Miguel de Molina al desnudo

Ángel Ruiz continúa brillando con su encarnación del gran cantante malagueño a través de sus hitos vitales y de sus grandes éxitos

Foto de Javier Naval

Desde las primeras andanzas de este texto en 2014, hasta la actualidad, el montaje ha rodado y rodado, y su artífice, Ángel Ruiz, quien ganó un Max por esta obra en 2017, ya casi se ha metamorfoseado en el cantante malagueño. Ocurre con este tipo de espectáculos de carácter musical en los que se da cuenta de la biografía de un artista, que alcanzar el equilibrio entre las canciones y el relato de los hitos más sobresalientes resulta, a la postre, fundamental. Y este equilibrio supone en la mayoría de los casos perder profundidad en el desarrollo de algunos hechos vitales. Así ocurre aquí, y debemos reconocer que parece inevitable, si se pretende pergeñar una función digerible y hasta entretenida. Se presenta el argumento como una falsa entrevista, una rueda de prensa repleta de preguntas insolentes o poco acertadas, que deducimos por las respuestas del protagonista; un hombre ya anciano que ha accedido a contestar, sobre todo para aclarar algunas falsedades que arrastra su leyenda. Inevitablemente tenemos que pensar en la entrevista que concedió en 1990 para una cadena de Buenos Aires, donde vivió casi cincuenta años como exiliado. Únicamente volvió a España en 1957, para enterrar a su madre. Ángel Ruiz ha decidido centrarse fundamentalmente en los años que pasó en nuestro país, y dejar apenas unos apuntes sobre aquel renacer en Argentina, o su breve paso por Méjico o Nueva York. Por eso los orígenes dejan cuenta con mayor detalle de cómo se convirtió en un coplista extravagante, partiendo desde muy abajo, con mucho desparpajo y atrevimiento, en consistente aprendizaje, leyendo todo lo que podía para crear un personaje único.Si nos fijamos en algunos reportajes o películas, debemos concluir que nuestro actor ha caricaturizado levemente al cantante, que le ha dotado de una gestualidad propia de aquellos cómicos del cine mudo, como Buster Keaton, Chaplin o Harold Lloyd, algo payasesco y chulo, taciturno también, melancólico; pero, sobre todo, con una apostura, con un temple y una entrega despampanante, que no busca exactamente la imitación, sino un acercamiento más espectacular y atractivo para el público actual. Su ironía, su mordacidad, su malicia, en ocasiones, se mezclan con la ternura y con una sensibilidad que lleva los versos hasta la condensación suprema de la metáfora, muchas veces, simbolizadora de su condición sexual. La habilidad para encajar esas melodías tan populares es enérgica, y que se muestran aquí con ansia inaudita, enfoscadas por esas camisas abullonadas y coloristas y floreadas que él mismo cosía y que, a la postre, lo situaron como ejemplo máximo de la homosexualidad desatada. El vestuario —gran trabajo de Guadalupe Valero—, desde los anillos con medallitas, hasta el sombrero encajado en la inclinación perfecta, más el «tipín» del artista, con esos detalles, como pañuelos o chaquetas cortas, propiciaban una estética insolente para las autoridades nacional-católicas. La paliza casi mortal que le propinaron los agentes de la DGS por «comunista y maricón» supuso un pasaporte indeseado al exilio. La misma frase terrorífica debió escuchar Lorca, con quien tuvo una breve amistad (y nada más que eso, según De Molina). Entre el poeta granadino y Rafael de León escribieron la letra de «Ojos verdes», que tan célebre se haría en la voz del propio Miguel y de su gran rival Concha Piquer. «Buena crítica» se le envía a la Gran Señora de la Copla en este espectáculo. Se hace querer esta canción, pues el pianista César Belda, compone los primeros acordes; pero el cantante prefiere retrasar el momento cumbre. Se escuchará «La bien pagá» y Me da miedo la luna», y también «El día que yo nací» o, incluso, un bis con la graciosa y con retranca «Compuesto y sin novia». Un intercambio constante y permanente, quizás algo lineal dentro del propio montaje, que levanta los ánimos del respetable y que nos permite conocer a un artista que, como está ocurriendo con muchas de las figuras del pasado reciente, se van descomponiendo en la memoria de las nuevas generaciones. Por si fuera poco excesivo el personaje, no falta una reactualización anacrónica, ya que sus exabruptos van directos a unos diputados muy concretos de nuestro parlamento, poco afines al mundo gay. Aunque resulta coherente con su idiosincrasia, resulta bastante populachero, cuando al público lo tienes completamente ganado. No echaremos de menos una escenografía más elaborada; porque la iluminación de tonos colorados y violáceos de Juanjo Llorens es más que suficiente como para entrar en faena, sin que nos despistemos. Nos quedaremos, eso sí, con las ganas de conocer sus avatares en la ciudad porteña, adonde pudo recalar definitivamente gracias a la ayuda de Evita Perón. Allí realizaría unos espectáculos grandiosos, llenos de vistosidad, y que le reportarían un éxito estelar. Desde luego, solo por disfrutar de Ángel Ruiz y su fantástica actuación, vale la pena esta propuesta, pues sus dotes de coplero cautivador son innegables.

Miguel de Molina al desnudo

Autor: Ángel Ruiz

Dirección: Félix Estaire

Reparto: Ángel Ruiz

Pianista: César Belda

Dirección musical: César Belda

Ayudante de dirección: Elisa Levi

Iluminación: Juanjo Llorens

Escenografía: Lúa Testa

Vestuario: Guadalupe Valero

Coreografía: Mona Martínez

Producción ejecutiva: Elisa Fernández/Jair Souza-Ferreira

Dirección técnica: Alfonso Ramos

Dirección de producción: Miguel Cuerdo

Diseño de cartel y fotografía: Javier Naval

Teatro Infanta Isabel (Madrid)

Hasta el 4 de abril de 2021

Calificación: ♦♦♦

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