Un viaje impresionante por la historia reciente de Chile y de Argentina con los desafueros del imperialismo sobrevolando en la impunidad

He aquí el montaje más proteico de la temporada y el que logra plasmar dramáticamente una serie de hechos que no paran de confirmarse entre la bruma de la credibilidad, las noticias falsas y los nuevos episodios de una doctrina que quizás, tarde o temprano, también nos golpee de lleno a nosotros (si no nos mantenemos fuertemente unidos). Primeramente, es necesario hacer referencia al libro de Naomi Klein (Montreal, 1970), La doctrina del shock (2007). La periodista y ensayista ya se había hecho muy famosa con su ensayo No Logo (2000). Después, con la obra que nos compete ―y de la que también se realizó un documental de fácil acceso en internet―, generó un buen montón de críticas acerca del alcance de su mensaje. Hay que reconocer que la autora pertenece a esa izquierda minoritaria en el espectro de la América del Norte, junto a otros autores como Noam Chomsky, que está teniendo verdaderas dificultades para desarrollar un discurso creíble ahora que sus fórmulas más «radicales» (strictu sensu) o tienen poco apoyo (por idealistas) o han sido absorbidas por corrientes denominadas populistas. En esto, es justo afirmarlo, el poder de una prensa atenazada presupuestariamente es un factor determinante. Ya sabemos que cualquier proclama que huela a socialismo (incluso a socialdemócrata) y que pueda «infectar» a Estados Unidos, debe ser barrida. Así que el texto, más allá de la profundidad que posea, proviene de un entorno académico que penetra más fácilmente en las conciencias europeas, como así ha sido. Dirimir la trascendencia de este montaje es muy complicado, porque requiere de unos conocimientos que nos vuelven a situar en ese permanente estado de sospecha. Ahora, nadie puede negar a los muertos, que son los testigos rugientes de una hecatombe. La vigorosidad del espectáculo radica en el indisoluble contraste que te somete desde la aparición del elenco sobre el tapiz. Un vaivén imparable entre el documento aséptico, periodístico, informativo y clarividente; y la pantomima, la sátira, la bufonada, la ironía y la exageración, rasgos que podemos rastrear fielmente en Juan Cavestany (uno de los tipos con el sentido del humor más extravagante e irracional de este país, su película Gente en sitios (2013) es una muestra inconfundible) y Andrés Lima, quien no puede evitar el punto desmadre y la hipérbole (aquí ha encontrado un equilibrio de escuadra y cartabón). El resto de los dramaturgos, como vamos a ver, son Juan Mayorga (su aporte en la escena final, es gratamente persuasivo) y Albert Boronat (responsable de la dramaturgia y de ciertas orientaciones bien eficaces). Como en otras ocasiones, la sala grande del Teatro Valle-Inclán se adapta para dar cabida a una plataforma central giratoria y para que el público observe todo a su alrededor, mientras los actores aprovechan cualquier resquicio. Beatriz San Juan elabora un trabajo enorme de escenografía y, sobre todo, de vestuario (los cambios son infinitos). Entre la sencillez del negro, la cantidad de adminículos y elementos que se han de repartir aquí y allá, que favorecen el tremendo dinamismo de algunas partes. Luego, las grandes pantallas laterales nos ilustran ―el responsable es Miquel Àngel Raió― con testimonios inequívocos que cualquiera puede consultar y, además, con recreaciones de entrevistas que intentan aproximarse verosímilmente a lo ocurrido. No se puede negar que el primer cuarto de función resulta denso; aunque inevitable, si quiere realizar la síntesis de los shocks. Natalia Hernández demuestra su gran versatilidad, y va trufando la propuesta con una buena ristra de personajes que sirven para hilar diversas escenas, con gran emotividad y firmeza (también Paco Ochoa se encuentra en esa situación de apoyo a la construcción del montaje con papeles algo más secundarios, pero del todo oportunos para amalgamar con coherencia los asuntos). Ella nos da a conocer, en el prólogo, al que se presenta como máximo inductor del neoliberalismo, el economista Milton Friedman, premio Nobel en 1976, y ni por asomo tan famoso como Karl Marx. Sus alumnos serán los conocidos «Chicago Boys», unos muchachitos entusiastas y bien motivados por las altas esferas para llevar la buena nueva al Cono Sur: esperar el momento o inducirlo (el shock) para aplicar las medidas pertinentes. Luego, en la primera parte, titulada «La Nada es bella», se nos informa acerca del siquiatra Donald Ewen Cameron, mientras se entrevistaba a principios de los cincuenta en Montreal con la CIA. Popular por haber participado en el Proyecto MK Ultra (ya saben El mensajero del miedo) y que fue consultado por sus investigaciones sobre el «lavado de cerebro» a través de electroshocks. El discurso sobre la metafísica de la nada, como una oda mortuoria al nihilismo más genuino y destructor, emitido por Juan