Poeta en Nueva York

Carlos Marquerie nos somete a una performance tan compleja como el poemario lorquiano en las Naves del Matadero

Poeta en Nueva York - Vanessa Rabade
Foto de Vanessa Rabade

En los últimos años, que tan profusísimamente se ha representado a Lorca, ya sea en su faceta dramatúrgica como poética (además de semblanzas y biografías); los mayores atrevimientos se han dado con su «teatro imposible». El público ha tenido varias adaptaciones (incluida una japonesa), Comedia sin título, igual, (más «terminación» o «conclusión» de Alberto Conejero, con El sueño de la vida) y Así que pasen cinco años, en la misma medida. Esta propuesta de Carlos Marquerie, acompañado por Pedro G. Romero, que enlaza estéticamente (no faltan temas similares) con la anterior obra, Descendimiento, vendría a reforzar y a ampliar la mirada contemporánea, más libérrima, sobre las creaciones más vanguardistas del artista granadino.

Atengámonos a que Poeta en Nueva York pueda ser uno de los poemarios más complejos no ya de toda la literatura española, sino mundial. Además de que su propia publicación y compilación definitiva tuvo unos avatares un tanto rocambolescos. Primeramente, notaremos que la inmensidad de la Sala Fernando Arrabal del Matadero hubiera requerido necesariamente una producción de mucho más calado o una acotación superior; porque el espacio se hace inmenso y no juega, en absoluto, a favor de una mínima comprensión de lo allí acontecido.

El espectador debe saber que, si antes no se ha aproximado al poemario en sí y al mundo estético de aquellos años en el ambiente lorquiano, apenas observará un desbarajuste. Otro asunto, muy distinto, es que se acuda con los símbolos, con las pasiones, con los recuerdos, con las metáforas multiplicadas en sus significancias; puesto que Marquerie no ha realizado una performance azarosa; aunque en bastantes fases de la pieza se perciba así. Es más, ha metido tantas artes a funcionar que se ha quedado sin recursos humanos. De ahí que el emplaste, la consabida «organicidad» que tanto se echa en falta, chafe el montaje y nos debamos quedar con situaciones, con hallazgos momentáneos que, para mí, justifican ya el atrevimiento y hasta el posible disfrute, quizás, un tanto masoquista. Uno fuerza la inteligencia para hilar y se queda inerme.

Es este un proyecto que resulta muy coherente en ciertos aspectos estéticos. Inicialmente, hay que señalar que, en gran medida, se da cuenta de la propia concepción de Federico, es decir, incluir una serie de dieciocho ilustraciones ─han sido insertadas en un orden aceptable en alguna edición─. Esta idea es con la que se trabaja en escena, en esa gran pantalla donde aparecen fotos altamente sugerentes, no solo de Nueva York, sino alusivas a tantas experiencias del poeta. Luego, no podía faltar la música. Vuelve a estar en el piano el polifacético Manuel Egozkue, que viene de Los gestos, de Messiez (me maravilló en Future Lovers).  Declama los versos con pasión y se mueve con esa soltura que da la confianza escénica. Es la música, el sonido, la atmósfera armónica en comunión con la luz, las que priman absolutamente en el espectáculo. Uno espera las imágenes, ante todo, porque es lo propio del surrealismo, de cómo no solo la pintura o el cine lo han propiciado, sino que el trabajo metafórico de Lorca consiste en esa multiplicación alegórica. No es aquí lo preponderante. Luego, lo referiré. La presencia de Enrique del Castillo con el umbráfono, ese artefacto que se ha inventado, como un cachivache retrofuturista que capta la irradiación para transformarla en notas, en ruidos, en distorsiones, en atisbos instrumentales… Por eso, Marquerie se emplea a fondo con su iluminación y carga con el blanco y con el rojo, y permite que se lancen destellos cuando Jesús Rubio Gamo se ponga esa chaqueta de cristalitos. Antes, el bailarín habrá demostrado agilidad en distintas coreografías; pero también he de reconocer que su recitación de «Oda Walt Whitman» es demasiado lacónica, nasal y poco vigorosa («¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!», resuena). Definitivamente, es el Niño de Elche quien vuelve a demostrar su versatilidad vocal, su manera de discurrir por distintos modos de cante, desde lo aflamencado, desde lo jondo, hasta lo más melódico e, incluso, lo sincopado, en un rapeo tajante. Cuando él actúa la función cobra concentración, concisión; parece que él es capaz de aunar el sentido del espectáculo. Ya que no acabo de entender algunos gestos de Elena Córdoba, como enseñar el culo. Por otra parte, cuando observamos, a lo lejos, a Clara Pampyn se favorece una dispersión que no viene bien a la propuesta.

