Alfredo Sanzol crea una de sus obras más profundas y compactas para biografiar tanto a su padre, un ex cura, como a España

La última obra de Alfredo Sanzol se sitúa entre las mejores y más profundas de sus creaciones, y podemos relacionarla claramente con otro de sus importantes hitos: La calma mágica, un texto que parte del padre fallecido. Lo que observamos, entonces, sobre las tablas del Teatro Valle-Inclán, bien puede tomarse como una precuela de aquel doloroso acontecimiento. Pienso que el dramaturgo ha atravesado una etapa marcada por la hipersensibilización, por el humor más amable, matizado respecto de sus esplendorosos comienzos, que le han propiciado éxito de crítica y de público, que le han deparado una serie de premios y que lo han llevado, finalmente, gracias a todas sus andanzas, a dirigir el CDN. Con La respiración, con La ternura y con La valentía, me había desencantado con un autor admirable; pero ahora con El bar que se tragó a todos los españoles percibo que se aúna su parte más punzante, su agudeza en el relato paradójico y su análisis de nuestras costumbres. Ha creado una magna obra, algo sobredimensionada, como vamos a ver, que deambula por el neorealismo con toques mágicos, con esos vaivenes de metateatralidad y de autoficción que se disponen en una aventura, que nos hace pensar en las road movies americanas; aunque termine por decirnos mucho de nosotros y de nuestro pasado. Cuando uno cuenta con una peripecia así en su familia, realmente está obligado a contarla. Resulta que al padre de Alfredo Sanzol, navarro como él, lo mandaron para el seminario con doce años para que, con el tiempo, se pudiera ordenar sacerdote, como así ocurrió. En un salto temporal de veinte años, casi como nos sucede con la vida de Cristo, sabemos de este hombre cuando, desilusionado con su quebradiza vocación, ha viajado hasta los Estados Unidos, ahora que ha cumplido treinta y tres tacos, para reiniciar su existencia. Quiere aprender inglés y márketing, quiere abandonar los hábitos, y quiere casarse y tener hijos; por lo tanto, necesita la dispensa papal. ¿Quién cuenta la historia? Pues la hija de este hombre, Nagore, trasunto del dramaturgo, del mismo nombre que en La respiración, donde también hablaba de él mismo. Camila Viyuela irrumpe en el bar a ritmo de ranchera, su cabeza es un tormento, ¿por dónde empezar? Porque su relato personal, es también la historia de España: «¿Por qué resulta un problema para mí escribir la frase: “yo soy española”? ¿Soy yo la heredera del dolor de mis abuelos?». Ella está fuera y dentro de la narración, y su expresión es sincera, afable y nos conforta. A su lado, Jesús Noguero encarna a Evaristo, el hermano pequeño de nuestro protagonista, quien regenta el establecimiento y quien va a dar soporte a las cuitas de su sobrina. Lo veremos en muchos papeles y demostrará una vez más que es un hombre de teatro, un tipo que expele franqueza y que domina la vehemencia con preciosismo. En la primera parte, la mejor, sin duda, el bar es un refugio, es una pequeña democracia donde se confabulan tipos de varias clases, es nuestro símbolo patrio, donde se cumple con el desahogo existencial. Los «benditos bares» que decía el anuncio de Coca Cola. Resulta muy interesante cómo el bar cambia sin cambiar, en el recorrido de nuestro ex cura, con españoles en tierras americanas esputándote su idiosincrasia territorial, ya sea vasco o catalán o navarro o madrileño, exiliados que uno halla para mantener viva la llama del recuerdo sobre el país abandonado, como los Españoles por el mundo, que echan tanto de menos la tapa y la caña. Francesco Carril hace de Jorge Arizmendi, y el actor da un paso más en su fulgurante carrera teatral. Logra resignificar toda la atmósfera que se va adensando gracias a una mezcolanza de actores de comedia, tan capaces, a la postre, de reconducir su discurso hacia la cordial bonhomía. Un José Luis Vázquez observando cómo se le cae el pelo de la dehesa en ese país de libertad, un Peter Sellers en pleno guateque o, incluso, un Marcelo Mastroiani haciéndose el ingenuo mientras saca su ingenio. Porque esta obra nos hace pensar en aquellas películas de los años sesenta, en las de Berlanga, claro, o de Marco Ferreri; aunque, incluso, podamos intuir, en la escena penúltima, la influencia de Álex de la Iglesia. Un itinerario desde Tejas hasta California, con episodios que funcionan como cápsulas imaginativas y chocantes, que provocan estupefacción. Como la pareja de rancheros que ven en Jorge el fiel reflejo de su hijo muerto, con un Albert Ribalta que sobrevolará casi una decena de personajes, todos ellos con detalles altamente