Vinuesa, no tiene desperdicio. La tabula rasa para volver a empezar. Una vez tenemos las dos coordenadas teóricas ―no es aquí el lugar para resaltar las críticas que se le han realizado a Naomi Klein sobre estos asuntos y su mirada sesgada―, asistimos al gravísimo acontecimiento por el cual nos enteramos de los planes (cuesten lo cuesten y sin miramientos éticos) de Nixon y de Kissinger para derrocar al gobierno legítimo del socialista Salvador Allende. Y como la obra requiere de la contraparte farsística, la intrahistoria nos deja al simplón de Elvis Presley poniéndose al servicio de su presidente como si fuera Batman. Si un actor sobresale entre un grupo bien afinado, ese es Ernesto Alterio. Se puede afirmar que se entrega de tal manera que no deja un carácter sin interpretar al máximo. Hasta ocho personajes que intercala, a veces sin recuperar el aliento, desde lo más cruento hasta lo más alocado. Su Elvis aviva la función sobremanera y nos adentra en el desfase procaz de un macarra, de un pistolero que aprovecha para invitar a las damas que se le antojan entre el público para invitarlas al camerino. Ya de por sí hiperbólico, todavía le enceta un punto más. La llegada del golpe en el 73, el 11 S, el ataque a La Moneda son un cúmulo de acontecimientos de gran intensidad y que Ramón Barea toma con un vigor extraordinario, pues tiene que recorrer emocionalmente tanto a Nixon, como a Pinochet, como al propio Allende, en una transmutación macabra de individuos antagónicos expuestos con gran entereza. Tras el descanso nos dirigimos a Argentina. La siguiente etapa del shock, y otra vez Alterio (esto ya le compete familiarmente de forma soberana) realiza una vesánica encarnación de Videla y, cual superhéroe de la desmemoria colectiva, se convierte en Kempes para trasladarnos a esa tapadera opiácea del Mundial del 78. Llámese fútbol, llámese Eurovisión, el circo entretiene a los que no quieren saber. Altivez ante el micrófono de ese bigote maléfico y soberbia en el regate para esa melena henchida de gozo que lanza el balón a las gradas. De fondo suenan los helicópteros Puma destinados a la Operación Cóndor. El relato es angustioso y aún resuena cuando las Abuelas de la Plaza de Mayo siguen encontrando a día de hoy a sus nietos (hace bien poco la 129, precisamente en España). María Morales se cubre la cabeza con su pañoleta blanca para hacer de Hebe de Bonafini, una de las fundadoras de esta incansable asociación de lucha y de memoria. Todavía Ernesto Alterio tiene que percutir más y más hasta la asfixia con ese monólogo de un torturado con todo tipo de detalles infames, que nos recuerda a aquella obra de Mario Benedetti, Pedro y el capitán. Otro de los elementos que no se pueden pasar por alto es la música, empleada en un sentido cómico con el pop festivo de «Freedom» (George Michael) que se toca como si esto fuera un frívolo show televisivo o; por otra parte, Víctor Jara (asesinado con una inquina infinita en el estadio) o, la emotiva y sencilla «Volver a los diecisiete», de la malhadada Violeta Parra, con Alterio al piano, y Morales y Natalia Hernández en la voz. No nos dejan un respiro y todavía nos queda un sketch que lleva la ridiculez de nuestro mundo hasta el paroxismo. Aquel evidenciador encuentro entre la Thatcher y Pinochet de 1999. María Morales se erige en patética Dama de Hierro, con una capacidad maravillosa para la caricatura, y con la participación primordial de Juan Vinuesa como traductor, demostrando que ese es su terreno. Lo cierto es que Shock (El Cóndor y el Puma) es una propuesta difícilmente asible en esas casi tres horas; porque uno es bandeado en múltiples direcciones con estilos que juegan siempre a favor del objetivo final: la denuncia, la memoria, la honradez. Próxima estación: V.
Texto: Albert Boronat, Juan Cavestany, Andrés Lima y Juan Mayorga
Dramaturgia: Albert Boronat y Andrés Lima
Dirección: Andrés Lima
Reparto: Ernesto Alterio, Ramón Barea, Natalia Hernández, María Morales, Paco Ochoa y Juan Vinuesa
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan
Iluminación: Pedro Yagüe
Música y espacio sonoro: Jaume Manresa
Videocreación: Miquel Àngel Raió
Caracterización: Cécile Kretschmar
Ayudante de dirección: Laura Ortega
Ayudante de escenografía y vestuario: Almudena Bautista
Ayudante de iluminación: Enrique Chueca
Ayudante de sonido: Enrique Mingo
Ayudantes de vídeo: Vivi Comas, Álex Romero e Iñigo Rodríguez
Estudiante en prácticas (RESAD): Antonio Domínguez Delgado
Ilustraciones de vídeo: Beatriz San Juan
Realización y montaje de vídeo: Miquel Ángel Raió
Producción: Check-in Producciones Joseba Gil
Fotografía: marcosGpunto
Diseño de cartel: Javier Jaén
Producción: Centro Dramático Nacional en colaboración con Check-in Producciones
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 9 de junio de 2019
Calificación: ♦♦♦♦♦
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6 comentarios en “Shock (El Cóndor y el Puma)”