Alberto Conejero dirige su propio texto sobre las consecuencias de un amor «inconveniente» dentro del ámbito rural
En los últimos años al menos dos obras han tocado el tema de la homosexualidad en el ámbito rural, por un lado, Tom en la granja, y, con mucha más sintonía, Juguetes rotos. Pero Alberto Conejero lo ha hecho con extremada sutileza, tanta, que, en ocasiones, se ha pasado de frenada en las elipsis. Porque lo que debiera ser la trama principal, la vivencia de dos hombres unidos por el amor y por el destino azaroso, queda en segundo plano; para que nos la imaginemos a través de los entrelazamientos de otros personajes, otros familiares, otros allegados, en otro tiempo y de otra manera. Nos situamos en tierras de Jaén ―el propio dramaturgo es de Vilches y de allí se trae esta historia escuchada a su madre―, el calor abrasa y a la casa de Beatriz y de Antonio, un minero, llega, tras quince años de ausencia, Samuel. José Troncoso se imbuye en este individuo venido de París ―parece que la lengua francesa no ha hecho mella en su acento andaluz oriental― a su lugar de origen para emprender un negocio con la reconstrucción del viejo molino. Vuelve también para reencontrarse con ese amigo especial, con el que sostuvo una tímida relación imposible, un atisbo de algo inconcreto. Juan Vinuesa encarna a este dubitativo currante; se desenvuelve con esa peculiaridad del tipo que no quiere desembarazarse de la máscara. Ahora se ve sometido por un trance agónico, mientras su mujer ―una Zaira Montes que se planta con salero―, está a punto de parir su primogénito. Es necesario reconocer que la anagnórisis que se produce en una de las escenas fundamentales se resuelve de una forma un tanto inverosímil, pues se hace coincidir una conversación clave de los dos amigos con la posibilidad, en plena calle, durante una verbena, de que por allí pase justo la esposa. Igualmente abrupta e inconsistente me parece la resolución subsiguiente a ese suceso; por mucho que Consuelo Trujillo, la suegra, discurra con discursos de sospecha, en una interpretación agostada y, a la vez, apegada a la tierra y a las costumbres. La verdad es que, insisto, La geometría del trigo se sostiene por otras derivas que nos desencajan. Treinta y dos años de convivencia ―se supone que en un pueblo― de una pareja de hombres y nosotros asistimos al efecto que provoca en el hijo. De cómo vivieron o de cómo soportaron las dificultades para hacerse paso en la marejada de los intransigentes poco llegamos a saber. Porque en paralelo nos adentramos con la que resulta ser la trama más elaborada y exigente; aunque parezca todo un tópico de los amantes venidos a menos. Sí que logra Conejero establecer un vaivén de tiempos que se solapan a través de un movimiento actoral muy adecuado, manteniendo a los intérpretes sobre el tapiz, ante la escenografía de Alessio Meloni, quien ha situado un muro quebrado al fondo (altamente simbólico), sobre el que se proyectan algunas imágenes ilustrativas y bellas (creadas por Bruno Praena), con una rueda de carro atascada en el suelo, con dos desgastados bancos de madera (de los callejeros de siempre), con un albero iluminado por David Picazo, con unos ocres desgarradores. En conjunto, la factura visual del espectáculo es atractiva y eficaz en la concentración de pequeños detalles. Como digo, la otra rama del asunto está protagonizada por Laia y Joan. Sobre todo es este último quien nos guía en sus cuitas y en sus zozobras existenciales. A José Bustos le ha venido a alcanzar la primera crisis de la madurez, su rictus es el propio de la persona desorientada. Las cosas han dejado de funcionar con su novia y mucho tiene que ver su situación como parado. El arquitecto que no encuentra trabajo. El hombre que depende de la mujer. El orgullo derruido. A la vez, ha descubierto quién fue realmente su padre, justo cuando este acaba de morir. Por su parte, Eva Rufo intenta apoyar a su pareja en su preocupación y en su melancolía sin rumbo, con energía ―y con algunas extensas frases en catalán que sobrepasan lo comprensible para un oído no acostumbrado―, y con una expresión contundente y muy creíble. La acción en ellos nos traslada a un pasado repleto de interrogantes para estos dos barceloneses; pero, además, un presente cargado de impedimentos que podemos entender a la perfección. Sus diálogos son potentes y nos arrastran también a momentos de intimidad donde el habitual lirismo de Conejero se imprime, aunque más levemente que en sus otras obras. El dramaturgo encadena un texto más en esta temporada, después de Todas las noches de un día y El sueño de la vida. La geometría del trigo es una historia breve y emotiva con instantes que fulgen amor profundo.
Texto y dirección: Alberto Conejero
Reparto: José Bustos, Zaira Montes, Eva Rufo, José Troncoso, Consuelo Trujillo y Juan Vinuesa
Escenografía: Alessio Meloni
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Miguel Ángel Milán
Música: Mariano Marín
Audiovisuales: Bruno Praena
Ayudante de dirección: Alicia Rodríguez
Técnica: Leticia L. Karamazana
Producción ejecutiva: Kike Gómez
Fotografía: marcosGpunto
Diseño de cartel: Javier Jaén
Producción: Teatro del Acantilado con la colaboración del Centro Dramático Nacional, La Estampida, Producciones Teatrales Contemporáneas, Padam Producciones y el apoyo del Ayuntamiento de Vilches y la Diputación de Jaén
Trabajo realizado bajo residencia artística en la Sala Cuarta Pared
Agradecimientos: Xavier Bobés, Montse Ortega y Antonio Ruz
Hasta el 24 de febrero de 2019
Calificación: ♦♦♦
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2 comentarios en “La geometría del trigo”