La gaviota

Los Teatros del Canal acogen un espectáculo que interconecta cine y teatro para ofrecernos nuevas perspectivas en esta versión del clásico chejoviano

La gaviota - Foto de Simon Gosselin
Foto de Simon Gosselin

Ya hace tiempo que asumimos como habitual en la escena contemporánea la mezcla de cine y teatro (el film performance), y que puede entreverarse desde distintas posibilidades, con más o menos pericia y, sobre todo, con un sentido más conveniente o forzado según los casos. Sin ir más lejos, esta temporada hemos podido contemplar varios montajes con procedimientos de este tipo. Véanse los casos de Entre chien et loup, de Pieces of a Woman o, recientemente, de Kingdom. Pero creo que aquí tenemos una referencia mejor y más concreta en Under the Influence, porque Łukasz Chotkowski también buscaba más la simultaneidad totalizante —además, Cyril Teste ya se había enfrentado al cine de Cassavetes con su Opening Night—.

Por otra parte, Chéjov sigue sin pausa entre nosotros, a pesar de su breve obra dramática, y en las últimas temporadas hemos contemplado varias adaptaciones de La gaviota. Desde la magnífica de Oskaras Korsunovas, hasta la gélida función de Rigola, pasando por la Paloma negra, de Conejero, o el spin-off de José Ramón Fernández con su Nina.

Con todo esto llegamos al presente para asistir en la magna Sala Roja de los Teatros del Canal a un plato fuerte, que no ha decepcionado en absoluto. Diré para empezar cuál me ha parecido su única pega —y reconozco que no llega a tal— y es que en el cuarto acto (el último) se abusa demasiado de lo cinematográfico, es decir, nos quedamos demasiado tiempo pegados a la pantalla, mientras ellos actúan por detrás (podrían no hacerlo, pues todo es artificio). Esto, más que un inconveniente, resulta un poco (solo un poco) incoherente con la disposición de los elementos y el ritmo anteriores. Creo que ese «engaño», al que hemos asistido en otras ocasiones (como las nombradas, a veces, arriba. No me repito) nos lleva a un punto de artificiosidad que no le viene bien al teatro; porque se nos oculta el lenguaje de fragilidad y de cercanía que implica la presencia física directa. La distancia insalvable que acontece en espectáculos así se debe tomar cum grano salis. ¿Qué ocurriría si se llevara hasta las últimas consecuencias, o sea, si todo absolutamente ocurriera en otro lugar? Pues que nos recordaría al confinamiento pandémico.

Fuera de esto, la propuesta es de una potencia enorme. Lo más sobresaliente es la confluencia no solo de ese aprovechamiento metateatral engarzado con toda lógica con la filmación; sino que aquí se suma el elemento —así lo propugnaban muchas de las vanguardias clásicas— de la consideración artística en sí a través de la plasticidad que requiere convertir la gran pantalla en una multiplicidad de cuadros —el cubismo aquí tiene una perspectiva que supera las 2 dimensiones— o fotografías; pues, aunque no se llega a la congelación , sí que podemos sostener en nuestra mente ciertos momentos de total quietud.

Me quejo habitualmente del metateatro o de lo meta(x); pero aquí impera el buen gusto. Puesto que no es solo que la obra del dramaturgo ruso trate acerca de esos fulgores románticos que provoca el ansia artística y ese abismo que se abre cuando el fracaso acecha o es en sí una realidad; sino que se realiza sobre las tablas con gran detalle para el encuadre. Esto se observa en la belleza que supone observar a Liza Lapert encarnada en Nina, con esa timidez incipiente que se disuelve una vez emprende el soliloquio escrito por Konstan Tréplev, mientras este la graba y su imagen reverbera al fondo. Es un momento cumbre, como se sabe, que se une directamente con el punto final. Quizás todo ya esté en esa escena inicial: la envidia de la madre, la gran actriz algo envejecida y en horas bajas, que es interpretada por Olivia Corsini, que nos deja rostros de pasmo e hipocresía enormemente elocuentes. Ella, con su actitud displicente y su desencanto, echa al traste la obra vanguardista de su hijo; cuando ya, además, intuye que esa muchacha, que mueve los brazos como la gaviota que caerá cual Ícaro, le «robará» a su querido novelista Trigorin. Un Vincent Berger (ya lo vimos en Shake) que juega su papel con astucia donjuanesca, precisamente para salvarse cuando su relación con Nina se vaya, al final, a la ruina.

