Tiago Rodrigues continúa con sus narraciones en escena para trasladarnos las anécdotas de cuatro cooperantes internacionales

Si este montaje de Tiago Rodrigues fuera un poema épico, uno se dejaría llevar por el oleaje de los versos y por el ritmo que imprimiría la rima, se dejaría cautivar por la nebulosa que remitiría a espacios intangibles y a tiempos abstractos que confluirían en una sensación, un valor o, quizás, en una esperanza; pero esto no es poesía, es relato puro y duro, es respuesta a preguntas de carácter periodístico, no cuestionamientos de cariz artística, es decir, que vayan más allá de lo real. Aunque, por otro lado, que se nos nieguen los detalles geológicos (y geoestratégicos) o las diatribas políticas, tan fundamentales en los conflictos armados, nos evita el padecimiento. Convierte todo en un engrudo de buenos y de malos, donde, por supuesto, de lo poco que se puede concretar certeramente, es la inmaculada acción de la Cruz Roja, la cual no se nombra, pero resulta evidente. Como también ocurre con Médicos sin Fronteras. Tampoco se nombra a Occidente, aunque no hace falta esforzarse mucho para aceptar esa tremenda paradoja de perpetradores y, a la vez, de salvadores. Y esto lo digo yo aquí; porque alguna conclusión se debe extraer de un espectáculo tan monótono, a pesar de la dureza de algunas historias. Sigue leyendo




Superficialmente esta obra compleja puede resultar repetitiva e insulsa, una vez estamos acostumbrados —nuestro mundo audiovisual así lo ha propiciado— a ciertas imágenes de violencia. Como ocurre con los grandes directores teatrales, es necesario deconstruir su propuesta, escarbar en las entrañas de la dramaturgia para comprobar si, detrás de lo evidente, hallamos una construcción potente, enérgica y solvente filosóficamente hablando. Desde mi punto de vista, Romeo Castellucci ha trenzado con gran inteligencia y hasta valor y entereza, unos conceptos gravosos que nos exigen abstraer un discurso que pretende conectar, como un arcano: el origen de la violencia. Que inicialmente tengamos que soportar una especie de máquina destructora sonando como si se pretendiera aturdirnos, ya es una captatio desafiante y aplaca nuestra impaciencia y demuestra nuestra docilidad. 
¿A quién le puede interesar la historia de una imprenta de Buenos Aires? A muchos, si eso implicara, simbólicamente, hablar, por ejemplo, de las fases de la revolución industrial, de los mecanismos de automatización, etc. O, quizás, supusiera universalizar las rupturas que acontecen en las sagas vinculadas a un negocio familiar y cómo las generaciones deben hacerse cargo de situaciones muy diversas. Bien, pues nada de esto —al menos de una forma plenamente desarrollada— transcurre en esta obra. Sobre las tablas no ocurre nada que me parezca interesante, nada que justifique una obra de teatro, y menos, con ese despliegue de personal. La anécdota —por llamarla de alguna manera— le compete a su autora; pero no entiendo cómo nos puede afectar o conmover a los demás si no nos permite ir un poco más allá del recuerdo de unas vivencias un tanto anodinas y corrientes. A lo mejor ya está bien de forzar la mirada de esos espectadores tan afanados, tan festivaleros, que se pirran por lo que viene de fuera o por aquello a lo que se le otorga un aura que no merece. Porque hablamos de un estilo teatral que se desgasta por momentos. 