inquietantes; y con Elena González, que igualmente encarna multitud de papeles para potenciar, en los mejores casos, la pulsión entrañable. O como el encuentro con Margaret Miller, la primera amante después de guardar el clériman, con una Nuria Mencía seductora y con finura de mujer fatal (luego, como camarera filósofa se marcará un speech de empoderamiento sagaz). La gran escena del primer acto es la fiesta de disfraces en casa de Claus Sluter, el gurú de los comerciales, con Jorge vestido de rey Baltasar, en metedura de pata descomunal, frente a Jimmy Roca —el actor de padres guineanos se marca un blues momentos antes con elegancia—, metido en la piel de Martin Luther King, quien elabora una proclama antirracista genuina y repleta de honradez. Una de las características del humor sanzoliano es el discurso impetuoso y sincero en demasía que rompe con el devenir lógico de la escena (recordemos algunas de las escenas descacharrantes de Días estupendos). En varias ocasiones ocurre en esta función, y ahí, quizás, podemos hallar una deriva reivindicativa excesiva y evidente. Hechos que, además, alargan el espectáculo más allá de lo sensato. Lo descubrimos en el exabrupto feminista de Carmen, cuando afirma, delante del ginecólogo, en un aparte cuasionírico, que hará lo que le salga del «coño», o, luego, el pintor que aparece en el parque de El Pardo, para criticar a Franco. Estas expresiones funcionan desde el punto de vista humorístico, pero son populistas. El segundo acto conlleva un hecho que defrauda levemente, pues el espacio del bar se va difuminando. Regresamos a España y el amor de Jorge y de Carmen va a discurrir por avatares tortuosos. La futura esposa y madre es Natalia Huarte, quien interpreta a esta joven con seguridad y con un ejemplarizante sentido de la independencia. Lo que nos encontramos es un argumento excesivo, que se bifurca por vericuetos rocambolescos que no poseen el encanto y la afabilidad de la primera parte. Así ocurre con el viaje a Roma para lograr de manera imperiosa la dispensa papal, todo un thriller, una charada increíble, donde David Lorente, en el papel de Txistorro, parece poseído por el espíritu de Cassen en otra vuelta de tuerca a sus habituales interpretaciones excéntricas. El actor se desata y está fenomenal. Las escenas «italianas» son tan peregrinas, que asfixian un tanto el desenlace desangelado. Pero en esta propuesta de tres horas, el conjunto prima y mucho, y no podemos negar el disfrute que supone. Además, claro, la factura es digna de lo esperable en esta institución. La dirección de Alfredo Sanzol, ante todo, se observa por cómo ha llevado a estos estupendos actores a entonar de una manera que refuerce el humorismo del autor, entre tierna y regocijante. Luego, el movimiento con la escenografía de Alejandro Andújar como un transformer maravilloso, supone un desdoblamiento de los espacios, un generador de recovecos, una incursión en el mismo ámbito, el bar, tan distinto como igual. Un trabajo de ingenio para que la fluidez de tantos cambios circule como si estuviera automatizado. Amaya Galeote ha tenido que esforzarse al máximo con esas entradas y salidas, esos cambios imperantes. Lo importante de este engranaje es que nuestro dramaturgo ha entramado capas esenciales de lo que es España, de nuestro espíritu del pueblo, de una dictadura agonizante, de una visión crítica de la religión y de las costumbres, de un lugar que nos sigue concitando a todos, ahora que en nuestra modernidad han surgido tantos no-lugares. Hasta qué punto es importante un bar como espacio de rito de solidaridad en nuestra sociedad. No tenemos más que ver lo que ha supuesto el bar, los bares, en esta pandemia.
El bar que se tragó a todos los españoles
Escrita y dirigida por Alfredo Sanzol
Reparto: Francesco Carril, Elena González, Natalia Huarte, David Lorente, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Albert Ribalta, Jimmy Roca y Camila Viyuela
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Iluminación: Pedro Yagüe
Música: Fernando Velázquez
Espacio sonoro: Sandra Vicente
Caracterización: Chema Noci
Movimiento escénico: Amaya Galeote
Ayudante de dirección: Beatriz Jaén
Ayudante de escenografía: Carlos Brayda
Ayudante de iluminación: Antonio Serrano
Ayudante de vestuario: María Albadalejo
Fotografía: Luz Soria
Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño cartel: Equipo SOPA
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 4 de abril de 2021
Nuevas fechas del 15 de septiembre al 17 de octubre de 2021
Calificación: ♦♦♦♦
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4 comentarios en “El bar que se tragó a todos los españoles”