Raúl Arévalo comanda esta versión elegante de la obra de Pinter que dirige Israel Elejalde en el Teatro Kamikaze

La trama que dibuja Harold Pinter en esta obra, estrenada en 1978, no es nada del otro mundo; pero se adereza de tal manera, que uno queda absorbido por la atmósfera melancólica y aquiescente. Hablamos de adulterio como si no fuera ya un lugar común en la burguesía de los sesenta y setenta londinenses (y de cualquier época). El juego nihilista y cínico de aceptar que la vida está llena de placeres sensuales y de compromisos ineludibles que se deben conjugar con el poso amargo de la derrota y la victoria pírrica. Un comienzo anticlimático, situado en el final de la historia, con los ex amantes en la frialdad de un reencuentro sin sentido, sin objetivo, sin la tensión erótica de otras citas. Una escena en sí misma floja, en un exceso de distancia; donde los propios intérpretes se muestran timoratos y sin personalidad. Chismorrear sobre las ascuas de un amor, celos retroactivos y, por lo demás, ponernos al día de quiénes son los personajes que van a deambular delante de nuestros ojos. Que la historia avance hacia atrás es un plus y una treta maléfica; pues nos dispone hacia el origen sorpresivo del adulterio conocido por sus protagonistas y su víctima. A tenor de lo observado, me parece que Raúl Arévalo, en el papel de Robert, el supuestamente engañado por su mujer, pone la función en otro nivel y se hace con ella de una forma tan sutil como grandiosa. El actor ha realizado una labor creativa memorable, con esos gestos entre amanerados, snobs y casi gansteriles; como si, por un momento, fuera a sacar su Colt 45 y para emprenderla a tiros. A veces fanfarrón, otras malencarado, con frecuencia cínico. Su sarcasmo se engrandece según comprendemos más de su historia. El destilado humor cáustico que ahonda en el absurdo, tan propio de Pinter, con las afamadas pausas y los inquietantes silencios, hacen de Robert el único personaje verdaderamente interesante. De él queremos saber por qué ha tomado la decisión de seguir su vida de esa manera: hipócrita, decadente y nihilista. Su impronta implica que los otros dos intervinientes vayan a rastras tanto interpretativamente como en la pasión de su affaire. El asunto, como digo, toma calor a partir de la segunda escena (1977, presente), cuando Jerry va a casa de su amigo a conversar sobre el desvelamiento de su secreto. Miki Esparbé se las tiene que ver entre dos pulsiones; por una parte, debe mostrarse dotado para el erotismo, para la pasión ―yo creo que le falta un punto o dos―; y, por otra, debe callarse ante su colega de toda la vida, si no quiere que el asunto salte por los aires. En ambos casos, demasiado retraído por la culpa y por inseguridades que demuestra cuando se siente celoso por algún pretendiente de su mujer, Judith, una médica. Otra cuestión es el papel que desempeña Irene Arcos. Desde mi punto de vista, va a rebufo de sus compañeros y no es capaz de traslucir el empoderamiento que se le exigiría a una mujer culta, segura de sí misma, capaz de engañar a su marido durante varios años, que administra una galería de arte, etc. Por momentos, parece un monigote incapaz de tomar las riendas; en otras ocasiones, cuando dibuja una tenue espontaneidad nerviosa sí que expele inteligencia. Desde luego, gana con la elegancia que transmite, con su forma de caminar y de mirar tan bellamente. Luce con delicadeza el vestuario exquisito que ha diseñado Sandra Espinosa (una variedad enorme de vestidos inspirados en los 60 y en los 70 para todos los momentos del día. Algunos, como el que lleva en Venecia, son sofisticados). Ellos no se quedan atrás con sus pantalones de campana y sus jerséis de punto (ahora lo llamaríamos retro). Aunque, justo es decir, que es un vestuario demasiado moderno para la época, para unos cuarentañeros educados en Oxford y Cambridge, padres y dedicados a diversos aspectos académicos y editoriales. En el proceso de desvelamiento, con cada escena como un machete de disimulo, toda la atmósfera del espectáculo se condensa con estilo. Porque dentro de la propuesta artística, no solo destaca el vestuario, sino que la pianista Lucía Rey (su jazz es digno de ser disfrutado en directo) se ancla durante casi toda la función a su piano para deleitarnos con diversos temas que van de lo clásico a la improvisación jazzística para alcanzar el romanticismo Love Story. Sí que podría poner una queja, su presencia tan cercana (y de cara a ellos) en los diálogos, entorpece, nos despista y se hace raro verla como una espectadora intrusa que escruta a los personajes. Otro punto a favor es la escenografía, Monica Boromello ha optado por las líneas minimalistas que se fueron imponiendo en la decoración de los 70, y ha logrado, además, darle una persuasiva profundidad con una barra de bar al fondo, oculta, fuera del espacio doméstico. Digamos que la propuesta artística es generosa, posee estilo e Israel Elejalde, al mando del proyecto, nos ha dado alimento a los sentidos. Es muy evidente que cada escena posee los detalles necesarios para sugestionarnos (no sé qué pensar de los cartelitos con mensajes que van dejando por el espacio. Redundantes). La versión de Pablo Remón afila la ironía, rebaja la negrura británica para acercarla un poco más al aire Mediterráneo, sutilmente coloquial (algo que podemos descubrir cuando Robert critica las costumbres de los italianos y su falta de formalidad) y la hace más divertida. Este Pinter regresa al tema del adulterio, del erotismo, como ya abordó en El amante (ya pudimos disfrutar una versión particular en el propio Pavón); pero con más desencanto y con un lenguaje estupefaciente y escurridizo, como si el circunloquio mareante fuera la única posibilidad de sortear el sincero raciocinio. En Traición, uno puede esperar la catarsis donde se evidencia el dolor y la amargura por la deslealtad; pero lo que se encuentra es el soberano pragmatismo trufado de placeres mundanos, el locus amoenus de Torcello para leer en soledad a Yeats, la complacencia paternofilial, una idea de la literatura tan mercantil como desentendida, y partidos de squash para aplastar a los amantes de tu mujer. Es un modo de felicidad tan realista como sibilino. Las traiciones cuestan un precio, no será muy alto si guardas la calma.
Autor: Harold Pinter
Versión y traducción: Pablo Remón
Dirección: Israel Elejalde
Intérpretes: Irene Arcos, Raúl Arévalo y Miki Esparbé
Pianista: Lucía Rey
Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola
Producción: Víctor Hernández
Iluminación: Paloma Parra
Escenografía: Monica Boromello
Diseño de sonido: Sandra Vicente
Técnicos de sonido en gira: Pablo de la Huerga e Iñaki Ruiz
Técnico de maquinaria en gira: Víctor Sánchez
Diseño de vestuario: Sandra Espinosa
Realización de vestuario: Ángel Domingo
Gerente / regidor en gira: Aitor Presa
Maquillaje y peluquería: Álvaro Sanper y Estela Serrano para The Lab Make Up Studio x I.C.O.N Spain by Mön Team
Fotografía: Vanessa Rábade
Vídeo: Pedro Chamizo
Diseño gráfico: Patricia Portela
Ayudante de dirección: Pilar Valenciano
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Comunicación: Pablo Giraldo
Estudiantes en prácticas: Esther Sanz y Antonio Villalba
Agradecimientos: García Madrid, Papiroga, Pons Quintana, Weist&Vintage&Couture y Lucía Carballal
Una producción de Buxman Producciones para El Pavón Teatro Kamikaze
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 4 de octubre de 2020
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Traición”