El combate del siglo

Denise Duncan se fija en el boxeador Jack Johnson para trazar una inconsistente semblanza de aire reivindicativo

El combate del siglo - Foto de Kiku Piol
Foto de Kiku Piñol

En El combate del siglo no hay «Combate del siglo», aquel que reflejó Martin Ritt en La gran esperanza blanca (1970), expresión de Jack London, que ha triunfado y que es de uso corriente. Un acontecimiento gigantesco: era necesario arrebatarle el título de campeón mundial de los pesos pesados a Jack Johnson, el primer boxeador negro al que se había permitido competir por el más alto galardón y que ostentaba desde 1908. Evento que tuvo en vilo a gran parte del país; puesto que el orgullo de la superioridad racial estaba en juego. Una pelea que, exhibida en cines, fue un taquillazo. Y que nosotros, podemos conectar con Puños de harina, otra obra con boxeo y motivos de corte racial, que parte de un hecho verídico, con tintes reivindicativos. Uno de esos hitos donde los Estados Unidos de América quedan retratados en su inherente y estructural racismo. Aspecto este que vuelve con fuerza en el cine con la estela del «Black Lives Matter». Véase en el pasado año: La madre del blues, Una noche en Miami o Judas o el mesías negro. También, tengamos en cuenta que el Movimiento por los derechos civiles comenzó a mediados de los años cincuenta y que nosotros nos situamos en Reno (Nevada) el 4 de julio de 1910, quedaba mucho por hacer. Y por eso es relevante datar estos hechos. Digamos que la biografía del Gigante de Galveston es apasionante y da para mucho; pero Denise Duncan ha optado por centrarse en los años que nuestro protagonista pasó en Barcelona en el periodo 1915-1919, para escapar de la justicia. Así que, en cierta medida, se nos usurpa lo mejor y se nos deja con un picoteo de anécdotas minúsculas en flashback que producen un caos de tiempos que no permiten el desarrollo de los personajes: desde Barcelona iremos a 1901 en San Francisco (una rueda de prensa repleta de inquina), a 1913 en Chicago (un juicio en el que se le acusó de viajar con mujeres blancas), a 1920 en Kansas (escena minúscula en una prisión), a 1910 en Nevada (rueda de prensa anterior al gran combate) y a 1946 en Carolina del Norte (su fallecimiento). El espectador no posee la información necesaria, no alcanza a comprender el contexto y, por ello, la importancia de cada acto. El argumento se deslavaza suponiendo que el público puede concatenar esas piezas y asumir los motivos que circundan cada efecto. Y puede que, al final, se quede únicamente con proclamas tipo: «Sueña con que un día todas las naciones se levantarán y vivirán bajo el lema de “todas las personas son iguales”». La mayor parte de la propuesta transcurre en El Excelsior, aquel local barcelonés donde se daban representaciones teatrales, ponían películas y servía como salón de baile, para el cabaret, para el music-hall y para que se reunieran gentes propias de ese nuevo cosmopolitismo de la capital catalana. Durante el montaje asistimos a un exceso de números musicales de carácter similar. Es cierto, que las Knockouts, un trío de coristas que, gracias al asesoramiento coreográfico de Jeanette Moreno Silva, ofrecen unos sugerentes bailes conjuntados a la perfección con unas voces afinadas para redondearse con la música grabada de Marco Mezquida, junto a Manel Fortià y Carlos Falanga. Todo ello nos pone a tono, y anima el ambiente, para crear esa atmósfera de ritmos que nos lanzan a los locos años veinte. Queralt Albinyana hace de Clo, una de las chicas, una de las que interpretativamente muestra más consistencia y quien tiene la oportunidad de demostrar desparpajo sobre el escenario; aunque no deja de ser un papel secundario bastante limitado en su importancia de esta trama destramada. Su compañera, Yolanda Sikara, se queda con Aisha, y también sostiene su rol con entrega; aunque tenga que representar una escena algo fantasiosa, donde se empieza nombrando a Sócrates, se continúa relatando el mito de Narciso y se termina devolviendo Los tres mosqueteros. Una intelectual. Uno, realmente, no sabe qué pensar de la creación de cada uno de los personajes que pululan sobre las tablas. Porque Armando Buika, que está fallón, no consigue transmitir la personalidad de Jack Johnson. O más bien, podemos creer que Duncan se ha retraído a la hora de cargar las tintas en el lado más oscuro de su protagonista. Delante de nosotros: un osito de peluche anhela cariño de sus muchachitas-amantes, un melancólico con dolores de cabeza, obsesionado con la figura fantasmal de Jeffries, algo fanfarrón, a veces, cuando está contento. Muy distinto de como se lo define dentro y fuera de la obra: fiestero en demasía, un juerguista, un engreído que desea llamar la atención constantemente con sus gastos, con su vestimenta ostentosa, con sus cenas privadas de alto copete. De agresividad latente y manifiesta, un peligro al volante (murió en un accidente de automóvil y no era el primero). Bebedor irrefrenable y consumidor de cocaína. Obviar o matizar tantos vicios, puede ser el subterfugio que encuentra la dramaturga para que el discurso antirracista pueda salir de su boca con algo de credibilidad. Perfil del personaje que se adereza con ciertas referencias a sus lecturas y a sus recitaciones de Shakespeare; aunque, por lo visto, desde niño ya fue problemático y díscolo: se escapó de casa cuando era adolescente y abandonó la escuela. No obstante, es cierto que sus padres —la escena de la madre que interpreta Sikara es, quizás, de las más sentidas y verosímiles— se preocuparon por darle una educación, pues habían sido esclavos y eran conscientes de lo importante era el civismo. Por otra parte, la falta de sintonía en escena con su mujer (blanca) Lucille, tampoco ayuda al buen proceder de la función. Andrea Ros, con una expresión algo timorata, y una caracterización que más nos hace pensar en una barcelonesa perteneciente a la burguesía catalana, que mujer de aquel forzudo, dispuesta a salir por patas de su país. No parece la actriz más adecuada para este papel. Se muestra más ducha como cantante y, sobre todo, como bailarina, donde destaca por su soltura. De todas formas, la sensación general es que hacen falta más ensayos o que la directora debe puntualizar unas cuantas marcas; porque la fluidez no es la pertinente. Así le ocurre a Àlex Brendemühl, quien es un actor magnífico de cine, sobre todo, hace un Jim Jeffries, aquella esperanza blanca y que aceptó volver al ring, cuando se había retirado como un auténtico campeón, que se desgaja entre la rudeza y los insultos asquerosamente racistas. Después, como Cravan, apenas puede hacer una caricatura. En otro orden de cosas, resulta verdaderamente chocante el lenguaje que usan la mayoría de los personajes. Cuesta imaginar por qué la autora ha optado por una reiteración con ciertos improperios que difícilmente se utilizaban en entonces y que, además, se imponen de manera muy abusiva. ¿Cuántas veces se esputa «hostia puta» o «puta» esto o aquello? O «puto gilipollas». Parece que estamos en una película de Tarantino o que estamos paseando entre adolescentes del siglo XXI. Por no decir, que, en fin, aparezca el polifacético Arthur Cravan (presencia fulgurante y superficial en la obra) afirmando: «La mejor mandanga, la de La Hechicera» (la ‘mandanga’ de principios del siglo XX). Parece que estamos inmersos en el hampa. Si se quiere vulgarizar su habla, no vale con cuatro muletillas anacrónicas. No se dan ni acentos particulares, ni errores sintácticos, ni frases hechas o expresiones jergales que nos sitúen en aquella época. Mucho más apropiada es la escenografía de Víctor Peralta: un ring sui géneris sirve de escenario cabaretero, con distintas alturas que propician perspectivas variadas para los diferentes saltos temporales. El cuidado vestuario de Nina Pawlowsky, posibilita un realismo coherente. Una vez alcanzada la hora y cuarenta y cinco minutos de espectáculo toca preguntarse cuál es el objetivo de la dramaturga, si se aparta de la magnitud de aquel acontecimiento tan relevante. Pues no parece que, más allá de ciertas peculiaridades de rebelde ricachón, se postule como emblema, como un símbolo de luchador por los derechos de los negros. Si debía servir, como así ha quedado señalado en la historia —así se remarca en el documental Unforgivable Blackness. The Rise and Fall of Jack Johnson, de Ken Burns— para evidenciar el comportamiento deleznable de aquellos hombres blancos que acudieron a la pelea como si fuera el Coliseo romano, dispuestos a saborear la aniquilación de un «salvaje»; pues, entonces, esperaremos a otra ocasión. El texto de Denise Duncan hace aguas en su estructura, se demora en lo insustancial y no amasa lo esencial (¿cómo se puede hablar una y otra vez de un tal inspector Gómez y que este no haga acto de presencia?); recarga la función con números musicales que suenan un tanto repetitivos y no maneja la dirección con el pulso firme que requiere un relato así. El combate del siglo es una obra sin pegada.

