Los Teatros del Canal acogen la adaptación de la breve novela de la argentina Ariana Harwicz, protagonizada por Érica Rivas
Miren que la verborrea de los argentinos a nosotros, los españoles, nos parece proverbial, agotadora y asfixiante; pero, también, seductora, en cuanto que da la impresión de que se adentran en un torbellino que va a ser capaz de horadarnos hasta la médula. Y si una prosa de este calibre ha triunfado por aquellos lares ha sido la de Ariana Harwicz, quien se apodera del flujo de conciencia impuesto más por Virginia Woolf (que es nombrada, por su Mrs. Dalloway) que por el de Joyce. Aquí no hay juegos lingüísticos. Aquí hay tajos. Porque el cuchillo que sostiene desde el inicio, tan real como metafórico, es una inapelable relación de fondo y de forma. Sigue leyendo →
Los Chiens de Navarre regresan a los Teatros del Canal para realizar un ataque satírico contra todas las cuitas de nuestra contemporaneidad
Foto de Philippe Lebruman
Quienes acudimos en 2021 a esta misma Sala Verde de los Teatros del Canal para disfrutar de No todo el mundo puede ser huérfano; ya nos quedó claro de qué palo van estos cafres de Chiens de Navarre. Aunque lo evidente en este nuevo proyecto es que la cohesión es más endeble; puesto que no se sustenta tanto en un argumento con su hilo conductor, sino que se dedican a satirizar salvajemente los desvaríos de nuestra contemporaneidad, los conflictos políticos, los traumas personales y otros trastornos que deben mostrarse cuanto antes. Sigue leyendo →
La compañía Dead Centre ha dispuesto una fantasmagoría en los Teatros del Canal para adaptar la película que Ingmar Bergman estrenó en 1963
Foto de Ola Kjelbye
Continuamos nuestra andadura con otro proyecto que se suma al imperante estilo dramatúrgico de nuestra contemporaneidad consistente en el film performance. En este caso, más cine todavía, pues la propuesta trata de adaptar la última cinta de esa trilogía titulada «El silencio de Dios» que Bergman presentó en 1963. La gente de Dead Centre, especializada en esta aplicación tecnológica al teatro, nos propone un acercamiento a nuestro tiempo para dejarse, quizás, por el camino, una serie de pruritos de carácter religioso que aquí no parecen tan subyugantes como en el ideario del cineasta sueco, alguien empeñado en desembarazarse (o no) de ese marchamo indeleble del puritanismo. Sigue leyendo →
El estilo del teatro filmado se impone en la dramaturgia contemporánea europea; y una de sus principales artífices, Katie Mitchell, nos ofrece una adaptación de la novela de Virginia Woolf
Foto de Stephen Cummiskey
Lo más normal es que Paul B. Preciado se apropie del Orlando, de Woolf, para emprender su autobiografía fílmica en el desarrollo de ese mundo disfórico en el que parece vivir y en el que defiende que deberíamos vivir todos. Una egolatría más que puede tener repercusión en el arte performativo, como un revival setentero, pero que filosóficamente hace aguas, pese a quien le pese.