Desde luego, es importante valorar el trabajo de Mathias Labelle, quien sostiene su silueta de contrariedad y de ira bullente con gran sugestividad. Mientras los otros parecen subsumirse en emociones más primarias o convencionales, él agoniza con su complejo de Edipo a cuestas. A él nos debemos en este drama; porque los otros personajes que pululan, ya sean Masha o el médico, cumplen esa función ineludible en Chéjov de recreación de las costumbres consabidas dispuestas para ser derrumbadas por algún nihilista.

Otro punto muy apreciable de este espectáculo es la música compuesta por Nihil Bordures, quien es capaz de trasladarnos hacia la estepa o hacia esos bosques que circundan el lago, con una cadencia en las cuerdas que imprimen angustia. Su sonido se ajusta con gran pertinacia en la escenografía de Valérie Grall, tan repleta de capas que descubrimos cuando se apaga toda esa complejísima iluminación de Julien Boizard. Puesto que hay que atender a tantos puntos, a tantas interconexiones en ese permanente movimiento circular y de dentro afuera, que no podemos por más que considerar una realización extraordinaria. Igualmente, podríamos detenernos en los vídeos que se emplean, en el tratamiento del blanco y el negro, y podríamos continuar en esa amalgama de imágenes tan sutiles que se entrelazan.

Definitivamente, es un grandísimo montaje que contiene una dramaturgia muy vivaz de Leila Adham, quien ha sabido, con gran inteligencia, establecer unas jerarquías dentro del reparto; para que lo fundamental sobresalga más y las elusiones nos alcancen con mayor entereza.

La gaviota

Autor: Antón Chéjov

Puesta en escena: Cyril Teste / Colectivo MxM

Reparto: Vincent Berger, Olivia Corsini, Katia Ferreira, Mathias Labelle, Liza Lapert, Xavier Maly, Pierre Timaitre y Gérald Weingand

Colaboración artística: Marion Pellissier y Christophe Gaultier

Dramaturgia: Leila Adham

Traducción: Olivier Cadiot

Escenografía: Valérie Grall

Iluminación: Julien Boizard

Creación vídeo: Mehdi Toutain-Lopez

Imágenes originales: Nicolas Doremus y Christophe Gaultier

Creación de vídeos generados por ordenador: Hugo Arcier

Música original: Nihil Bordures

Ingeniería de sonido: Thibault Lamy

Vestuario: Katia Ferreira asistida por Coline Dervieux

Dirección técnica: Julien Boizard

Regiduría: Simon André Frédéric Plou o Flora Villalard

Regiduría sonido: Nihil Bordures, Thibault Lamy o Mathieu Plantevin

Regiduría iluminación: Julien Boizard o Nicolas Joubert

Regiduría audiovisuales: Baptiste Klein, Pierric Sud o Mehdi Toutain-Lopez

Operadores de cámara: Nicolas Doremus, Christophe Gaultier, Paul Poncet o Marine Cerles

Comunicación y prensa: Olivier Saksi

Administración, producción y difusión: Anaïs Cartier, Florence Bourgeon y Ludivine Rhein

Algunos vídeos de Hugo Arcier provienen de De rerum natura

El decorado ha sido fabricado por Artom Atelier

Las imágenes se montan y distribuyen con el servidor multimedia Smode.

Producción: Collectif MxM con la Fundación de empresa Hermès en el marco de su programa New Settings

Coproducción: Bonlieu Scène nationale Annecy – Théâtre du Nord CDN de Lille Tourcoing Hauts-de-France – Printemps des Comédiens, Montpellier – TAP-Théâtre Auditorium de Poitiers – Espace des Arts Scène nationale de Chalon sur Saône – Théâtre de Saint-Quentin-en- Yvelines-Scène Nationale – Comédie de Valence, Centre dramatique national Drôme Ardèche – Malraux Scène nationale Chambéry-Savoie – Le Grand T, Théâtre de Loire-Atlantique – Théâtre Sénart-Scène nationale – Célestins, Théâtre de Lyon – Scène Nationale d’Albi – Le Parvis Scène nationale Tarbes Pyrénées – Théâtre Vidy Lausanne – CDN Orléans Centre-Val de Loire – La Coursive, Scène nationale La Rochelle

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 30 de marzo de 2023

Calificación: ♦♦♦♦

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