Kata Wéber y Kornél Mundruczó mezclan cine y teatro para hablar de la pérdida terrible que sufre una mujer

Durante el 2020, la película Fragmentos de una mujer, protagonizada por Vanessa Kirby, ganadora de la Copa Volpi en Venecia, tuvo muy buena aceptación entre la crítica y el público; pero, a tenor, de lo observado en el Teatro María Guerrero, podemos considerar que su plasmación dramatúrgica supera con creces aquel film. Lo que puede resultar más interesante es contemplar ambas obras a la par, con sus enormes diferencias en el contenido y en la forma, y eso que sus pergeñadores son los mismos, es decir, el matrimonio formado por la dramaturga Kata Wéber y el director Kornél Mundruczó. Aquella se sitúa en Boston, y la familia protagonista es sofisticada, con alto poder adquisitivo y donde uno es capaz de entender a qué moda y a qué valores se adscribe esa joven para desear que su bebé nazca en casa con los riesgos que eso conlleva en el caso de que se presenten dificultades. Ese es un debate. Mientras que nosotros nos encontramos en Varsovia, en un pequeño apartamento, donde una pareja de lo más corriente aguarda la llegada de su primer hijo. Para saber por qué han decidido tenerlo allí, tendría que hacerme una idea del sistema sanitario polaco. Pero uno no tiene la sensación de que se un empeño de la esfera woke.
Los creadores recurren nuevamente al uso del cine, de la grabación en directo, como está empleando algunos de los más relevantes directores de escena contemporáneos, como hace un mes en este mismo espacio lo hizo Christiane Jatahy con Entre chien et loup, o hace un par de temporadas Frank Castorf con Bajazet o aquel extraordinario Lokis, de Łukasz Twarkowski. Son algunos ejemplos. Mundruczó nos acerca al límite. Y mantiene la tensión máxima tanto por lo que transcurre detrás de la pantalla, que es una de las paredes del piso, como fuera, cuando salen de esa cuarta pared secundaria, en carne y hueso, a fumarse un pitillo o para ataviarse adecuadamente para el gran momento. Nosotros nos situamos como si estuviéramos en la sala de espera, no podemos intervenir, pero, aun así, podemos ver lo que sucede. Esa inquietud que nos crea está realizada con precisión. El sonido perturbador, el seguimiento de la cámara en esa secuencia interminable en la que algunos anticipamos el fatídico desenlace; y ese aprovechamiento de los planos detalle son un preámbulo subyugante que nos prepara sicológica y emocionalmente para la subsiguiente apertura de una escenografía que se transforma delante de nosotros en un discurrir metateatral que favorece la transición, y que nos deja reposar la catástrofe que ha ocurrido hace seis meses. A partir de ese instante, situados en la casa de la madre de ella, redecorada, redistribuida —pero sin alcanzar el altísimo nivel de la decimonónica arquitectura bostoniana— comienza una disputa soterrada y chejoviana que, en algún momento se hace algo morosa, dentro de esa única jornada eterna, en la que el pato no termina de asarse en el horno (y al final se quema, claro, que es lo que pasa cuando no se ponen todas las cartas sobre la mesa).
El hiperrealismo que impone la escenografía de Monika Pormale se desborda con guiños oníricos que se maceran con sueños auténticos de Maja, en el baño, observando a su bebé mecánico gatear en la cocina. A ello se suma, la presencia de esos animales disecados, con pilotos rojos en los ojos, que la señora ha insertado, como si tuvieran que asustarnos o protegernos de lo que está por venir. Entendemos que el diagnóstico que sostiene en la mano al principio es muy desfavorable, y por eso Magdalena Kuta, exprime esa deriva mental, ese olvido paulatino, con gesto hondo. Aunque, luego, se nos vaya dejando caer que todavía maneja los hilos de su familia. Quizás la presencia de la prima, una Marta Ścisłowicz, que juega con su atractivo, no se concreta, y su papel como abogada que habilita la posibilidad de denunciar a la comadrona, es muy distinta a la de la película. Por eso, me parece un cabo suelto. Además, tiene otra dimensión el marido de Maja, un tontorrón heroinómano, que Dobromir Dymecki resuelve con mucho dominio, produciendo una incomodidad creciente, cuando se junta con su concuñado, un Sebastian Pawlak que, sin llegar a tales extremos, también parece que sondea el alcohol y cierta inmadurez junto a su esposa, una mujer realmente firme y recia que anhela entrar en política. Así es la hermana que interpreta Agnieszka Żulewska, con una rectitud católica, que, además, nos permite observar una sensibilidad perdida en su juventud, cuando ella y Maja realizaban coreografías de gimnasia rítmica al son irónico de Albano, junto a Romina Power, y su «Felicità». Porque en este montaje también hay hueco para el humor, a pesar de que deba engarzarse en un ambiente viciado, repleto de desolación. La nostalgia, la recuperación de los mejores momentos de la vida, nos conceden una comicidad a veces vitriólica —algunos chistes beodos de ellos así lo dejan de manifiesto—.
Ciertamente, es Justyna Wasilewska, como Maja, quien concentra toda nuestra atención con su fuerza expresiva; aunque el movimiento continuo y los diálogos corrientes parezcan alejarnos de su dolor. Ya en ese largo prólogo está magnífica con su gran barriga a punto de explotar, mientras la partera inexperta, debe asumir su primer alumbramiento en solitario. La joven Monika Frajczyk imprime sus propias dosis de estrés soterrado en una operación que se desbarata delante de nuestros ojos con un realismo atroz. En cualquier caso, son esos «pedazos» de mujer los que deben recomponerse de alguna manera, ya sea sin su marido o asumiendo, con cierto aire de sororidad, que esa matrona hizo bien su trabajo; y que ella no es la culpable de que su bebé falleciera en sus brazos. Aunque no se hable expresamente de religión, asumimos que sus creencias, en alguna medida, quedan contravenidas. ¿Cómo les ha hecho eso Dios?
Pieces of a Woman nos arrastra con sutileza al punto de la incomprensión y a la vez de la aquiescencia. Vivimos en una sociedad que se empeña en mirar para otro lado cuando las grandes y pequeñas catástrofes pululan a nuestro alrededor, y solo cuando la angustia se adentra en nosotros nos preguntamos qué ocurre y no queda más remedio que ofrecer una respuesta para seguir adelante.
Texto y dramaturgia: Kata Wéber
Dirección: Kornél Mundruczó
Reparto: Dobromir Dymecki, Monika Frajczyk, Magdalena Kuta, Sebastian Pawlak, Marta Ścisłowicz, Justyna Wasilewska y Agnieszka Żulewska
Escenografía y vestuario: Monika Pormale
Iluminación: Paulina Góral
Música: Asher Goldschmidt
Ayudante de dramaturgia: Soma Boronkay
Ayudante de dirección: Karolina Gębska
Ayudante de escenografía: Karolina Pająk-Sieczkowska
Ayudante de vestuario: Małgorzata Nowakowska
Asesores de idioma noruego: Andreas Jönsson y Sindre Sandemo
Fotografía: Natalia Kabanow
Producción: TR Warszawa
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 18 de diciembre de 2022
Calificación: ♦♦♦♦
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