¡Esta noche, gran velada!

Pilar Valenciano lleva la obra de Fermín Cabal al Teatro Español para recrear de nuevo el mundo del boxeo en los ochenta

Foto de Javier Naval

Mi sospecha clasista indica que el público que hoy está imbuido de eso que se denomina artes marciales mixtas y que tiene a Ilia Topuria como héroe nacional, como en su momento, fue Urtain (recordemos la obra de Animalario en 2008) no asistirá al Teatro Español. Alentado por el streaming y los influencers de la conocida como machosesfera (o manosfera) los espectáculos de lucha han vuelto para recibir un seguimiento masivo. En su renovación, también las mujeres han saltado a la lona y se vuelven a abrir gimnasios para que el personal haga guantes. De hecho, en los últimos años, aparte de la antes señalada, sí que hemos observado otros proyectos que se han adentrado en el ambiente boxístico, como Puños de harina o El combate del siglo.

Lo que ocurre es que la obra de Fermín Cabal queda emparedada como la propia generación a la que se representa, o sea, los ochenta. Modernos y cutres, con las estructuras del pasado y sin las depuraciones estéticas (y vacuas) que ahora nos rodean. No viene esta propuesta con ninguna advertencia para el respetable más sensible (quizás algunos jóvenes tengan desmayos con el lenguaje al escuchar: «¿nos vamos de putas?») como se pretende en Cine de barrio. En cualquier caso, la función no puede deshacerse de una atmósfera caduca, pues no ha pasado suficiente tiempo como para que se contemple con distancia. Quiero decir que otras obras realistas, pienso en aquellas anteriores, como las de Arte Nuevo (que tuvieron su homenaje hace unas temporadas), se perciben con otro cariz. Aquí miramos con edulcorada nostalgia un mundo zafio que se ha querido romantizar con algún revival quinqui.

De todas formas, el montaje de Pilar Valenciano es entretenido y posee una apariencia muy sugerente. La escenografía de Lua Quiroga Paúl exprime al máximo el espacio de la pequeña sala para concretarnos un detallado vestuario (se incluye un teléfono de rueda en la pared), con sus taquillas apiladas. Viejo y hasta cochambroso, aunque estemos hablando de competir por el «título europeo». Se intenta darle un mayor aire cinematográfico y moderno con la innecesaria inclusión de unos vídeos en blanco y negro. Rodrigo Ortega ilumina todos esos grises para que sobresalgan el amarillo del pantalón de nuestro antihéroe y los labios rouge de la dama buscadora de oportunidades.

No deja de tener el texto una estructura propia de las comedias de enredo, derivando, incluso, en la farsa un tanto inverosímil; no obstante, graciosa, pues varios especímenes son tan estrafalarios que parecen extraídos de algún tebeo de la época. Fijémonos cómo en las primeras líneas la directora ha lanzado a Mario Alonso a ponernos en situación con su energía de rock duro marcada desde su radiocasete. Este hace de Sony Soplillo, un muchacho corto de entendederas que vale para todo, que el intérprete desarrolla con gran agilidad y encanto. El «criado» aurisecular traído al presente para meter la pata, resultar ingenuo y mostrar su analfabetismo cuando apenas alcanza a comprender un periódico. Cuando llegue Marcel, el masajista, asumiremos una jerga epocal que el dramaturgo dominaba a la perfección (fue guionista, por ejemplo, de El pico 2). Daniel Ortiz encarnará su carácter con la firmeza necesaria para dar solidez a una trama que, por momentos, parece ridícula. Así ocurrirá en el desenlace, cuando el argumento alcance el ritmo del vodevil, y las entradas y salidas de personajes entremezclen los entuertos, los engaños y hasta la firma patética de contratos espurios logrando una confusión que nos destina al trágico final.

