El renombrado texto de Chéjov se recarga con la autoficción en una propuesta que se adensa en la frialdad
Àlex Rigola sigue exprimiendo la fórmula. Desbrozar las obras, darles otro enfoque, trabajar con la esencia, circundarlas, atenazarlas y volverlas artefactos tan intelectualizados como ajenos a la vivencia experiencial dramatúrgica que pretende nuestra empatía, nuestra aprehensión holística. El dramaturgo lleva ya, entonces, unas cuantas propuestas que se acogen a estas características (y a otras, claro). Tomemos, por ejemplo, su Vania y Un enemigo del pueblo (Ágora) para comprender que continuamos en esa línea estética. Si La gaviota trata, fundamentalmente, del peso que el arte conlleva en la vida de los artistas; entonces, la sustancia, es ciertamente metaliteraria. Pero, como viene ocurriendo reiteradamente desde hace tiempo, el tamiz del metateatro debe irrumpir si uno anhela el aire macilento de la modernidad. Y sí, es ir un poco más allá, aportando la perspectiva de la autoficción. Por lo tanto, los actores se suben a escena para hacer, en gran medida, de ellos mismos; y el espectador tendrá que aceptar el trato sobre la ficción que tiene mucho de verdad en el pasado y en el presente de esos seres. Para parte del público, lo que cuentan puede tomarse como enteramente inventado; pero, para los teatreros, muchos aspectos sabrán que se ajustan a hechos verídicos que no podrán obviar. A Chéjov se le usurpan las frases (la última gran adaptación de la obra nos la ofreció Oskaras Korsunovas hace cinco años) para rehacer el esbozo de su trama con las biografías de cinco intérpretes y un dramaturgo. Partimos de una dinámica juguetona, de relax y desenfado, de pimpón y cuchicheo. Esa aura luego, es propicia para que sus puñaladas de envidia parezcan un juego de adolescentes rabiosos y faltos de autoestima. La creación dramatúrgica de Rigola es vampírica y chupa la sangre de sus intérpretes para «obligarles» a exponer frente al público parte de su vida profesional e íntima. Rompe el hielo (eso es mucho decir) Xavi Sáez con ese tono de querencia con el respetable ―como un pequeño maestro de ceremonias― para relatar su amor por Roser Vilajosana. Hay mucho amor no correspondido en esta obra, parece que los deseos se cruzan, pero no terminan de encajar con la pareja correcta. Sáez, enseguida, adopta el papel de fiestero, de displicente y de tipo que acepta su posición secundaria en el espectáculo, no está ahí para lograr el éxito. Luego, casi al final, abordará una reflexión que redunda todavía más en la permanente idea de la vida y del teatro como vasos comunicantes. Cuando estuvo de gira con su exitosísima Sé de un lugar le ocurrió una situación muy similar a la que estaba interpretando en la propia obra, pues él también había roto su relación sentimental con la actriz protagonista. Y esta anécdota completa las descripciones que se dan unos y otros sobre sus virtudes y sus defectos, sobre su fama, su reconocimiento o sobre su fracaso. Se incide mucho sobre este último; pues parecen insaciables, como vamos a ver. Roser Vilajosana se hace de menos (la pudimos ver en Andrea pixelada), primero, porque está igualmente enamorada y, además, es rechazada, en este caso, por Nao Albet. Es ella, uno de los personajes más ocultados de la obra. Inicialmente se muestra algo tímida, escurridiza y luego intenta aportar cierta frescura. Por su parte, Nao Albet se erige en uno de los grandes protagonistas. Siempre me ha parecido un actor extraordinario, que posee una forma de actuación capaz de mezclar el arrojo, la seguridad escénica y el apesadumbramiento. Aspectos que vienen excelentemente bien a esta función. Vive en el campo con su madre, quiere ser artista y está preparando una performance con Irene Escolar, la mujer a la que dice amar profundamente. Se habla de su buen entendimiento, de su compenetración. Ambos han trabajado en, al menos, que yo recuerde, tres montajes. Es interesante que nos quedemos con uno de ellos: Mammón. Esta obra fue dirigida por Albet hace un par de temporadas y cosechó grandes y merecidas buenas críticas. Fue un éxito, y demostró su valía ―junto a su compadre Marcel Borràs (también es cierto que otro montaje suyo, Los esqueiters, me pareció una chorradita). En escena se autocuestiona su capacidad artística y manifiesta con rotundidad la duda que le corroe. De ahí que la performance, uno de los puntos álgidos del espectáculo, quede inconclusa. La expresión poética del momento concentra las cuitas de todos; pues, la gaviota, como símbolo de la esperanza y del hálito artístico, acaba aplastada. Por su parte, para Irene Escolar, una de las actrices que más consideración ha logrado en esto últimos años y que, como todo el mundo sabe, pertenece a la estirpe de los Gutiérrez Caba, la vida teatral es consustancial a ella desde siempre. Y, curiosamente, es el personaje más nebuloso de la función. Ella trabaja desde el enmascaramiento, no quiere venir aquí de famosa (la mesura es un acierto), y se empeña más en el flirteo con Pau Miró. El escritor es objeto de deseo de dos mujeres, hace igualmente de él y habla ―punto original― por escrito, en una especie de chat con Irene. No importan sus obras (algunas exitosas como Jugadores) o sus adaptaciones (Tierra baja, presentada hace dos años en esa misma sala de La Abadía) o el resto de textos. Él también expresa cierto vacío, incluso se sitúa irónicamente por debajo del dramaturgo Sergio Blanco (otro adalid de la autoficción, véase El bramido de Düsseldorf). Cumple con el tópico de intelectual atractivo que pretende rejuvenecer a través de la doncella virginal viviendo solitariamente en una laguna mientras pesca. De ahí que Mónica López, su actual mujer, tenga que cumplir las funciones de talludita en declive tanto vital como profesional, una exageración que se potencia sin gran convencimiento. El espacio escénico de Max Glaenzel, apenas dos mesas y unos bancos y una pantalla, sirven para que los actores-personajes se nos muestren fríamente en su individualidad, con una biografía insuficiente, como si estuvieran exonerados de crear un engrudo dramatúrgico; ajenos a un tiempo o a un lugar, llegan a parecernos desvinculados tanto de ellos mismos como de un público que prácticamente no puede trazar una estructura familiar, erótica o pulsional, aunque se le lleve de la mano con multitud de narraciones y explicaciones antidialógicas. Si son ellos, los actores auténticos, habrá que esperar a que vivan, fuera de escena, para descubrir hasta donde llega la ficción de su existencia.
Autor: Anton Chéjov
Dirección y adaptación: Àlex Rigola
Reparto: Nao Albet, Pau Miró, Xavi Sáez, Mónica López, Irene Escolar y Roser Vilajosana
Ayudante de dirección: Alba Pujol
Espacio escénico: Max Glaenzel
Diseño de iluminación: August Viladomat
Producción ejecutiva: Irene Vicente
Jefe técnico: Igor Pinto
Comunicación: Anna Aurich (Còsmica)
Una producción de Heartbreak Hotel, Titus Andrònic S.L., Temporada Alta 2020 y Grec 2020, en colaboración con La Abadía
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 4 de octubre de 2020
Calificación: ♦♦♦
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¿Por qué destrozar algo bello y potente? Una versión de la Gaviota tan libérrima que a penas deja nada de la original. Fría, distante, confusa y, a veces, insoportablemente pedagógica, se hace inacabable… todo un fiasco.
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