El perro del hortelano

Extraordinaria representación de la comedia lopesca a cargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico

el-perro-del-hortelano-fotoHay que reconocer que en este país, desde que Pilar Miró se la jugó, pero de verdad, llevando El perro del hortelano al cine ─con verso y todo—; logrando un éxito que se extiende hasta nuestros días, esta comedia resulta ser, dentro de las populares de Lope, la mejor acogida por los bachilleres y por el público en general. La obra en cuestión es nombrada por doquier ─junto a otras─ como parte del acervo popular, ya se sabe: «Todos a una como en Fuenteovejuna» y «eres como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer». Además, por esos azares del destino, volvemos a tener delante a Fernando Conde, que, en su madurez, ha cambiado su papel de mercader griego en el film por el de conde Ludovico. Dicho esto, debemos aceptar que el texto del Fénix es todo un zarpazo de ingenios, repleto de discursos veloces, cargados como metralla para que ambos contendientes disparen tanto a discreción como con la máxima pericia. Por momentos, uno parece escuchar a Cyrano cuando en boca de Teodoro surge: «…ese tornasol mudable, / esa veleta, ese vidrio, / ese río junto al mar […] esa Diana, esa luna, / esa mujer, ese hechizo,…». La pieza, compuesta seguramente en 1613, da buena cuenta de todos los recursos que el dramaturgo poseía y la dota de una gracia colosal, con una enorme cantidad de metros diversos (redondillas, sonetos, romances, octavas,…), que se adaptan a la perfección, como mandan el decoro y las distintas acciones. Desde luego, sin ese dominio de la lengua hubiera sido imposible construir estos caracteres que pueblan el palacio de Diana, condesa de Belflor, en pleno Nápoles. Contemplamos el amor en el punto de idealización justo antes de materializarse. Se sostiene ese platonismo, esa aproximación exhausta hacia el horizonte; se mantiene el fervor del deseo que se alimenta en el regodeo. Por un momento parece recoger los tópicos del Renacimiento (acompañado de una decoración acorde), para tomar destino hacia el Romanticismo. Pero, en el Barroco, el juego del amor se ve constreñido a la disciplina de las clases sociales. ¿Cómo va a casarse esta insatisfecha condesa con su secretario? ¿Qué subterfugio van a idear para que la sociedad y los pretendientes de la dama acepten tal enlace? La respuesta se le ocurre al sirviente de Teodoro, Tristán, encarnado por Joaquín Notario, que después de su meritoria participación en El alcalde de Zalamea, aquí se destapa con su vis cómica; una gestualidad que le permite balancearse entre la picaresca, la bufonería y hasta la falsamente canallada. Redondea su papel, precisamente por esa ocurrencia que va a permitir desatascar el entuerto. Nada menos que encontrarle al amo un padre aristocrático. Ha sido un gran acierto de Álvaro Tato, en la versión tan límpida que nos presenta, otorgarle mayor brío a una de las escenas más cómicas y que el dramaturgo dejó algo escueta. Para ello ha incluido algunas licencias en el discurso de ese mercader griego (nos habla recurrentemente, verbigracia, del «anisaquis», una gracieta magnífica) intentando persuadir al conde Ludovico, que según comentaba antes, interpreta Fernando Conde con esa capacidad enorme para la grandilocuencia y la exageración; estupendo. Aunque, evidentemente, quien carga con todo el peso de la función es Marta Poveda, una actriz dotada de gran fortaleza tanto física (su preparación salta a la vista), como mental; aquí podemos comprobar nuevamente cómo se lanza impetuosa hacia ese abismo del deseo amoroso en el que debe mantenerse desequilibradamente contra el viento y el vértigo para ser ella misma. La actriz ha escorado su personaje hacia una ironía procaz y, en algún momento, hasta diríamos que casi macarra, mediante la dicción versal de su voz