Todos pájaros

Drama familiar con el trasfondo árabe-israelí, firmado por Wajdi Mouawad y dirigido por Mario Gas en los Teatros del Canal

Todos pájaros - Foto de Pablo Lorente
Foto de Pablo Lorente

Sigue siendo la realidad tozuda e imperante. Si la semana pasada, Wajdi Mouawad nos devolvía a la tesitura libanesa, de la que él procede, con esa primera obra suya que ha estado estos años recuperando (Journée de noces chez les Cromagnons). Ahora por fin asistimos a la adaptación de Todos pájaros (fue suspendida en 2020), con la dirección de Mario Gas, mientras persiste el ruido de las bombas en Gaza. Llegados a este instante, creo que hay que ser más incisivo con la crítica hacia este dramaturgo; porque, ciertamente, este texto me parece un descalabro. Un dramón que incurre, como veremos, en una concatenación de discursos inverosímiles que nos pueden hacer sospechar de alguna pretensión «alucinatoria» sobre las religiones. Cada capítulo será un pájaro, como una metáfora del tiempo, la historia y las huellas que sobrevuelan por encima de estas gentes en su aciago devenir.

El planteamiento, desde luego, nos recuerda a la azarosa vivencia representada en su célebre Incendios. Esos paralelos que tanto motivan al creador con las tragedias griegas que él mismo ha adaptado en algunas ocasiones (véase Les larmes d’Oedipe o Inflammation du verbe vivre). Inicialmente observamos a Eitan y a Wahida en una biblioteca universitaria. Se conocerán mediante esas formas azarosas que se estilan en las películas románticas actuales. Él, que es encarnado con enorme energía y gran disposición por Aleix Peña Miralles, soportará el peso del protagonismo sin decaer en sus convicciones. Es un joven estudiante de Genética que se define como «objetista para quien todo es objeto y que no soporta la idea de dejarse llevar por ensoñaciones inútiles». Ella es acogida por Candela Serrat, quien se maneja con candor y seriedad. Pronto nos revelará que está haciendo su tesis sobre León el Africano (recordemos la novela del libanés Amin Maalouf). Se pretende hacer un paralelo con aquel diplomático y el mundo actual. En su indagación se preguntará: «¿Hasta qué punto debemos atarnos a nuestra identidad perdida?», comenta. Como ocurre en la literatura con los romances fronterizos, el amor ha surgido entre un judío (alemán) y una musulmana; aunque vivan fuera de la fe.

Gran parte de la obra transcurre en Israel, adonde han acudido para visitar a la abuela de Eitan, Leah, una señora hosca, que se muestra con gran distanciamiento, y que Vicky Peña interpreta con mucha pujanza. Lo terrible es que el muchacho termina siendo víctima de un atentado y se debate entre la vida y la muerte en un hospital. Después, entre los saltos temporales, que se van sucediendo, todavía encontramos una interesante velada, donde se establecen esos límites, esas inquinas que siguen reverberando por el planeta. Nos hallamos en una cena de Pascua, en el Séder, en Nueva York, para que nuestro protagonista presente a su novia. Es ahí cuando la madre, Norah, que nos deja a una Anabel Moreno remarcando el estereotipo de la alta sociedad judía, comienza a poner reticencias; mientras que el abuelo, entrañable y bonachón, con un Manuel de Blas contenido, primeramente, en ese tráfago de sentimientos, aboga por una concepción más abierta, más moderna. Es el padre, David, quien nos entrega a un Pere Ponce furioso, que emprenderá una subtrama que recargará la fábula en demasía. Repleto de odio hacia el enemigo palestino, embebido por la tradición, no puede soportar las pretensiones de su hijo. Alcanzado este momento, parece que Mouawad se deja contaminar por el telefilme turco, tan inverosímil en esos esquemas que beben de la novela griega o bizantina. Cómo se puede cohesionar con cordura la propia irracionalidad de fe con anagnórisis que se suceden a través de monólogos que, si bien logran un apreciable grado de lirismo, se regodean sin fin en autoexplicaciones de lo insondable. Y así le ocurre directamente a este David, quien descubre que es un niño adoptado. No diré más, ni especificaré cómo el dramaturgo expone el caso en una analepsis recargante. Lo que llega a afirmar este tipo ya valdría de sobra para configurar un drama solvente. Esto se aunará con una confesión de Wahida que nos lleva por esos derroteros de la fe inserta en los cromosomas de musulmanes y de judíos, ni bautismo requieren para pertenecer inextricablemente a una religión, a un pueblo, a una etnia. «Soy árabe y nadie me había enseñado a serlo…», afirma. El personaje hubiera requerido unas vivencias superiores ante nuestros ojos para que unas aseveraciones así no suenen algo cursis en alguien con madurez y formación. Solamente son unos ejemplos, porque, en realidad, hay mucho más. A mí, sinceramente, esta estructura y este argumento no me convencen. Creo que el autor ha caído en su propio borbotón, en la turbina de su escritura, y no ha sabido darle equilibrio intelectual.

