Renacimiento

El nuevo proyecto de La tristura pretende recalcar el proceso de destrucción-construcción que conlleva la creación de un montaje

Si queremos juzgar esta propuesta con algo de ecuanimidad, será mejor que nos relajemos y apartemos de nosotros esas emociones de teatreroherido que regresa al templo; aunque sea con los atavíos protocolarios. Intentemos observar lo nuevo de La tristura sin el plomizo alivio del confinamiento. En primera instancia, contamos con dos elementos que debemos considerar bastante explotados por la dramaturgia contemporánea de las últimas décadas, que es el metateatro en su faceta de work in progress (es decir, ir construyendo la obra desde dentro, véase Eroski Paraíso). El otro elemento tiene que ver con la perspectiva objetivista, o sea, con esa práctica de distanciamiento y de asepsia que nos permite mirar la realidad que transcurre delante de nuestros ojos. En la novela, el ejemplo paradigmático es El Jarama; pero, en las obras de los últimos tiempos, Future Lovers ―el mejor espectáculo de la compañía hasta el momento (CINE fue igualmente fantástica)― es una muestra extraordinaria de esta mirada. En Renacimiento, el estilo tristura es patente, con esa cadencia lentérrima y ese devaneo que anhela trascender. La pieza parece descabalada, sin rumbo, pillada por los pelos, deshilachada, sustentada por un punto de partida y una llegada, por una circularidad excesivamente vacía de círculos también vacíos. Una marco singular, interesante y motivador; pero un cuadro inacabado, apenas abocetado y sin el trabajo requerido. El eterno retorno de lo mismo. Volver a nacer. Volver a empezar. Es el signo de los tiempos, y nos hacemos cargo. Uno se pregunta si debe ser igual el regreso, si no se debe hacer una relectura vital, si no vuelve a ser el teatro interpelado en su «utilidad» artística. ¿Es esto lo que se nos quiere transmitir después tres meses encerrados? El juego visual es potente; porque las magnitudes nos subyugan estéticamente. Contemplar el desmontaje de una función, auscultar los andamiajes, los trucos, los anclajes, las alturas, los prodigios de la técnica aplicados a este arte tan artesanal, nos produce curiosidad. Lo que no funciona es el juego conceptual, el diálogo metafórico entre la historia de España postfranquista y las etapas de una compañía teatral, donde sus técnicos son los duendecillos protagonistas. La cohesión es débil, el balanceo no fragua en ninguna línea argumental, y el relleno intrascendente ocupa demasiados minutos. Inicio y desenlace nos congratulan, nos emocionan. Se sube el telón y Ricardo III, como un caudillo patético, reclama un caballo. Fin de la Edad Media (1485). Nueva dinastía. Comienza el Renacimiento. Suenan los aplausos. En el panel para los sobretítulos las frases nos dirigen epocalmente. 1975. La muerte del dictador. El nacimiento de muchacho que nos relatará acontecimientos, hitos de nuestro país, del mundo. El nacimiento de una compañía, de un grupo que irá desplegando su quehacer. Guiños y metáforas, versos que puntualizan; pero que no llegan a empastar certeramente con lo que vemos en escena. Derivar símbolos por todos los lados, sería poner demasiado de nuestra parte. Algo parece que hay; no obstante, no es suficiente. El desmontaje de todo el escenario posee interés arqueológico. Los grandes telones que se deben doblar entre todos, la recogida de las máquinas de humo, del atrezo,… La llegada de todos esos operarios que inundan las tablas y que van procediendo con su labor a dejarlo todo expedito para el siguiente montaje. El tiempo pasa, los diálogos se suceden. Se habla de amor, de una relación terminada. Dos técnicos de luces preparan el nuevo espectáculo frente a la mesa donde graban sus decisiones. Es el momento cómico de la función con esa misteriosa historia sobre un chaval que podría ser nieto de Franco. No va más allá, es casi un entremés. Retazos de otra charla entre dos técnicos extranjeros sobre ciertas particularidades de España. La obra se agosta, se atasca, se anquilosa en ese proceso ya insignificante de la manufactura. De improviso, en un salto abrupto alcanzamos el presente. El grupo al completo en asamblea circular discute sobre sus condiciones laborales. Desconocemos la intrahistoria y nos quedamos con las iniciativas habituales de aquellos trabajadores temerosos de ir a la huelga y que se escudan en el ataque a un compañero «privilegiado» en el escalafón. Cartitas de queja a la prensa y poco más. Es casi un pegote en el conjunto de la obra. Es casi una obligación moral que se enhebra fallidamente; puesto que ignoramos las luchas, las peculiaridades del sector, etc. Es, entonces, cuando el epílogo cobra tintes religiosos o macabros. Porque ya que gustamos tanto de metateatro y de las implicaturas extradramatúrgicas, no está nada mal utilizar el rap-oración «People’s Face» de Kate Tempest (a la que conocemos por su faceta como dramaturga con Wasted); porque resulta que la artista ha cedido su composición para una campaña de Facebook para recoger donaciones para luchar contra la Covid-19. Así que, supongo que, por asistir a esta función, también ayudamos a luchar contra la pandemia (Dios bendiga a Zuckerberg). Además, la canción es muy bonita; ya que habla de lo importante que es que nos mantengamos unidos en estos terribles momentos (con distanciamiento social, deduzco). Si al tema en cuestión se le acompaña de un baile tipo jaca con decenas de intérpretes sobre el escenario, el primitivismo telúrico postmoderno nos destina a la catarsis (y es cuando definitivamente entendemos las reclamaciones de los operarios). Aleluya y remdesivir de Gilead.

