta metas más que satisfactorias. Wadji Mouawad casi lo consigue; pero le ha faltado abordar la complejidad de los individuos que contradicen al imperioso estereotipo. Desde luego, sigue siendo Incendios la obra que ha logrado una larga lista de seguidores. No negaré que es un buen texto, aunque sus procedimientos sean de corte clásico; pero me parece mucho más interesante, incluso cuando se queda a medias (véase Les larmes d’Oedipe o Inflammation du verbe vivre), en sus experimentaciones artísticas como en Seuls o en este caso de Notre innocence. El prólogo, una larguísima historia entreverada de metaficción, sitúa a la actriz Hayet Darwich a relatar pormenores que no parecen razonables en su extensión y que más sirven al dramaturgo para conectar con la «realidad» el acontecimiento (como acostumbra a hacer). Curiosamente, por la estructura del montaje, podríamos considerar que del principio se pasa a lo podría haberse establecido como apoteósico final. Desde el punto de vista estético, la escena a la que se nos somete durante no sé cuántos minutos, es de las más potentes que se recuerdan de los últimos años. Todo un coro sublime, extático, agónico, que lanza su esputo generacional, los millennial expresando su amargura; veintitantos jóvenes gritando al unísono hasta quedar exhaustos contra sus padres. Una declamación interminable que deja al público anonadado ante ese dechado de entrega. Es tal el ritmo en ocasiones, que uno piensa que caerán desmayados. El nihilismo es una nube densa y plomiza que los atenaza. En sus enunciados están las redes sociales, la pornografía, la soledad, los eslóganes más populares de sus marcas favoritas, y todos los elementos que configuran su estereotipo (tan alejado en muchos puntos de la verdad). Y es en esto, donde creo que Mouawad queda atrapado. El nihilismo que se le achaca a esta juventud como si se esperara de ellos una respuesta solemne y magnífica que, en realidad, salvara a sus padres del tedio propio de su rutina bien avenida; cuando, parece, que es al contrario, es el conflicto interno, repleto de paradojas, que toda generación debe resolver. La vida es esto: posiblemente nada. Hazte cargo de ello. Encuentra un proyecto, un territorio que explorar o abre la ventana, porque esto no tiene el menor sentido. Siempre lo hemos sabido; pero ahora la religión ya no surte el mismo efecto. Nos habéis pillado el truco. Gran proyecto existencial, costoso, sacrificado, en pos de satisfacciones duraderas en el trayecto y una anhelada meta grandiosa construida por la imaginación, seguramente tan inalcanzable como el horizonte. En el estertor se sabrá. O, por el contrario, entretenimiento perpetuo de la multiaventura, del ocio opiáceo, de la retahíla orgásmica y repetitiva, del aumento de la dosis de lo mismo, de la sorpresa engañosa de lo parecido y de la vuelta a empezar hasta que te sorprende la ansiedad, antesala de la depresión que evidencia el vacío. Volvemos al alféizar o a los mercachifles que procuran llenarte con el engrudo del pensamiento positivo (más grande luego la ventana y el abismo). O, tomar el ejemplo de anacoretas, solitarios, filósofos, sibaritas, hedonistas, románticos y otros especímenes que han pretendido aprehender esto que llamamos vida, consciencia de ser. ¿Qué más, entonces? Pues primero desenfreno. El grupo baila desaforadamente con el ritmo de la música electrónica en su metro cuadrado de agujero negro. Y luego, con tal de dar un argumento más sólido al texto, aparece la consternación y el debate. Su amiga Victorie ha caído desde la ventana. Especulan si se ha suicidado (lo más probable), si se ha caído. Si ellos son responsables ―se da a entender que la habían acosado, era obesa y, también, algo casquivana. Envidias, celos, la manifestación de que únicamente el sexo mueve su mundo y tampoco demasiado. Por si no se habían quejado suficiente a coro, ahora lo hacen de uno en uno. ¿Hubieran preferido no tener la oportunidad de contestar al planteamiento de Camus en El mito de Sísifo? «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». De una manera poco efectiva, aunque sí efectista, nos trasladan varias metáforas que pretenden engarzarse con la situación presente. Por una parte, la historia de un matarife que fue el anterior inquilino del piso que alquiló Victoire. El olor a carne es como un legado irreprimible. Una especie de conexión con la muerte real, con la naturaleza, con la sangre, con la animalidad. Un olor que impacta en la muchachada antiséptica. Por otra parte, el Mayo del 68. No faltaron, meses atrás, debates ―en Francia se han hartado―, sobre las cenizas y las herencias de aquel «exabrupto». Afortunadamente, aparecen otras voces; no obstante, con poca enjundia, para declarar que los barros vienen de más lejos y que son mucho más complejos. Una turca, un ucraniano, un fado portugués; parece que los europeos tienen que solventar cuestiones de índole espiritual, antes de que llegue la revolución definitiva, aquella que ponga en tela de juicio al ser humano, aquella que sea comandada por las inteligencias artificiales. Para Mouawad el futuro es una niña de nueve años, Alabama, la hija de Victoire, que ya reclama su sitio. Ella es nuestra esperanza. A Notre innocence se le podría exigir filosóficamente un paso más; pero la potencia discursiva es obvia y quedarse indiferente es muy difícil.
Texto y dirección: Wajdi Mouawad
Traducción: Coto Adánez
Reparto: Emmanuel Besnault, Maxence Bod, Sarah Brannens, Théodora Breux, Hayet Darwich, Lucie Digout, Jade Fortineau, Julie Julien, Maxime Le Gac-Olanié, Étienne Lou, Aimée Mouawad , Hatice Ozer, Lisa Perrio, Simon Rembado, Charles Segard-Noirclère, Darya Shezaf, Paul Toucang y Yuriy Zavalnyouk
Escenografía: Clémentine Dercq
Iluminación: Gilles Thomain
Vestuario: Isabelle Flosi
Sonido: Sylvère Caton y Émile Bernard
Música: Pascal Sangla
Vídeo: Julien Nesme
Ayudante de dirección: Vanessa Bonnet
Diseño cartel: Javier Jaén
Fotografías: Simon Gossellin
Producción: La Colline–théâtre national
Con la participación artística de Jeune Théâtre National
Con el apoyo de Fonds d’Insertion pour Jeunes Artistes Dramatiques, DRAC y Région Provence-Alpes-Côte d’Azur
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 23 de septiembre de 2018
Calificación: ♦♦♦♦
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