Pese al esfuerzo de Corina Fiorillo en la dirección, el espectador se agota a la media hora. El resto es pura repetición

La temporada anterior se valoró muy positivamente en este diario la última obra de Fernando Arrabal, Pingüinas, tanto por el despliegue espectacular como por la originalidad del texto. En esta ocasión, con El arquitecto y el emperador de Asiria, una obra que se recupera tras casi cincuenta años, no se puede afirmar que su pretendida procacidad y su insistente afán provocativo sean capaces de suscitar en el espectador de hoy la agitación de entonces. Volvemos a contemplar sobre el escenario los temas predilectos del teatro pánico arrabaliano, pero mientras que en el inicio uno puede quedar estupefacto ante la incomprensión y ante el desparpajo de dos seres deslavazados, luego se cae en una reiteración inocua. Las interpretaciones acerca del cometido de los dos protagonistas han sido variadas. Por un lado está el autonombrado Emperador de Asiria, un déspota que parece haber caído de un avión a una isla prácticamente desierta. Fernando Albizu vuelve a desplegar esas dotes para moverse por el escenario con la comodidad de alguien absolutamente seguro de lo que quiere interpretar. No hace falta más que recordar su actuación en la fallida Trágala, Trágala de hace unos meses, para comprobar hasta qué punto implementa con sus capacidades textos inconsecuentes. Le acompaña un Alberto Jiménez que nos descubre a un actor que tiene la oportunidad de expresarse de múltiples maneras, mucho más que cualquiera de los personajes a los que hasta ahora nos tiene acostumbrados tanto en cine, televisión o sobre las tablas. Ambos participan en el juego infantil que les propone Arrabal, porque más allá de los símbolos absurdos que se disponen, ellos, en definitiva, juegan, y no parece que vayan a terminar de hacerlo nunca. Por eso la obra falla, todo se despliega para retornar una y otra vez al mismo sitio, al origen, al caos primigenio. Que la obra se descomponga escénicamente por su falta de resolución o de continuidad, es decir, por el aburrimiento al que nos somete, no quita para que, como texto, posea un interés para aquellos que disfrutan de lo críptico y especulativo. Podemos encontrar, a mi modo de ver, dos claves con las cuales seremos capaces sobrellevar la marabunta que se nos viene encima con tanta verborrea sin aparente sentido. Por un lado, el binomio amo-esclavo, tal y como lo definió Hegel, se hace presente. Es el comienzo de la historia, el deseo humano del Emperador por ser reconocido por el arquitecto y que este se le someta. A su vez, el arquitecto desea ser reconocido por el Emperador y que se le someta. Esa es su lucha y, en este caso, sin visos de resolución debido a su inmadurez. Por otra parte, observamos cómo pasan de la fase anal freudiana —no hay más que ver con qué ganas nos enseñan sus culos— a la fase fálica, donde surge el complejo de Edipo. De hecho, el Emperador habla de su madre asesinada. Los dos se reconcilian en estas dialécticas de tal modo que acaban configurando un personaje único, unitario; se confunden en una amalgama actoral. Se retroalimentan en sus propias acciones de juego perpetuo. Bien, es Arrabal, un creador pertinaz del que siempre se puede sacar jugo, pero en este caso, más allá de los esfuerzos de Corina Fiorillo en la dirección, no podemos más que agotarnos a la media hora. El resto es pura repetición.
El arquitecto y el emperador de Asiria
Autor: Fernando Arrabal
Dirección: Corina Fiorillo
Reparto: Fernando Albizu y Alberto Jiménez
Escenografía: Noberto Laino
Vestuario: Gabriela A. Fernández
Iluminación: Soledad Ianni
Música original y diseño sonoro: Rony Keselman
Teatro Español – Naves del Matadero – Sala Max Aub (Madrid)
Hasta el 1 de noviembre de 2015
Calificación: ♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
2 comentarios en “El arquitecto y el emperador de Asiria”