Renacimiento

Creación: La tristura

Intérpretes: Roberto Baldinelli, Alván Prado, Mundo Prieto, Emilio Rivas y Marcos Úbeda

Diseño de iluminación: Carlos Marquerie

Diseño de escenografía y vestuario: Cecilia Molano

Diseño de sonido: Adolfo García

Dirección de producción: Alicia Calôt

Dirección técnica: Cristina Bolívar

Ayudante de escenografía y vestuario: Almudena Bautista

Ayuda técnica: Roberto Baldinelli y Mathieu Dartus

Ayudante de producción: Iván Mozetich

Coreografía: Mucha Muchacha

Invitados en escena: Andrés Bernal, Ana Botia, Alicia Calôt, Edgar Calot, Eduardo Castro, Emma de la O, Pablo Díaz, Manuel Egozkue, Teresa Garzón, Daniella Hernández, Gonzalo Herrero, Ainhoa Linaza, Marta Mármol, Belén Martí Lluch, Chiara Mordeglia, Iván Mozetich, Carmela Muñoz, Siro Ouro, Elisabet Romagosa y Sara Toledo

Voz: Vera Cort

Distribución y comunicación: Art Republic

Prensa: Paloma Fidalgo

Fotografía: Mario Zamora

Pintura de telones: Nuria Obispo, Olga López, Ana Arroyo y Julia Navalón

Colaboración telones: Theatre de Liege y Sandra Belloi

Confección vestuario: Isabel López

Realización atrezo: Ricardo Vergne y Mundo Prieto

Proveedor audiovisuales: Creamos Technology

Agradecimientos: Teatro de La Abadía, Raúl Alonso, Natalia Álvarez Simó, Clara de Andrés, Bar Aperitoche, Gabriel Azorín, Marion Betriu, Gonzalo Cort, Mar Diago, María Gurría, Roberto Gutiérrez, Alberto Jiménez, Jorge Juárez, Andrea Lewin, Alicia Macías, Itziar Manero, Elena Martínez, Tatiana Negrillo, Marina de Remedios, Ángela Santos Fernández y Eduardo Vizuete

Una producción de Teatros del Canal, Théâtre de Liège y La tristura

Colabora en la producción: Grand Theatre de Groningen y CREA SGR +

Proyecto realizado con el apoyo del programa de ayudas a la creación y la movilidad del

Ayuntamiento de Madrid

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 12 de julio de 2020

Calificación: ♦♦

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