El Orlando, la novela de 1928, no para de ganar adeptos, no para de resimbolizarse en esta atemorizante disolución queer que están padeciendo las nuevas generaciones en el cuestionamiento de su existencia sexual, mientras las eternas distracciones les provocan ansiedad generalizada. Ya tuvo éxito la versión de Sally Potter con la idónea Tilda Swinton y, bastante después, Guy Cassiers nos aburría hasta la saciedad con su mortuoria monotonía dramatúrgica. Ahora llega Katie Mitchell a desbordarnos con su «mecanismo». Sigue leyendo →
Los Teatros del Canal acogen un espectáculo que interconecta cine y teatro para ofrecernos nuevas perspectivas en esta versión del clásico chejoviano
Foto de Simon Gosselin
Ya hace tiempo que asumimos como habitual en la escena contemporánea la mezcla de cine y teatro (el film performance), y que puede entreverarse desde distintas posibilidades, con más o menos pericia y, sobre todo, con un sentido más conveniente o forzado según los casos. Sin ir más lejos, esta temporada hemos podido contemplar varios montajes con procedimientos de este tipo. Véanse los casos de Entre chien et loup, de Pieces of a Woman o, recientemente, de Kingdom. Pero creo que aquí tenemos una referencia mejor y más concreta en Under the Influence, porque Łukasz Chotkowski también buscaba más la simultaneidad totalizante —además, Cyril Teste ya se había enfrentado al cine de Cassavetes con su Opening Night—. Sigue leyendo →
Anne-Cécile Vandalem monta un espectáculo grandioso que mezcla drama y cine para representar el enfrentamiento de dos familias de europeos en plena taiga rusa
Cuesta creer que un mediometraje como Braguino, de Clément Cogitore, que ganó un premio en el Festival de San Sebastián de 2017 pueda reconvertirse en drama. Quizás los etnógrafos saquen algo en claro; pero el común de los ciudadanos apenas pasará de impactarse con el descuartizamiento de un viejo oso y de avistar cómo dos familias están mal avenidas, parece —según escuchamos en las pocas frases de los «protagonistas», cuando hablan de los Kiline—. Estamos en la taiga rusa. Unos europeos han decidido buscar la «vida retirada» para hallar la felicidad y regresar al modo de comportamiento propio de los forrajeadores. No queda más remedio que pensar en Thoreau e, incluso, en Unabomber. Si no queremos caer en comparaciones hippies con Captain Fantastic. Sigue leyendo →
Bobo Jelčić presenta en los Teatros del Canal una supuesta farsa sobre la sociedad estadounidense a partir de la obra Peyton Place
Vamos a pensar que director croata Bobo Jelčić con este Sorry, que ha presentado en los Teatros del Canal, ha pretendido satirizar las ya ridículas telenovelas estadounidenses nacidas en los años cincuenta, para ilustrarnos sobre los modos de anestesia que aplica aquella sociedad y así recrear la fantasmagoría de la democracia. La palabra ‘democracia’ se repite hasta la saciedad en el espectáculo, sobre todo en el desenlace, como una manera bastante simplona, en absoluto analítica, de esos mantras estadounidenses sobre la patria, el sueño americano y la defensa de los derechos a través de su antigua constitución asaeteada por enmiendas. Sigue leyendo →
El relato de Langelann, célebre gracias a sus versiones cinematográficas, salta a escena con una adaptación paródica
Foto de Fabrice Robin
Aunque el relato de George Langelaan es célebre por las dos versiones cinematográficas que ha tenido, la de Neumann en 1958 y la de Cronenberg en el 86, a nosotros no nos valen; porque aquí se nos plantea una confluencia cómica entre personajes algo marginales –antes de que utilizáramos con tanta alegría el término friki-, y una especie de parodia retrofuturista.
Sus creadores se han fijado en el capítulo «La soucoupe et le perroquet» (1983), del programa documental de la televisión francesa y belga llamado Strip-Tease. Nos damos cuenta, al fijarnos en YouTube, de qué rollo van. Un tipo de campo que se hizo famosete, cuando construyó un platillo volante. Quizás pensemos en nuestro Callejeros; pero, inevitablemente, también en ese catálogo de especímenes únicos que caricaturizaba, aún más, Javier Cárdenas, cuando en Al ataque, entrevistaba a gente como Carlos Jesús en conexión con el planeta Raticulín.
Tampoco lo que acontece en escena es tan grotesco como estos ejemplos; no obstante, vale para hacerse una idea si se pretende darle alguna base de realismo. El asunto es que hay poco asunto, y cien minutos de función solo pueden caer en la repetición de gags, que pierden efectividad según vamos llegando al final. Y, como siempre ocurre con el humor francés más popular, el cariz infantil e inocuo se impone sin remisión, y ya cada cual con su gusto. A mí no me hace mucha gracia, más allá de algunas bromas macabras que tienen su aquel, como el teletransporte del perro.
