Alberto Conejero toma La gaviota de Chéjov para recordar a los descendientes de los exiliados españoles en Méjico

No se puede afirmar que sea algo premeditadamente oculto; porque es evidente y, además, el autor lo ha expresado con claridad; pero, ¿cómo es posible que toda la trama, toda la vertebración y la conceptualización del texto ―al menos en la base― se fundamente en La gaviota de Chéjov, y Paloma negra no sea considerada una adaptación de aquella? Entendamos que el espectador que observe el título y el subtítulo (Tragicomedia del desierto) y a su «exclusivo» dramaturgo, eche de menos al ruso. En fin, el eterno debate sobre la versión, la adaptación, el homenaje, la inspiración, la apropiación o, directamente, la nada. En definitiva, si no atendemos a más explicaciones, lo que contemplamos en escena es una adaptación de La gaviota ―otra más, como hace unos meses con la de Rigola― resituada en el Méjico de los años 70, entreverada de gestos y de conversaciones, de nombres y de alusiones, que remiten a la emigración forzosa de españoles que se produjo antes, durante y después de nuestra guerra. Y, sí, el humor. Alberto Conejero, al menos en el primer tercio del montaje, ha sabido dotar a sus diálogos de un brío humorístico elegante, ingenioso y desencantadamente irónico. Por otra parte, parece ser que las remisiones culturales a la literatura, a la historia y a la generación «Nepantla» o «fronteriza» que se fue creando, entre aquellos individuos que tuvieron que desarrollar su tarea allá, sin ser estrictamente de allí. Individuos en tierra de nadie. Los hijos de los exiliados que debieron realizar el esfuerzo por hallar una tradición, un empuje y un apoyo. Todo este embrollo se sugiere, más que se exprime dentro del argumento. Sigue leyendo