Alfredo Sanzol presenta su último ingenio en el Valle-Inclán
Suele ocurrir que las comedias se toman por intrascendentes y se juzgan más por el divertimento que procuran que por sus engranajes ocultos. Pero los maestros, como lo fue Billy Wilder, conseguían conjugar la melancolía y la nostalgia con el escape humorístico decorado con ironía. De la misma forma, Alfredo Sanzol va construyendo con mimbres propios toda una carrera en este género. Si en sus primeras obras (Sí, pero no lo soy o Días estupendos) optó por el tejido de escenas casi independientes, casi de sketchs, de un tiempo a esta parte (Aventura!, la temporada anterior), sus textos se ofrecen abigarrados y mucho más serios; preparando la conflagración. En La calma mágica —tras un preludio musical absolutamente sugeridor de las comedias y teleseries anglosajonas de larga tradición—, partimos de una entrevista de trabajo y de unas setas alucinógenas que el entrevistado traga sin muchas contemplaciones, como si tal ofrecimiento fuera casi lo que necesitaba. A partir de ahí, el discurrir enteógeno, inspirado, no por un dios, si no por su padre fallecido, lo lanza a una experiencia que parte de la insignificante grabación de un vídeo en el que él mismo sale durmiendo para, bastante después, terminar en Kenia, tras haber luchado con su némesis, un empresario sin demasiados escrúpulos. En pleno ascenso onírico, los símbolos se suceden, ocultos, en la concatenación de situaciones cómicas y extrañas, trufadas de tópicos de nuestra modernidad como el ecologismo, la defensa de los animales, la transgresión de nuestra intimidad, los miedos a la vida adulta y el turismo de advenedizos. Entre la simbología más evidente, un elefante rosa, el Ganesha hindú, cuerpo de hombre, cabeza de paquidermo, ahuyentador de obstáculos. En esta narración de devoradores psilocibíticos, una abogada a la que brevemente visita Oliver (el protagonista) escapa del esquema tetrangular que ya se está fraguando y, después, no tiene continuidad, algo que parece chirriar. Por otra parte, la limpieza del escenario con esa madera clara, merecería más la pena si hubiera sido total, sin el estaribel de la derecha con sus cachivaches e, incluso, sin mesa ni silla; para un viaje de este tipo, una ventana, una puerta lateral (casi escondida) y una salida son elementos más que suficiente para esperarnos cualquier sorpresa. Alfredo Sanzol siempre ha contado con muy buenos actores, pero su mano a la hora de dirigirlos se presume perfeccionista. En todas sus obras, los personajes se ven impelidos a dar lo mejor de sí, fundamentalmente en momentos de histerismo y peripecia actoral de la que salen triunfantes. Cualquier seguidor del dramaturgo recordará a Juan Antonio Lumbreras o a Lucía Quintana (por poner dos ejemplos) en discursos tremebundos y graciosísimos. En La calma mágica, Oliver, Iñaki Rikarte, también se gana sus tres minutos de gloria en un chorreo estratosférico de queja, angustia y desesperación por circunstancias del devenir contemporáneo. Desde luego, no son solamente esas intervenciones álgidas, es que sus actores sobresalen de forma evidente. Aitor Mazo se fanfarronea escopeta en mano como un cabrón fenomenal, de un vitalismo cínico contagioso y glorificador. Sandra Ferrús construye un papel paradójico entre la ternura y la insensatez ecologista, pasando por un desnudo sugerente y metafórico. De la misma forma, Mireia Gabilondo reparte setas con la alegría de un chamán posmoderno transmitiendo una gran seguridad. Finalmente, Aitziber Garmendia, aunque es convincente, su presencia es demasiado breve. Lo que nos expone Sanzol requiere atención —evidentemente hay momentos de jolgorio y risa (sin llegar, por supuesto, al desmadre)—, porque nos movemos en un espacio-tiempo onírico, astral, telúrico, con un doble nudo, en principio, inextricable. Es la búsqueda en el supremo conflicto emocional; el punto en el que la vida requiere una decisión que definirá lo que seremos antes de que el arrepentimiento nos lleve por delante. Y en esta calma mágica podemos descubrir una solución posible.
La calma mágica
Texto y dirección: Alfredo Sanzol
Reparto: Sandra Ferrús, Mireia Gabilondo, Aitziber Garmendia, Aitor Mazo y Iñaki Rikarte
Escenografía: Alejandro Andújar
Vestuario: Ana Turrillas
Iluminación: Xabier Lozano
Música: Iñaki Salvador
Coproducido por Tanttaka Teatroa y Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 9 de noviembre de 2014
Calificación: ♦♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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