Luego, visualmente la sencillez de la escenografía que ha diseñado Sebastià Brosa, con unos escalones y unas rampas, favorecen el movimiento. Quedan, de fondo, las llamativas imágenes de Álvaro Luna para crear una ambientación que se entrevera con la iluminación taciturna de Carla Belvis. Igualmente, la estupenda composición musical de Orestes Gas nos traslada a los sonidos tradicionales de esa zona del Mediterráneo como una confluencia de visiones. La factura general del espectáculo es, por lo tanto, notable. De todos modos, nos perdemos las distintas lenguas que deberían escucharse y una hondura superior en esas sentencias tan rotundas. Al final, tanta ansia de complejidad, quiebra la verosimilitud.

Todos pájaros

Texto: Wajdi Mouawad

Traducción: Coto Adánez

Dirección: Mario Gas

Reparto: Aleix Peña Miralles, Candela Serrat, Vicky Peña, Manuel de Blas, Pere Ponce, Anabel Moreno, Lucía Barrado, Juan Calot, Núria García y Pietro Olivera

Escenografía: Sebastià Brosa

Ayudante de escenografía: Igone Teso

Vestuario: Antonio Belart

Ayudante de vestuario: Eva Mendoza

Iluminación: Carla Belvis

Música original y audioescena: Orestes Gas

Videoescena: Álvaro Luna

Colaboradora videoescena: Elvira Ruiz

Ayudante de dirección: Montse Tixé

Producción ejecutiva: Pilar de Yzaguirre – Ysarca

Subdirectora de Ysarca: Pilar García de Yzaguirre

Dirección de producción: Elisa Ibarrola

Producción delegada: Elena Martínez, Álvaro de Blas

Asistencia producción: José Andrés López

Diseño de cartel: Corazón Brabo

Coordinación técnica: Unocontres Producciones, S.L.

Fotografía: Sergio Parra

Maquillaje: Chema Noci

Vídeo y gráfica: La Dalia Negra

Agradecimientos: Pablo Derqui, Alberto Iglesias y Iñigo Benítez

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 29 de diciembre de 2024

Calificación: ♦♦

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La isla del aire

Nuria Espert se convierte en la abuela fustigadora en una obra muy endeble del novelista Alejandro Palomas

La isla del aire - Foto de David Ruano
Foto de David Ruano

El género familiar abunda tanto en la escena ─más que en el cine─ que uno termina agotado de costumbrismo y de la misma estructura. Y eso que aquí Alejandro Palomas se salta su propio esquema y concentra en ochenta minutos la hecatombe que propicie la limpieza ritual de una familia, que la libere de sus pesares y de sus cuitas y, a la par, nos convoque a tal oxigenación a nosotros mismos desde la platea. Sin embargo, convengamos en que se roza la telenovela. Es una mala obra teatral que adapta una novela que busca excesivamente la sentimentalidad a través de entresijos forzados.

