Tomaz Pandur crea una escenografía prodigiosa para representar el clásico de Goethe en el Teatro Valle-Inclán

Fausto es una obra literaria compuesta por dos partes. La primera de ellas fue escrita en 1806 y la segunda en 1832. Mientras que la primera contiene un argumento comprensible (entreverado de todo tipo de alusiones filosóficas y diálogos metafísicos), la segunda es pura alegoría, un viaje en el tiempo en busca de Helena de Troya con múltiples personajes mitológicos. Fausto no está destinada, en principio, a la representación, sino a una lectura sosegada que requiere una amplia cultura, si se espera profundizar en los aspectos profundos que se trabajan en ella. Por lo tanto, presumiblemente, muy pocos espectadores van a entender menos de la mitad si antes no han hecho los deberes. Y ante esta situación, todas las alusiones al público entre complacientes e irónicas sobre las dificultades del libro que sueltan los actores, aparte de instrucciones sobre aquello que se está representando, sobran; puesto que rompen con la atmósfera dramática que se pretende crear, además de no tomar en consideración a unos asistentes que deben saber a lo que van. Cuando uno se sienta en la butaca observa cómo un muro gigantesco cruza en diagonal por todo el escenario. Es un muro del conocimiento donde se plasman las obras de estudio en las que el propio Fausto ha gastado todo su tiempo y su ilusión, también es un muro que separa el mundo terrestre del Hades. A esa fuerza colosal se une el grandioso monólogo inicial de Roberto Enríquez ya encarnado en el protagonista máximo. Es en esos momentos en los que la palabra angustiada y su grito desesperado conjuran la presencia de Mefistófeles, al que da vida un Víctor Clavijo que perfecciona un papel de malvado y astuto que ya forma parte de su idiosincrasia como actor; y aquí resulta ágil, fanfarrón y, a la vez, mesurado en el proceder de los acontecimientos. Como innovación, marca de la casa Pandur, viene acompañado de su señora, Ana Wagener, quien se planta con verdadera apostura en las tablas. Inquietante es la presencia de Emilio Gavira haciendo de Wagner (que más que amigo de Fausto, se mueve como un verso suelto, un médium maléfico y solemne). La pobre Margarita es interpretada por una voz demasiado rota de Marina Salas con un papel que Pandur ha llevado a un extremo un tanto agresivo. Su hermano, amanerado y celestial Pablo Rivero, pulula intentando buscar su sitio en la pelea de los protagonismos. Los cuatro empleados de Mefistófeles contribuyen a movilizar toda la complejidad que se muestra en escena. La segunda parte, de apenas media hora, sirve más como coda esteticista que como representante de algo que se pueda parecer a lo que cuenta Goethe. Es más una escenificación del preciosismo que siempre busca el director esloveno. Quitando las interlocuciones al público, algún pegote como la proyección del Fausto de Murnau con el fin de resumir la Noche de Walpurgis y algún que otro exceso, Pandur crea un espectáculo visual titánico, marcado, de nuevo, por el dualismo del blanco y el negro (esta vez luchando por entremezclarse), que si es acompañado por la lectura previa de la obra, puede deparar momentos verdaderamente extáticos.
Fausto
Autor: J. W. Goethe
Dirección: Tomaz Pandur
Versión: Livija Pandur, Tomaz Pandur y Lada Kastelan
Reparto: Manuel Castillo, Víctor Clavijo, Roberto Enríquez, Alberto Frías, Emilio Gavira, Aarón Lobato, Rubén Mascato, Pablo Rivero, Marina Salas, Ana Wagener
Escenografía: Sven Jonke
Vestuario: Felype De Lima
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Dramaturgia: Livija Pandur
Música: Silence (Boris Benko, Primoz Hladnik)
Vídeo: Dorijan Kolundzija
Caracterización: Sara Álvarez
Diseño de sonido: Mariano García
Centro Dramático Nacional. Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 11 de enero de 2014
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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