Daniel Veronese ha intervenido uno de los más célebres textos de Harold Pinter para dotarlo de gestos incongruentes

Es Harold Pinter un dramaturgo que lleva ya un tiempo muy asentado en la escena española. En los últimos años no han parado de adaptarse sus textos (Tierra de nadie, El cuidador, El amante o Traición) y no han faltado buenos montajes (Invernadero). Este Retorno al hogar ya tuvo una oscura versión de Ferrán Madico en 2009. Los de Tribueñe realizaron la suya desde un punto de vistas altamente grotesco y efectivo. Nada parecido a lo que ha pretendido Daniel Veronese, quien ha tomado una serie de decisiones dramatúrgicas que han propiciado unas distorsiones innecesarias para un texto que ya tiene sus propias distorsiones internas. Ya desde el inicio, el adaptador ha incluido un chiste que trastoca el propio comienzo. Un tono de comedia a latigazos, a ratos, forzado por unas risas enlatadas que se cuelan de manera aleatoria en la mayoría de los casos tras la intervención de Sam, el hermano, el tío que también vive en esa casa familiar, el chófer, un Alfonso Lara que termina por ser más interesante; porque parece más críptico en sus alusiones tan tremendas. Ese efecto no solo es raro, sino incongruente. No viene a cuento. Luego, además, encontraremos otros efectos. Por ejemplo, el brevísimo baile —Rellán llega donde llega, en menudo lío lo han metido— enfocado con onirismo. Son detalles que entorpecen. Puesto que, en general, este montaje no fuerza la brusquedad o la vulgaridad que serían esperables. Esa levedad es la que engaña a los espectadores más despistados que, por momentos, se creen ante un drama de Tennessee Williams.
Como se sabe, el argumento es tremendamente sencillo. Lo complejo se aproxima por el tratamiento de unos personajes que, de repente, se nos empiezan a escapar hasta rozar el absurdo y nos obligan a preguntarnos: ¿de qué va todo esto? La obra fue escrita en 1964 y publicada al año siguiente. Está ambientada en el norte de Londres. No situamos en el salón de una típica casa inglesa, amplia, con dos pisos. Lua Quiroga no ha cargado demasiado el espacio; pero sí ha sabido dotarle de algunos rasgos que muestran real y simbólicamente el tipo de familia que tenemos delante, con ese azogue desgastado que aparece en las escaleras. Enseguida Max, el hermano mayor, interpretado por Miguel Rellán, da cuenta de su carácter, con sus envidias, sus repulsas y su agresividad latente. Aunque, insisto, no se alcanza, como en otras propuestas, esos tics de varones de clase trabajadora, machacados por su empleo y sin demasiado orden en sus vidas. Por eso creo que resulta una función algo apagada y plana, que hace que los cambios en Ruth, la única fémina, parezcan demasiado chocantes. Hasta que ella desembarca, acompañada de su marido, y los dos hijos que allí se hospedan, sin muchas ganas y sin muchas posibilidades de abandonar el nido, también dejan buena cuenta de su desprecio general. Sobre todo, Lenny, un Fran Perea escurridizo, un chulo (de profesión), algo pendenciero, que llama «papi» a su progenitor para provocarlo. El actor, como ocurre en la mayoría, se mantiene entre la sobriedad y la altivez sobrevenida. El Joey de David Castillo, un obrero que dedica su tiempo libre al boxeo, está aún más apagado y apenas deja algunos destellos de soberbia. Falta violencia, y máxime cuando se habla de la fallecida esposa de Max, y este no reacciona con furia. Necesitamos un contraste frente a la vuelta del hijo pródigo, todo un doctor en filosofía que Juan Carlos Vellido acoge con dudas en los primeros instantes de su aparición y que luego va tomando más credibilidad. Su mujer, Silma López, con la que tiene tres hijos, convence más cuando se apodera de la escena para después sucumbir a la ruina moral que la atenaza.
¿Qué ocurre? Rencillas habituales con un hombre que retorna después de seis años. Hay repudio y hay una degradación estrafalaria en el último cuarto del espectáculo, que es donde Pinter solapa capas de realidad e inconsciente, de deseo y de anomia. Los personajes se vuelven monstruos, se convierten en bestias que anhelan prostituir a esa mujer y esperar que su esposo se marche como si ahí no pasara nada, como si él fuera el filósofo que abandona la caverna con todo el fracaso encima, y el resto de su familia se viera sometida por instintos libidinosos y crematísticos. Todo se vuelve zafio y lo más sorprendente, lo más llamativo, lo que cuesta asumir con más finura, es la actitud de ella. Cómo entra en el juego aceptando el trabajito; pero poniendo unas normas que le permitan vivir cómoda en un piso con tres habitaciones. Cómo, elevada a un pedestal sui géneris, se siente admirada, deseada, como seguramente nunca la ha observado su marido. Podría llegar a dar risa; no obstante, es caricaturesco y penoso.
Harold Pinter lanza una mirada vitriólica sobre la institución familiar, sobre los vínculos quebrados y la decadencia de cada uno de los individuos que se reconcomen en su miseria, en su impotencia para regurgitar su egoísmo. Veronese ha realizado una propuesta cargada con gestos innecesarios sin dotar a la pieza de una vibración más elocuente.
Autor: Harold Pinter
Dirección y adaptación: Daniel Veronese
Reparto: Alfonso Lara, Miguel Rellán, Fran Perea, David Castillo, Juan Carlos Vellido y Silma López
Espacio sonoro: Daniel Veronese
Iluminación: Ion Anibal López
Vestuario y escenografía: Lua Quiroga
Coreografía: Carla Diego
Comunicación: Ángel Galán
Fotografías y diseño gráfico: Javier Naval
Ayudantes de dirección: Nacho Redondo
Ayudante de dirección artística: Maite Pérez Astorga
Jefe de producción: Carlos Montalvo
Producción ejecutiva: Olvido Orovio
Dirección de producción: Ana Jelin
Distribución: Producciones Teatrales Contemporáneas
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 5 de febrero de 2023
Calificación: ♦♦
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