Àlex Rigola lleva a Lorca hacia la esencia de su intimidad en una propuesta sublime, con exquisito cuidado y detalle
Adentrarse en una obra como El público y en un autor como Lorca, en esa etapa que inició allá por 1929 hacia el surrealismo, implica una ensoñadora aventura que busca la intimidad de alguien en constante huida. No debemos hablar, en concreto, de lo que cuenta el texto, sino más bien de lo que quiere expresar. El público posee tantos estilos como capas se imbrican en la escena; desde su lenguaje conceptista, barroco, de evocaciones oníricas, que configura el mimbre del resto de niveles, hasta el metateatro, no solo porque se representa otra obra, Romeo y Julieta, sino porque se habla del hecho teatral, como si los personajes fueran críticos de su propio oficio, pasando por saltos en el tiempo y el espacio repletos de un sensualismo que hiere entre la manifestación sincera, la evidencia del amor en los hombres y la defensa de las pulsiones. Es, en definitiva, un cuadro cubista, una deconstrucción del mundo lorquiano y, en manos de Àlex Rigola, una experiencia estética montada con exquisito cuidado y detalle. Nada más adentrarnos por el acceso de la Sala Juan de la Cruz contemplamos un pequeño collage sobre las influencias que rondaron la cabeza del granadino y sobre ese marasmo de las vanguardias. También nos dan la bienvenida los propios actores, vestidos como los integrantes de una big band de jazz, negros, con su rostro cubierto como Los amantes de Magritte. Suena la música. Este elenco es versátil y es capaz de transportarnos a una Tropicana avant la lettre y a Federico dando un paseo por La Habana en 1930. Todo está destinado al espectáculo entreverado incluso antes de que comience en sí la obra. Dos ocultos actores pasean una sábana en la que se proyectan esas célebres imágenes en las que Lorca aparece montando el escenario para La Barraca. El movimiento es incesante, una montaña se erige en el centro para distinguir eso que el dramaturgo llamaba «teatro bajo la arena» y «teatro al aire libre»: el costumbrista, convencional y externo, frente al íntimo que quiere ocultar una verdad en las entrañas. Pep Tosar escapa de esa improvisada banda y se mete en el cuerpo del protagonista, en el trasunto de director y doliente, con su gran aplomo interpretativo (recordamos su paso por ese mismo espacio la temporada anterior con La claridad aumenta el frío) a su lado Nacho Vera y su trompeta como un desgarro. Tres caballos, como tres furias del deseo reprimido, como la libido intempestiva, desnudos en lo alto de la montaña, hacen aparición: Guillermo Wickert, Laia Duran (más protagonista aún, cuando baila casi al final de la función con una danza llena de potencia expresiva) y Nao Albet, que es uno de los puntales de esta obra y que sobresale en cada una de sus intervenciones, con una rotundidad y una apostura tremebunda, y en situaciones de verdadero desamparo escénico (aunque tiene cualidades como cantante, quizás el momento del Solo del pastor bobo hubiera estado mejor recitado). Tres hombres, como tres inquisidores revuelven el pasado, la obra ya ha dado comienzo, su obra también: David Boceta va logrando fuerza expresiva según avanza su texto, Jesús Barranco, un actor que posee una dicción magnífica, y Pau Roca, uno de los personajes más cercanos al realismo en su conflicto personal. La función gana en enteros y sube la tensión con el encuentro de los jóvenes ─de repente el pasado─ Gonzalo y Enrique. En pleno juego de imposturas, de rodeos, de sonrisas cómplices y de la poesía en un flirteo donde Jaime Lorente reconfigura con gran gestualidad el miedo y donde Jorge Varandela (ya destacó en El triángulo azul) trae uno de los momentos cumbre en un monólogo desbocado de pasión y lleno de pundonor. Fantástico. Pero aún hay más. Tenemos a la banda de los conejos, los dioses ofendidos de la fertilidad (inevitable no recordar los conejos del gran cineasta surrealista David Lynch en su Inland Empire). La aparición de Julieta, interpretada por Irene Escolar, demuestra el nivel actoral de esta obra. Su voz se rompe mientras su entrega física y su intensidad se apoderan de la sala. Lleva el dolor propio de la dama shakesperiana y, a la vez, la pena por haber sido sustituida como actriz por un hombre. Pulula Elena, la presencia femenina y atrayente, a la que da cuerpo María Herranz y también deambula, desde el principio hasta el final, el prestidigitador, el Mal, Juan Codina, al que le pega, por actitud, totalmente su papel.
El público de Rigola saca todo el partido posible a un texto grandioso y complejo, pero no tan críptico hoy en día si se manejan ciertos conceptos habituales del metateatro y del surrealismo, de una belleza poética inigualable. El director ha sabido situar a su elenco en el máximo de su arte y ha sabido comprender que una obra teatral de este calibre necesitaba riesgo. Por eso se ha sabido rodear de un equipo a la altura, desde el escenógrafo Max Glaenzel hasta Silvia Delagneau en el vestuario pasando por la sutil iluminación de Carlos Marquerie. El público es una obra que, expuesta de esta forma, produce asfixia estética. Uno se ahoga en las metáforas, pero se mantiene a flote porque conllevan una cadencia, una armonía que te transporta hacia el sentido profundo de Federico, aunque solo sea para atisbar su verdad.
Autor: Federico García Lorca
Director: Àlex Rigola
Reparto: Nacho Vera, Pep Tosar, Nao Albet, Guillermo Weickert, Laia Duran, David Boceta, Jesús Barranco, Pau Roca, María Herranz, Jorge Varandela, Jaime Lorente, David Luque, Irene Escolar, Juan Codina y Carlota Ferrer (voz del Emperador)
Espacio escénico: Max Glaenzel
Iluminación: Carlos Marquerie
Vestuario: Silvia Delagneau
Espacio sonoro: Nao Albet
Realización vídeo: Eduardo López
Dramaturgista: Eleonor Herder
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 29 de noviembre de 2015
Calificación: ♦♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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