Claramente, la escenografía de Audrey Vuong cobra una preponderancia fundamental, e igualmente se le acompasa sugestivamente la iluminación de Pascal Laajili. Por un lado, tenemos la detallista y versátil caravana, donde se hospedan la madre, Odette, una Christine Murillo, extraída directamente de 13 Rue del Percebe que, a pesar del ambiente, no olvida ponerse la peluca cada vez que viene una visita. Toda la tosquedad puesta al servicio de unas rutinas (recoger los rábanos para venderlos) y unas órdenes que se le insuflan a su hijo, aunque inicialmente creamos que es su marido. Christian Hecq se convierte en el verdadero artífice de esta propuesta. Él se lleva el gran protagonismo y en él se concentran todas la gracietas que de forma virtuosa desempeña a través de unas posturas corporales monstruosas. Su lugar de acción, claro, es la otra fascinante zona de la escenografía: su laboratorio. Escondido tras la trapa de acceso, observamos las dos grandes cabinas de teletransporte, unos ordenadores que nos destinan irremediablemente a los inicios de la informática, con esos monitores en verde que también dan su juego irónico, cuando aparece encerrada Marie-Pierre, como si estuviera en Tron. Aunque han querido situarnos más atrás, en los 60, lo cierto es que el espectáculo, por su tono de entretenido divertimento, tiene mucho de ochentero, con esos artilugios que parecen extraídos de cintas como Exploradores (1985). Y es que esta pieza vale perfectamente, por su simplicidad, para espectadores de todas las edades.
La mosca que contemplamos en la Sala Roja de los Teatros del Canal se «olvida» de aspectos críticos respecto de nuestra modernidad. No faltan experimentos en el CERN con las partículas, posibles viajes en el tiempo. Por no hablar de técnicas como CRISPR, los transgénicos o los trasplantes de órganos interespecies como ha ocurrido con el empleo de corazones de cerdo en humanos. Es decir, todo lo que tiene que ver con las ya inveteradas ínfulas científicas de domino de la naturaleza y de las leyes físicas que, en la ciencia-ficción, desde Frankenstein han caído con frecuencia en el género de terror, debido a las trágicas consecuencias en las que han devenido.
Por todo ello, el argumento queda en muy poco. Las pruebas de ensayo-error nos preparan para la verdadera prueba de fuego. Nuestro Robert, que al principio parece un Pepe Viyuela enredándose con la mesa plegable, y que luego se acogerá a la tradición de Louis de Funès (nosotros sostendremos en la memoria a Paco Martínez Soria), desarrolla enseguida sus tics de clown con los que evita que se vaya más allá cuando se fusiona con la susodicha mosca. Marca unos modos tan risibles, que después parece que está el pescado vendido si lo que se procura es derivarlo todo hacia lo cómico. No tiene problema en probar su aparato con un duende de jardín, un calcetín, con un filete, con un perro (de verdad en escena) y hasta con la que podría llegar a ser su novia. Esta es una compañera de colegio y vecina que hacía mucho que no veía. Valérie Lesort, otra de las máximas artífices del montaje, hace de Marie-Pierre, con gestos guiñolescos, que con su ingenuidad y candidez profundiza en ese humor inofensivo. Finalmente, aparecerá el inspector Langelaan, un Jan Hammenecker que apenas puede rematar la jugada con unas pocas escenas bien trazadas.
Este espectáculo no traspasa el mero entretenimiento. No aspira a rascar en las ideas que subyacen al hecho de que una especie de científico loco aspire a lograr ese imposible actual del teletransporte. Aunque, claro, la factura es formidable y posee su atractivo visual.
Los Teatros del Canal dan cabida a la última propuesta de Antonio C. Guijosa, un drama sobre la ambición y el desencanto en un presentador de televisión
Foto de Pablo Lorente
Da la impresión de que Antonio C. Guijosa tenía en la cabeza ideas para escribir una novela; no obstante, que al plasmarlas en una pieza dramática los distintos asuntos o se desparraman o se quedan inconclusos. Por eso, la función se hace larga. Esto se evidencia en algunas subtramas, cuando descubrimos que el desarrollo de algunos personajes es insolvente, como ocurre con el papel de Cristina Bertol, quien hace de asistente personal de un jefazo y, a la vez, quiere emprender su carrera artística como cantante. Quizás se le da demasiados minutos a un carácter secundario dentro del argumento. Tal es así, que se siente forzada la inclusión de varios temas musicales. Uno escrito ex profeso por el propio dramaturgo y, luego, el «Halo», de Beyoncé. En fin, parece que tenemos dos obras en una. O una a medias. Sigue leyendo →