Israel Elejalde hace un virtuoso príncipe de Dinamarca con giros estupefacientes

Una cama y el sueño se citan en duelo hasta que se transforman en fosa y realidad. El preámbulo a la duda metódica cartesiana y el descubrimiento de la ensoñación calderoniana que hoy contribuyen a que la obra literariamente más rica de Shakespeare se observe en toda su dimensión. Miguel del Arco se ha esforzado en crear un ambiente estrictamente onírico desde el principio, que alcanza mediante proyecciones un tanto psicodélicas sobre las cortinas que nos separan de algunas acciones nubladas. ¿Es locura el fingimiento de Hamlet o es la cuna balanceada por Morfeo la que mece el devenir del príncipe herido en su orgullo y en su honor? Al igual que ocurrió con su exitoso Misántropo, el equipo Kamikaze vuelve a modernizar un clásico (hace una semana asistíamos a la vuelta de tuerca genial que acometía Declan Donnellan sobre Cuento de invierno). La versión que se presenta, con algún recorte y algún guiño metateatral pegado al presente, sujeta el texto shakesperiano y le da brío; favoreciendo la ironía y rebajándolo en solemnidad. Se ha recurrido a una escenificación un tanto recoleta, como si todo transcurriera en un dormitorio; con un aprovechamiento esencial de la iluminación, donde nuevamente Juanjo Llorens (De algún tiempo a esta parte) desgrana todo su saber hacer, desde lo íntimo en los monólogos del príncipe, hasta el juego de contrastes, cuando se trabaja en la simultaneidad de espacios y tiempos con esos apartes que parecen congelar la función (que Del Arco suele emplear). Además, con la sencilla escenografía creada por Eduardo Moreno, ayudado por el vídeo de Joan Rodón, nos vamos adentrando en los intersticios metateatrales: los propios de la obra cuando llegan los cómicos a Elsinor para forzar la mueca de pavor del asesino, los guiños del propio príncipe en su actuación dentro de la actuación y, añadido a esto, el uso de máscaras que imitan a la perfección al propio personaje, donde el ser o no ser paradójicamente cobra fuerza dialéctica. También el vestuario contribuye a que el espectáculo mejore. Ana López ha seleccionado unas prendas que van desde la elegancia minimalista de los trajes que visten, sobre todo, en las primeras escenas cada uno de los actores, hasta esa pinta de hooligan danés que se gasta Hamlet cuando deambula por el bosque. Sumémosle una lucha de plena esgrima, coreografiada hasta el más mínimo detalle, entre Elejalde-Hamlet y Suárez-Laertes henchida de vigor y desparpajo. Y como suele ocurrir con las aventuradas y riesgosas puestas al día de los clásicos, la disonancia y el abismo se sortean, a veces, con excesos provocadores. Si los versos y frases del bardo inglés empastaban adecuadamente con la escenificación, incluyendo el vestuario, el movimiento de los actores y el resto de elementos; desde mi punto de vista, la escena en la que Ofelia, encarnada por Ángela Cremonte, quien realiza una actuación meritoria y donde demuestra su madurez, manifiesta su locura y neurosis mediante un baile a ritmo de reguetón, «moviendo la chapa» y «dándolo todo, papito» aniquila el hechizo. Como espectador fui expulsado instantáneamente del Teatro de la Comedia ante un momento dramático que si bien podría justificarse, aunque forzadamente dentro de la trama, rompía con la estética más bien sencilla y estilizada que hasta el momento se estaba manteniendo. Lógicamente, con semejante twerking, la rama de sauce se quebró. Capítulo aparte merece Israel Elejalde, un actor que con este Hamlet alcanza su cumbre interpretativa hasta el momento; porque este papel requiere inmiscuirse en un terreno emocionalmente difuso, al fin y al cabo hablamos de un príncipe que finge estar loco, pero del que podemos dudar de que en verdad lo esté o que, incluso, pudiera verse atrapado por un sueño. En los gestos pulidos de Elejalde reconocemos fundamentalmente, la melancolía de su Alcestes en el Misántropo, la epifanía de su Wallace Shawn en La fiebre y la furia de aquel amante malherido en su reciente La clausura del amor. Vuelve a sondear, en solitario, las emociones putrefactas de sus congéneres desde una postura ingrata, perfilada por la confrontación de cordura y de estulticia. Pura síntesis interpretativa. El resto del elenco se muestra conjuntado en el oleaje desencadenado, desde Ana Wagener, una Gertrudis cínica y sostenida, y Daniel Freire, que al principio parece un tanto escorado en su tono argentino, pero que sabe imprimirle fuerza y energía a su Claudio; pasando por Cristóbal Suárez y Jorge Kent, como Rosencrantz y Guildestern, ágiles y dinamizadores de la acción, hasta José Luis Martínez, quien nos regala un Polonio gustosamente servicial y avieso. Salvo por el caso de Ofelia antes comentado (perdonable en un conjunto tan esplendoroso), me parece una actualización repleta de virtudes y riesgos, y de la que Miguel del Arco ha conseguido una ambientación onírica a la que nos invita para mantenernos suspendidos en la duda.
Autor: William Shakespeare
Versión y dirección: Miguel del Arco
Reparto: Israel Elejalde, Ángela Cremonte, Cristóbal Suárez, Jorge Kent, José Luis Martínez, Daniel Freire y Ana Wagener
Diseño escenografía: Eduardo Moreno
Diseño iluminación: Juanjo Llorens
Diseño de sonido: Sandra Vicente (Studio 340)
Música original: Arnau Vilà
Vídeo: Joan Rodón
Diseño de vestuario: Ana López.
Maestro de esgrima: Jesús Esperanza
Lucha escénica: Kike Inchausti
Ayudante de dirección: Aitor Tejada
Dirección de producción: Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Jordi Buxó
Coproducción: CNTC y Kamikaze Producciones
Teatro de la Comedia (Madrid)
Hasta el 20 de marzo de 2016
Calificación: ♦♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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