 

El combate del siglo

Escrita y dirigida por Denise Duncan

Reparto: Queralt Albinyana, Àlex Brendemühl, Armando Buika, Andrea Ros y Yolanda Sikara

Escenografía: Víctor Peralta

Iluminación: Guillem Gelabert

Vestuario: Nina Pawlowsky

Dirección musical: Marco Mezquida

Espacio sonoro: Jordi Bonet

Músicos de la banda sonora grabada: Manel Fortià (contrabajo), Carlos Falanga (batería) y Marco Mezquida (piano)

Grabación estudio: Jordi Bonet y Marçal Cruz (OIDO)

Vídeos promocionales: Raquel Barrera

Asesoramiento dramatúrgico: Isaias Fanlo

Asesoramiento en boxeo: Xavier «Machete» Flotats

Asesoramiento en la coreografía: Jeanette Moreno Silva

Asesoramiento en dicción: Ignasi Guasch

Ayudante de dirección: Xavi Buxeda Marcet

Estudiante en prácticas de dirección: Katja Diao (ERAM)

Fotografía: Kiku Piñol

Diseño de cartel: Equipo SOPA

Coproducción: Centro Dramático Nacional, Sala Beckett, Grec 2020 Festival de Barcelona y Teatre Principal de Palma

Teatro Valle-Inclán (Madrid)

Hasta el 23 de mayo de 2021

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