rota. Su desparpajo es tan hábil como los poros de su debilidad, por los que se cuela su querido secretario, Rafa Castejón, un perfil tan complejo como difuso. No es un galán, tampoco es el prototipo de hombre apuesto, apenas muestra sus fortalezas; sin embargo, contiene un encanto amigable; por un lado inofensivo para la condesa, pero, por otro, lo suficientemente atractivo en su lenguaje, en su verso voluble, que genera los celos de la señora. Auténtica dialéctica ad infinitum; su amor de ser y no-ser, sintetiza finalmente no porque esté destinado a fraguar, sino porque sería inaudito que la obra terminara con sus eternas discusiones. A diferencia de otras obras de Lope, y tal como marcó en su Arte nuevo para hacer comedias, el segundo nudo, el de los criados, compacta mucho más con el principal. Al contar con un personaje intermedio como Teodoro, es decir, alguien que tiene la posibilidad de ascender socialmente, pero que también podría quedarse estancado, la presencia de los criados en la subtrama se ofrece más entrometida. De esta forma, Marcela, la amante del susodicho secretario, es interpretada por Natalia Huarte quien, a pesar de un comienzo algo timorato, coge un vuelo pasmoso, entre pizpireta y astuta (siempre Lope se ha portado muy bien en la construcción de los personajes femeninos. Inteligencias superiores). Van cerrando el elenco otros criados como Fabio, un papel algo reducido para un actor tan brillante de nuevo como Álvaro de Juan; o como Anarda, que Nuria Gallardo lleva con su habitual apostura. Del resto, nadie desentona y cumple, con pequeñas aportaciones, con el firme cometido de asegurar el ritmo. Sí que merece mención aparte la inclusión tan acertada del Amor, personificado por Alberto Ferrero, quien aparece y desaparece con sus ojos vendados; lo que podría haber sido una cursilada, se mantiene como una elegante sombra sutil que lanza sus dardos a la espera de que los amantes se vean impelidos al reclamo. Lógicamente, para lograr esta magnífica representación, Helena Pimenta ha vuelto a contar con un equipo capaz de imbuirnos en esta comedia palatina. Pedro Moreno y Rafa Garrigós se han encargado del vestuario, donde destaca la maestría lograda con la condesa de Belflor, desde tules hasta sedas, pasando por una amplia gama de colores, muestra patente de su cambiante sentido del humor. Para la escenografía, Ricardo Sánchez Cuerda, ha diseñado un espacio diáfano y profundo, un marco repleto de puertas ocultas y con varias capas que nos permiten vislumbrar un bosque a lo lejos. Engañosamente sencilla y funcional. Creo que es ideal para que los actores salgan y entren rápidamente tanto por los laterales como por el fondo. Esta función de El perro del hortelano es el espectáculo teatral más redondo de lo que llevamos de temporada. Helena Pimenta y toda la Compañía Nacional de Teatro Clásico han demostrado la calidad que se puede alcanzar si todos los elementos son propicios. Un gusto para los sentidos.

El perro del hortelano

Autor: Lope de Vega

Dirección: Helena Pimenta

Versión: Álvaro Tato

Reparto: Rafa Castejón, Joaquín Notario, Marta Poveda, Álvaro de Juan, Óscar Zafra, Nuria Gallardo, Alba Enríquez, Natalia Huarte, Paco Rojas, Egoitz Sánchez, Pedro Almagro, Alfredo Noval, Alberto Ferrero y Fernando Conde

Música en off: Olesya Tutova (piano)

Asesor de verso: Vicente Fuentes

Coreografía: Nuria Castejón

Selección y adaptación musical: Ignacio García

Iluminación: Juan Gómez-Cornejo

Vestuario: Pedro Moreno y Rafa Garrigós

Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda

Producción: CNTC

Teatro de la Comedia (Madrid)

Hasta el 22 de diciembre de 2016

Calificación: ♦♦♦♦♦

Texto publicado originalmente en El Pulso.

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8 comentarios en “El perro del hortelano

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