Antonio Tabares combina el drama y el thriller para concitarnos a los últimos momentos del gran escritor austriaco
El conocimiento popular sobre Stefan Zweig en nuestro país ha ido por rachas. Desde luego, las bibliotecas particulares de muchos lectores acumulan las ediciones aquellas de los años cincuenta y sesenta; pero no ha sido hasta los noventa cuando su «popularidad» ha aumentado. Me atrevería a sostener que Fernando Sánchez Dragó, con sus programas de televisión, ha sido uno de los máximos responsables de su recuperación; y luego, claro, por la encomiable labor de la editorial Acantilado. Por lo tanto, fue leído, se nos olvidó y ahora lo volvemos a tener en alta consideración. Además de todo ello, para acceder con mayor sintonía a la función que nos compete, resulta de lo más conveniente visionar el film de Maria Schrader, Stefan Zweig: Adiós a Europa, precisamente porque no se ocupa de los últimos instantes, sino de los últimos años. Antonio Tabares, al que conocemos por su exitosa obra La punta del iceberg (también con adaptación fílmica), ha pretendido combinar la semblanza dramática de ese 22 de febrero de 1942 en Petrópolis (Brasil), en el que Zweig y su segunda esposa, la joven secretaria Lotte Altmann, se suicidaron con extraña melancolía estoica, alejados de su auténtico hogar, en pleno proceso de descomposición; con una especie de thriller. En este segundo aspecto, se introduce ficticiamente un personaje llamado Fridman, que aparece por sorpresa en la casa de la susodicha pareja. Un cliffhanger que el dramaturgo utiliza para que el gran novelista tome partido, reaccione, revele parte de su pensamiento en decadencia. También, incluso, su furia. El problema es que, desde el punto de vista estructural y del interés que puede suscitar, uno se puede encontrar con que el foco de atención sobre el momento tan crucial y el posible desentrañamiento de las causas profundas, se desvía hacia cuestiones que, desde luego, no son tan trascendentes. A este Fridman lo recoge Íñigo Núñez con un nerviosismo excesivo, que lleva al actor, en varias ocasiones, a trastabillarse. Es un personaje que, a mi parecer, no acaba de encajar plenamente en una atmósfera que desde el inicio se manifiesta taciturna, como es lógico, y que, después de este encontronazo, debe regresar a la pulsión tenue de aquellos que quieren abandonar este mundo. Plantear esta visita como un misterio (tantos minutos gastados en si es quien dice ser) que no es para tanto e introducir un tema algo banal como la adquisición de un dibujo de William Blake, nos aparta de nuestro verdadero objetivo. Está claro que este tipo choca con el literato; pero carece de la personalidad suficiente como para extraer conclusiones o aproximaciones que limen ese oscuro nihilismo hacia el que propenden. En este sentido, ahí la función pierde. Donde más gana es en la interpretación de Roberto Quintana, en esa cadencia de su voz y de sus movimientos, en ese cuidado por cerrar educadamente todos sus asuntos. Los espectadores nos confiamos a él y le inquirimos un porqué. ¿Es una cobardía? ¿Es una irresponsabilidad para un artista de su talla y su consabida autoridad moral? Por otra parte, Celia Vioque acoge su rol de mujer arrastrada por el compromiso enorme con su marido. Su rostro es un permanente ejemplo de que las riendas de su vida quizás nunca estuvieron en ella. Es otro de los aspectos pertinentes del montaje; este cuestionable acto de ella como si fuera la futura viuda de un hindú. Nos lleva a plantearnos si Zweig actuó con insensatez dada la influencia que ejercía sobre su mujer. Aunque aquí no se pueden achacar razones religiosas; sí que parece que los tintes psicológicos, como un penetrante desencanto, pudieron someterlos en la decisión final. Llegar a este extremo hubiera requerido más silencio y menos suspense intrascendente; pero podemos llevarnos la sensación de que en escena había un escritor ejerciendo coherentemente su libertad. Buena mano en la dirección de Sergi Belbel, quien sabe marcar excelentemente los tiempos. Poco se puede afirmar del espacio escénico, tan naturalista, diseñado por Max Glaenzel, del que destaca una partida de ajedrez a medio terminar, símbolo de la suspensión del tiempo. El trabajo en las luces de José Luis Palomino ayuda a que nos adentremos en el ambiente. Una hora en la vida de Stefan Zweig posee virtudes que el público sabrá apreciar.
Una hora en la vida de Stefan Zweig
Autor: Antonio Tabares
Dirección: Sergi Belbel
Reparto: Íñigo Núñez, Roberto Quintana y Celia Vioque
Espacio sonoro: Jordi Bonet
Diseño de vestuario: Carmen de Giles
Estilo y caracterización: Manolo Cortes
Espacio escénico: Max Glaenzel
Ayudante de dirección: Antonio Calvo
Ayudante espacio escénico: Josep Iglesias y José W Paredes
Diseño de vestuario: Carmen de Giles
Diseño de luces: José Luis Palomino
Diseño gráfico: Iñigo Laspiur
Artes plásticas: Alicia Moruno
Fotografía: Marina Testino, Pablo Bravo-Ferrer y Neil Montgomery
Gestión y administración: Tabacasol
Producción ejecutiva: Javier Serrano y Rafael Herrera
Producción: Hiperbólicas Producciones: Tabacasol
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 27 de mayo de 2018
Calificación: ♦♦♦
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