La valentía

La nueva obra de Alfredo Sanzol es una intrascendente comedia de enredos con fantasmas por el medio

Foto de Javier Naval

Se presenta la nueva creación de Alfredo Sanzol bajo el aura salvífica del reciente Premio Valle-Inclán (por La ternura), en el teatro donde ahora se gana uno el caché para los que quieren estar en esa pequeña pomada farandulera que aún resiste. Aunque La valentía, más allá de los parabienes que propician y van a propiciar todos aquellos que se niegan a aceptar la verdad y que observan a este dramaturgo tan consagrado con pleitesía snob, es una comedia burguesa anticuada sin la más mínima trascendencia. Es la comedia burguesa que tanto se ha denostado y que se denuesta, y que se sigue exhibiendo en otros teatros privados en muchas ocasiones con éxitos abrumadores e incontestables; pero envuelto en la bandera del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2017 por La respiración y con el aplauso enfervorecido de muchos de esos que no pisan aquellos teatros de autores que buscan el puro y llano entretenimiento, y de productores que piensan, lógicamente, en el rendimiento económico por encima de todo. El texto, desde luego, contiene todos los tópicos, los guiños y las «sorpresas» que se han ido anquilosando desde hace cien años, y que resultan manidos y hasta ingenuos. Es volver al Jardiel Poncela de Los habitantes de la casa deshabitada (de la que tuvimos hace bien poco una insignificante versión cinematográfica en TVE) o el surrealismo fantasmagórico de Un marido de ida y vuelta (llevada a las tablas la temporada anterior por Ernesto Caballero). También a la astracanada de Muñoz Seca o a los gags prototípicos de las slapstick con esas acciones torpes de agarrones y revolcones por el suelo. El humor es tan blanco que lo que auténticamente hace gracia son los chistes propios del escritor, chocantes y paradójicos, que se insertan mínimamente a lo largo (véase a Martina haciendo el espagat) de la función. El título resulta un tanto exagerado para el argumento que se emplea. Lo cierto es que la pieza podría haber incurrido en aspectos políticos, revolucionarios o hasta terroristas, dependiendo de la perspectiva. Cuestionar hasta qué punto es lícito expropiar un terreno o, este caso, una gran casa para construir una autovía que favorezca la circulación no solo de automóviles particulares; sino, además, de camiones de mercancías, y, con ello, el progreso y el bienestar del país. Aunque no hay nada de esto. Las propietarias de la mansión, dos hermanas, Guada y Trini, viven aturdidas por el ruido de la carretera. La primera, encarnada por Estefanía de los Santos, quien discurre con un carácter aniñado (similar a uno de sus papeles en La distancia) y asustadizo, es efectivamente la protagonista, y la que posee un arco interpretativo más amplio. Ella ha decidido quedarse; mientras que Trini ha decidido lo contrario. Inma Cuevas planea atemorizarla haciéndola creer que allí se dan efectos paranormales. Ambas resultan más que convincentes en el ritmo que despliegan; no obstante, los gritos son excesivos (más allá del juego con el ruido que genera la carretera; que luego no se repite). Sinceramente, todos los actores del elenco gritan mucho desde el principio hasta el final. Para llevar a cabo su plan ha contratado a una empresa dedicada a los «sustos terribles». Por allí aparecen los Hermanos Spectro: Jesús Barranco, en un personaje algo tapado, que llama la atención por sus aforismos sapienciales (bastante gracioso en este punto); y Font García (con el que nos hemos divertido enormemente en Herederos del ocaso o en Desde aquí veo sucia la plaza. Obras de auténtico humor audaz y provocador), un enamorazido empedernido; que traerán todos sus cachivaches, vestimentas y hasta una armadura para montar su «espectáculo». Son ellos, con su buen hacer, de bufones poco duchos, los que provocan las situaciones más descacharrantes (que alguna sí se da). En paralelo —esto no deja de ser una comedia de enredo—, Guada ha alquilado la casa durante el fin de semana a Martín y Martina, que en realidad son los fantasmas de sus antepasados, los constructores de la edificación que ahora puede llegar a venderse. Él es nuestro galán pluriempleado de la escena nacional (solo esta temporada: Bodas de sangre y El tratamiento). Francesco Carril no para, aunque siga siendo bastante desconocido, y está demostrando que posee cualidades para desempeñar una gama de roles bien dispares. En esta ocasión se pone solemne, aristocrático y altivo, para luchar con gran oratoria por mantener en pie la construcción que tanto trabajo le costó. Y, finalmente, Martina, quien muestra su lado picantón y, también, su saber estar, lo interpreta Natalia Huarte, una actriz de expresión clara y movimientos gráciles, que demuestra vivamente su elegancia y esa educación actoral que ha recibido en la Compañía Nacional de Teatro Clásico donde ha brillado (El perro del hortelano o Pedro de Urdemalas). El embrollo no tarda en sucederse y los equívocos, como no podía ser de otra manera, se solapan unos con otros para llegar a un final algo rebuscado; pero coherente donde se decidirá qué hacer con el casoplón. Destaca la magnitud de la escenografía que ha diseñado Fernando Sánchez Cabezudo con esas enormes paredes móviles que enmarcan las estancias y el contorno de todo el hogar. No hubiera estado mal diferenciar de alguna manera más clara cuándo la acción transcurre en el salón y cuándo lo hace en el desván; puesto que el uso del mismo sofá queda un poco ramplón. Magnífica la potente iluminación de Pedro Yagüe y muy acertado el vestuario de Guadalupe Valero, quien tiene la opción de combinar en escena pijamas cursis actuales con ropajes nobles. Hace tiempo que mi desafección por el teatro de Sanzol ha ido creciendo (ahora más). Echo mucho de menos los tiempos en los que su humor era punzante, original y satírico; cuando nos moríamos de la risa al ver a su troupe de siempre interpretar Sí, pero no lo soy o Días estupendos. Su humor presente parece el de otra persona y le falta punch (sobre todo para la que está cayendo). Aunque si en las últimas obras podíamos encontrar algún sentido mayor al despliegue cómico, en esta no me topo con nada que me lleve más allá. No he terminado de pillar las «paradojas esenciales del ser humano» que se supone que el dramaturgo pone «sobre la mesa»; puesto que es «un autor cómico con aspiraciones filosóficas». Me remito a lo que expresé al inicio, si esta obra la firmara otro autor y se estrenara en uno de esos teatros privados que todos conocemos, nadie dudaría con su crítica. Me quedo con esta sentencia: «El mayor reto del arte en estos tiempos es no dar de comer al monstruo del entretenimiento que todo lo devora»; firmada por Israel Elejalde el otro día en Twitter.

La valentía

Texto y dirección: Alfredo Sanzol

Intérpretes: Jesús Barranco, Francesco Carril, Inma Cuevas, Estefanía de los Santos, Font García y Natalia Huarte

Diseño de iluminación: Pedro Yagüe

Escenografía: Fernando Sánchez-Cabezudo

Vestuario: Guadalupe Valero

Ayudante de dirección: Beatriz Jaén

Comunicación y giras: Pepa Rebollo

Música: Fernando Velázquez

Vídeo: Rubén Hernández

Director técnico: Alfonso Ramos

Ayudantes de producción: Jair Souza y Sara Brogueras

Ayudante de escenografía: Eduardo Moreno

Realización de vestuario: Petra Porter

Diseño gráfico y fotografía: Javier Naval

Dirección de producción: Miguel Cuerdo

Una producción de LAZONA y El Pavón Teatro Kamikaze

El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)

Hasta el 17 de junio de 2018

Calificación:  ♦♦

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Un comentario en “La valentía

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