Un repaso por lo más meritorio y sobresaliente de este reducido periodo teatral que nos ha tocado vivir

La temporada ha quedado demediada. Esto ya no tiene remedio. Días aciagos para el teatro que dejan su futuro en suspenso. Los sucedáneos virtuales demuestran que la anosmia no es solo un síntoma clarificador de esta pandemia que nos acogota; sino la evidencia de que el drama requiere de olores, de sudores, de tensiones carnales y, fundamentalmente, de ese compromiso indeleble entre los intérpretes y un público que se entrega al pacto mefistofélico. Por lo tanto, solo queda hacer ya el habitual repaso a lo más destacable de la escena teatral madrileña (española por extensión y por recepción. Internacional, a la postre). En términos generales, continuamos con una tendencia acusada a la complacencia, a lo políticamente correcto, a la falta de riesgo creativo. Llevamos años de decadencia; pero uno sigue encontrando obras que justifican el vigor de este arte tan antiguo como frágil. Quiero empezar señalando los grandes montajes patrios que más satisfactorios me han resultado. Madre Coraje y sus hijos y Jerusalem han sido espectáculos recogidos (y producidos) por el Centro Dramático Nacional. El primero supone una de las mejores direcciones de Ernesto Caballero (desenlace estupendo para dejar el testigo a Alfredo Sanzol al mando de la institución), con una Blanca Portillo grandiosa, tan segura de sí misma sobre las tablas, para dotar de modernidad al personaje brechtiano. En cuanto al segundo montaje nombrado (con el Teatre Romea y el Grec en perfecta conexión), hay que reconocer que la atmósfera creada durante las tres horas nos dejó un gran sabor de boca. Arquillué se marcó uno de los papeles de su vida. Puedo continuar haciendo referencia a otros dos espectáculos de compañías venidas de fuera. Primero, Under the Influence, una obra que mezclaba cine y teatro para recrear la famosa película de John Cassavetes. Las simultaneidades y el buen hacer de su protagonista, Sandra Korzeniak, nos propulsaron hacia la difusa percepción de una mujer perdiendo la cordura o alejándose de la sensatez. Más controvertido puede resultar que destaque el Bajazet, de Frank Castorf; pues demasiados espectadores abandonaron la sala. A mí me pareció tan grandioso y abusivo, como subyugante. Plasmar así a Racine es conseguir un destilado exquisito que exige de ti paciencia; aunque también una sintonía experiencial con un mundo repleto de reverberaciones contemporáneas. De manera muy distinta, Miguel del Arco nos ofreció una versión de La señora y la criada, de Calderón, en el Teatro de la Comedia, repleta de ritmo y divertidísima, y con una interpretación memorable de la joven Alba Recondo.

Luego, es pertinente seguir por otra dos propuestas muy sugestivas y emocionantes, como fueron Las cosas que sé que son verdad, donde la profundidad de los sentimientos es incuestionable, con un entramado familiar fascinante. Muy potente resultó el proyecto de QY Bazo, Juanma Romero y Javier G. Yagüe en la Sala Cuarta Pared, con su Instrucciones para caminar sobre el alambre. Su temática resulto y resultará más que justificada; pues incide en la potencia centrifugadora del mercado laboral y en las consecuencias que tiene en nuestra integridad personal. Fijémonos también en esas funciones más pequeñas, más cercanas y, a la vez, tan estimulantes. Por eso hay que traer a esta revisión de lo mejor a Los Remedios, con Pablo Chaves y Fernando Delgado-Hierro en la dramedia de sus vidas en su barrio sevillano, y con la demostración inequívoca de sus grandes aptitudes. Y aunque estuvo muy poco tiempo en cartel —esperemos que regrese—, me interesó mucho Hacer el amor; porque se podía saborear la entraña y la maceración de los desencuentros entre los amantes Francesco Carril y Ángela Boix. Y antes de finalizar, debo resaltar el trabajo actoral —una vez más— de Israel Elejalde en Ricardo III. El intérprete madrileño ha pergeñado una actuación sublime, apostando por una versión más inhumana y mafiosa del célebre personaje shakesperiano. Vayamos, entonces, a lo más excelso según mi criterio: Doña Rosita, anotada y Curva España. Lo que ha hecho Remón con el texto de Lorca es sencillamente genial; puesto que logra untarla con una pátina más irónica, mordaz y emotiva, para enhebrar una estructura tan consistente como misteriosa. Mientras que los gallegos de Chévere han alcanzado ese punto tan equilibrado entre el interés documental (y sociológico, y político, y moral, y personal) y unos procedimientos artísticos que, si no son ya tan novedosos, ellos los trazan con una inteligencia y una disposición tan genuina que no podemos más que aplaudir su consistencia. Sin soflamas, con mesura y contención, con punzadas elocuentes y el vislumbre de una verdad (aunque sea teatral). En definitiva, el teatro ha seguido vivo, vivaz. Valgan estos ejemplos. ¿Qué pasará la próxima temporada? El teatro es el lugar al que se acude a ver; pero sin olor y sin el magnetismo de los cuerpos abalanzándose sobre ti, las ideas y las historias se diluyen en la asepsia de la complacencia.
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