Entonces, insistamos que los dramaturgistas que han acogido al esquema del bunraku (marionetas, recitación y música). Las marionetas resultan impactantes, puesto que algunas son grotescas, con una animalidad latente, que se observa en el negro itifálico o en la obesa con mantilla y la lengua fuera. Otras vienen inspiradas por los propios dibujos del escritor. Demasiado planas. Como esos recortables móviles de antaño. Pierden efectividad sobre las tablas y refuerzan un estatismo extravagante.

Nueva York se convierte en el símbolo del patetismo, de la penuria de todos aquellos que sufren por amor, como él; de todos esos trabajadores sudorosos que se encauzan hacia esas moles de cristal o hacia esos ascensores, como el que aquí ha montado Max Glaenzel para ir introduciendo, por ejemplo, una calavera o un animal mitológico, extraído de ese dibujo lorquiano, de ese autorretrato neoyorkino, donde aparecen cuatro supuestos caballos, mezcla, a su vez, de hipocampos o de zorros, o de perros con cinco patas. Monstruos que remarcan el miedo y una melancolía que se escenifica bajo el grabado de Durero. Hay mucha potencia por todas partes, aunque no se imbrique con suficiente armonía. Hasta las pizcas de humor, con esos títeres de cachiporra que se golpean sin remisión, podría entreverarse mejor.

Que el último panel escénico, de los seis propuestos, sea «Crucifixión» me parece nuevamente de una lógica aplastante. Llegar a Cristo tiene una justificación extrateatral, primero por la ya comentada performance Descendimiento; y, luego, por las propias referencias del poeta y sus poemas o en El público, que es de esa misma fecha. Además, claro, que nosotros resignificaremos sus emisiones con la propia catástrofe personal, que él evidentemente no pudo relatar y que seremos nosotros los que completaremos el calvario. Él, a la postre, se ha convertido en un santo laico al que se recurre para defender a los homosexuales o a los toros, cada cual según le convenga. Ahí tendremos la composición de tintes republicanos una vez atravesemos por Velázquez o por Saura o por Picasso, de quien se toma el propio cuadro de la «La crucifixión», de 1930.

El montaje es demasiado apabullante como para atesorarlo todo. El avión, recordemos aquella famosa foto con Buñuel, surge de improviso. Nuestro autor quiso volar a la luna ─por ahí la tenemos en la pantalla. También el sol hasta el ocaso─ en una película que no llegó a realizar. Las máscaras africanas, el fauvismo, la civilización y la barbarie, con Harlem, esputan la disquisición de la época, del racismo imperante, del dolor y la escasez. Y nosotros escuchamos todos esos poemas tan inextricables, desde «Vuelta de paseo», pasando por «Fábula y rueda de los tres amigos», y otros tantos. ¿Qué actitud tomar durante esas casi dos horas? Hay que estar listo y poner mucho de nuestra parte; porque ahí, más allá de todas las críticas que se pueden esbozar ante algo tan inasible, se ha lanzado una pulsión que merece ser recogida en nuestro intelecto.

Poeta en Nueva York

A partir de la obra de Federico García Lorca

Dirección: Carlos Marquerie

Dramaturgia: Pedro G. Romero y Carlos Marquerie

Dirección musical, arreglos y composición música original: Niño de Elche

Coreografía: Elena Córdoba

Reparto: Niño de Elche, Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Clara Pampyn, Jesús Rubio Gamo y Enrique del Castillo

Diseño de espacio escénico: Max Glaenzel

Diseño de iluminación: Carlos Marquerie

Ayudante de iluminación: Cristina Bolívar

Diseño de vestuario: Cecilia Molano

Confección de vestuario: Isabel López Gómez

Diseño de sonido: Emilio Valtueña

Composición de las piezas sonoras del umbráfono: Enrique del Castillo

Dibujo y concepción de las marionetas: Carlos Marquerie

Desarrollo marionetas: Carlos Marquerie, David Benito y Raquel Cervilla

Proyecciones: David Benito

Producción ejecutiva (Teatro Kamikaze): Pablo Ramos Escola

Dirección de producción (Teatro Kamikaze): Jordi Buxó y Aitor Tejada

Ayudante de dirección: David Benito

Agradecimientos: Laura García Lorca y Andrés Soria por su generosidad y hospitalidad, Gerardo Aparicio por sus dibujos y Sélam Ortega por su paciencia y comprensión

Una coproducción de Teatro Español y Teatro Kamikaze con la colaboración de la Fundación Federico García Lorca

Naves del Español en Matadero (Madrid)

Hasta el 2 de junio de 2024

Calificación: ♦♦♦

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