Para llegar a este punto, hemos de conocer al gran protagonista, Kid Peña, un hombretón de pueblo que, como solía ser habitual ─sigue ocurriendo parecido─, no posee demasiada cultura, ni una familia con el bagaje preciso para no caer en los bajos fondos. Aun así, un atisbo de rebeldía, quizás cansancio entreverado de pundonor, le lleva a negarse a perder ese ansiado galardón que se juega esa noche. No quiere, por lo tanto, aceptar el amaño de su mánager, que Chema Ruiz acoge con una chulería característica. Luego, la aparición de Achúcarro, un promotor interpretado por Jesús Calvo, distorsiona de alguna manera la dramaturgia. Su rol es breve y se muestra demasiado atrabiliario.

Nuestro boxeador es un Francisco Ortiz bronco y entrañable a partes iguales, que trabaja fenomenal con su cuerpo, con su musculatura, demostrándonos cómo se maneja con algunos golpes sobre el saco. Buscará la épica, una vez que ha recibido la humillante noticia, a través de una carta, de que su novia lo deja. ¿Qué le queda? ¿Encima debe saltar al cuadrilátero para que le den una tunda y fingirse traspuesto? Si no cumple con la pactado, unos maleantes, de esos que se juegan la pasta gansa, vendrán a llevarse de malos modos lo que es suyo.

También posee una veta de seductor, lo bastante eficaz como para engatusar (o es al revés) a la tal Marina. Marta Guerras borda su papel de buscona, de chica que se hace la tontorrona y aprovecha sus armas de mujer. La actriz lloriquea con humanidad y tono cómico de manera incuestionable. Ambos hallan una romántica escapatoria que les sirve a sus propios intereses. Ella podría librarse de Ángel Mateos, ese representante, tan amargo e impositivo, que la domina y la trata como un trapo. Mientras que Kid podría emprender una vida más convencional en el mundo rural al que pertenece, con su madre. Aunque estos son sueños de película y ¡Esta noche, gran velada! va sobre la realidad.

¡Esta noche, gran velada!

Autor: Fermín Cabal

Dirección: Pilar Valenciano

Reparto: Francisco Ortiz, Daniel Ortiz, Chema Ruiz, Marta Guerras, Jesús Calvo y Mario Alonso

Escenografía: Lua Quiroga Paúl

Vestuario: Tania Tajadura

Iluminación: Rodrigo Ortega

Composición musical y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo

Videoescena: Elvira Ruiz/Álvaro Luna

Coach de boxeo: Óscar «Rayito» Sánchez

Ayudante de dirección: Cristina Hermida

Residente de ayudantía de dirección: Majo Moreno

Asistente artístico: Iratxe Arrizabalo

Una producción del Teatro Español

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 25 de mayo de 2025

Calificación: ♦♦♦

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Foto de Mario Zamora

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En la profunda mella que va dejando la crisis en el mundo teatral, uno se encuentra que los espacios escénicos, tanto públicos como privados, van perdiendo sus señas de identidad por momentos. El público se despista y ya no sabe a lo que atenerse. A esto se le deben sumar cuestiones de otro cariz, como parece que, además, ha ocurrido en esta ocasión. La Sala Max Aub de las Naves del Español en el Matadero nos ha ofrecido esta temporada El arquitecto y el emperador de Asiria, Danzad Malditos y, hace bien poco, La estupidez; es decir, una serie de obras marcadas por la búsqueda de otros lenguajes y por la indagación en idearios no convencionales. Sin embargo, nos encontramos con este texto de José Luis Alonso de Santos, llamado En el oscuro corazón del bosque, que nos muestra a dos gatos humanizados, o viceversa, que aguardan a que los dueños del hogar por donde siempre han deambulado terminen su mudanza. Asistimos a conversaciones nostálgicas trufadas de recuerdos, mientras se contraponen las antagónicas personalidades de los dos protagonistas; si la Gata vieja está inquieta y sospesa embarcarse en una aventura amorosa; el Gato viejo, su marido, espera paciente leyendo estoicamente a Marco Aurelio y escuchando a Mozart. En una trama paralela, dos mozos de mudanzas descansan en el jardincillo que da cobijo a todos los intervinientes, y cual novela bizantina se van preparando para la subsiguiente anagnórisis que, dado el tono de la obra, ni se da sorpresa ni nada. Y este, claramente, es el grandísimo problema de esta obra: el tono. Sigue leyendo