887

El quebequés Robert Lepage nos trae este espectáculo estrenado en 2015, donde su biografía se entrevera con sus habituales ingenios escenográficos

887 - Foto de Erick Labbé
Erick Labbé

La maestría de Robert Lepage regresa al Festival de Otoño y lo hace con un espectáculo que demuestra nuevamente su dominio escenográfico; pero, en esta ocasión, el sustento narrativo me parece que no llega a impactarnos suficiente ni en lo emotivo, ni en lo político, ni, tampoco, en lo esencialmente biográfico. Paradójicamente, los recuerdos sobre su vida casi no se centran en su faceta artística, lo que nos podría haber descubierto cómo ha llegado a esa visión del teatro tal peculiar que tiene. Por lo tanto, hasta qué punto nos debemos dejar cautivar, como niños, por el mecanismo que se mueve mágicamente delante de nuestros ojos o por el proceder de unos artilugios que nos descubren con sutileza la confluencia entre lo artesanal y lo tecnológico; si todo ello no está al servicio de un relato que perviva en nuestro memoria pasado el tiempo.

Y esto de la memoria es el marco de referencia, el leitmotiv que se va inmiscuyendo a través de dos horas en la mezcla un tanto azarosa de retazos de una vida en Quebec, justo en ese edificio del que se nos habla con todo detalle de sus vecinos, del 887 de la avenida Murray. El mismo Lepage se desenvuelve con apostura, como un maestro de ceremonias que domina la situación, sin exageraciones, como un orador de fina ironía, gracioso, punzante en ocasiones, capaz de llegar a detalles maravillosos. Por supuesto que uno es seducido por esas miniaturas que viven encerradas en esos estrechos pisos y que el actor es como un Gulliver viajando hasta esos momentos de su niñez; o como una Alicia jugueteando con la reordenación de unas evocaciones que se aproximan a jirones.

En el preámbulo, nuestro protagonista nos revela que se ha comprometido a recitar su poema favorito en un festival de poesía, y que siente que, con su edad, ya casi los sesenta y cinco, su cerebro no es capaz de afianzar lo leído tantas veces. Recurre a ese procedimiento mnemotécnico ideado, según parece, por el filósofo griego Simónides de Ceos, llamado «palacio de la memoria», que tanto usa Benedict Cumberbatch en su Sherlock.

Aunque no es una propuesta que deambule con el marchamo del surrealismo o que se apoye en las dudas del inconsciente o en las extravagancias que puede idear una mente que rebusca entre un montón de imágenes inconexas; por lo tanto, resulta un itinerario fácil de seguir, a pesar de los saltos temporales.

El poema, por cierto, es Speak White, de Michèle Lalonde, quien lo escribió en 1968 y después esputó en 1970 con una vehemencia apabullante en La nuit de la poésie, como la que requerían sus versos, donde la proclama y la denuncia es total. Esa impronta política en relación a los ingleses posee una revisión en la obra, pero no se incide, como podría esperarse, en el análisis, en la protesta o en la postura personal de nuestro autor. Uno puede deducir toda una serie de motivos a través de los hitos históricos que se refieren sobre la configuración y la constitución de la ciudad de Quebec, incluso del propio barrio donde creció Lepage; aunque no se llega a trazar una verdadera interpretación de los hechos de manera crítica o polémica. Es un fondo que va transcurriendo delante de nosotros de manera bastante didáctica e ilustrativa; no obstante, se abandona para llevarnos a través de algunas escenas poco interesantes y sumamente tangenciales. Me refiero a toda esa parte en la que pide ayuda para aprenderse el dichoso poema a su amigo Fred, un tipo que es descrito como alcohólico y que trabaja en la radio, y que le confiesa que ahora lo han destinado a una suerte de archivo donde van preparando obituarios para cuando las celebridades vayan falleciendo. Es el momento narcisista del dramaturgo canadiense al solicitar su propio epitafio radiofónico. Todo resulta demasiado corriente y hasta moroso, diría que aburrido.

Sí es cierto que el relato que se va enhebrando con la semblanza sobre su padre, un soldado, que sabía inglés y que trabajó duro al volante de un taxi para sacar a una familia con cuatro hijos y una abuela con Alzheimer, otorga a la función de una emotividad que religa con hondura los otros temas, y que remite a lo que a mí me parece más fundamental de 887 —en este sentido, Kenneth Branagh ha intentado algo parecido con su Belfast—. El camino difuso, zarandeado por el clasismo de las instituciones educativas (religiosas), desde una posición humilde, es otro ejemplo de excepcionalidad que no terminamos de conocer como habríamos deseado.

Por supuesto que los espectadores, que estamos sentados en nuestra butaca, quedamos impactados por las virguerías que vemos, por los ingenios que se sitúan ahí arriba en el escenario, por ese bloque que al girar nos descubre toda una cocina de un apartamento, o una biblioteca que a su vez, esconde aberturas por las que nos colamos para introducirnos en distintas habitaciones, o un garaje con el esbozo metálico de un taxi; y sí, cruza una maqueta de uno de los parques que flanquean su hogar, y pasa como si nada un coche por delante; y cada movimiento se conecta con otro de manera perfecta. Pero no creo que debamos deslumbrarnos por ese trabajo ingenieril; sino que deberíamos hacerlo por el conjunto de los elementos que configuran este montaje, los cuales deberían fraguar en una síntesis más consistente, más trascedente, con mayor sentido para nosotros; y creo que eso, al final, no ocurre.

887

Texto, idea, dirección e interpretación: Robert Lepage

Dirección creativa y diseño: Steve Blanchet

Dramaturgia: Peder Bjurman

Asistente de dirección: Adèle Saint-Amand

Composición y diseño sonoro: Jean-Sébastien Côté

Diseño de iluminación: Laurent Routhier

Diseño de imagen: Félix Fradet-Faguy

Ayudante de escenografía: Sylvain Décarie

Ayudante de diseño accesorios: Ariane Sauvé

Ayudante de vestuario: Jeanne Lapierre

Una producción de Ex Machina

40º Festival de Otoño

Teatro del Bosque (Móstoles)

Hasta el 26 de noviembre de 2022

Calificación: ♦♦

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