Nuria Espert se despide del teatro ─la recordaré por su participación en Incendios y, sobre todo, por La violación de Lucrecia─ para hacer de Mencía, una abuela que ha esperado a verse rodeada de sus dos hijas y de sus dos nietas, para soltarles el rapapolvo con un buen repaso vital entre sarcasmos, y mientras carga su boca de tacos para regocijo de un público que cae en ese tipo de chabacanerías. No será este su personaje más brillante, desde luego, porque ninguno de los papeles, ni siquiera el suyo, son lo suficientemente solventes como para pergeñar un argumento mínimamente verosímil. Al menos, la escenografía de Sebastià Brosa, ese hábitat rocoso que nos traslada al Mediterráneo, resulta de lo más sugerente con el leve desplazamiento que nos indica una nueva perspectiva, una visión del mar y de la Isla del Aire. En ella, las proyecciones de Álvaro Luna (con la ayuda de Elvira Ruiz) logran una ambientación de lo más llamativa, un movimiento entre tanto estatismo melodramático.

En definitiva, aceptemos que a la función le falta prólogo, contexto, atmósfera de cierta normalidad; ya que si vamos repasando a cada uno de los personajes casi podríamos pensar que los ha mirado un tuerto, y que han viajado hasta ese islote para hallar a la vieja pitonisa que las ilumine en su presente y futuro aciagos. Ninguna se libra. La misma protagonista, Mencía, no es que frise los noventa y esté sentada en una silla de ruedas, y que pierda la conciencia y explore la realidad con pesadillas que sobrevienen, es que tiene el brazo lesionado. Podemos admitirlo, claro; pero si su hija, con la que suele vivir, Flavia, y con quien lleva una relación de amor-odio muy acendrada requiere muletas, porque se ha lastimado una pierna; pues la verosimilitud se quiebra. Además, Teresa Vallicrosa no tiene tiempo para desarrollar de una forma más concisa su papel; parece que su vida está determinada por un hecho del pasado que, como no podía ser de otra manera en una obra así, conoceremos al detalle (mal de amores). Otro tanto le ocurre a Candela Serrat, quien inserta su historia ya avanzada la pieza. Una catástrofe personal más que daría para un desarrollo muy superior, pero que es anecdótica. Si se ha enamorado de una mujer, cuando lleva años casada y tiene un hijo, entenderemos que el cambio es brusco, pues, encima, su marido se ha enterado. Además, en ella no observamos una interacción coherente con el resto, y eso aumenta la falta de familiaridad que debemos presumir en ese grupo de mujeres, por mucho que las desavenencias vengan de lejos. Peor se da el asunto con Clàudia Benito, que hace de Bea, la más joven, y que tiene más protagonismo. La conexión con su abuela es entrañable; aunque establecen un juego de contarse secretitos que es demasiado naíf. También la muchacha ha roto su noviazgo. Otro desastre para esta calamidad bizantina (o turca). Ni si quiera se dibuja tímidamente el contraste entre aquellas dos hijas de la anciana. Una más bronca y dolida; la otra, Lía, encarnada por Vicky Peña con paciencia y candor, es una señora que cede enseguida, que se vuelve complaciente ante las adversidades. Por eso su progenitora consiguió con facilidad que volviera al redil cuando se descubrió que su yerno era un adúltero.

Uno se pregunta si el recuerdo de Helena, esa tercera nieta desaparecida en el mar hace un año en esa Isla del Aire no debería ser más inspiradora; si no debería suponer una atracción mayor para las demás, cuando parece que era la más «artista» de todas. Únicamente es otra «excusa» para que la matriarca ejecute su poder terapéutico aplicando su soberbia.

Tampoco creo que debamos caer en el habitual estudio sicológico, donde terminemos por derivar de esa madre fustigadora cada una de las particularidades emocionales de sus descendientes. Sus debilidades propiciadas por ella y la paradójica exigencia de fortaleza in extremis. Un ejercicio masoquista repleto de manipulación. Todo ello resulta demasiado evidente y merecería una complejidad de más calado, no vaya a ser que al final nos quedemos con que todo el montaje está destinado solamente a que la Espert demuestre su arte interpretativo. Desde luego, el director, Mario Gas, ha puesto todo su empeño para que así sea.

La isla del aire

Autor: Alejandro Palomas

Dirección: Mario Gas

Reparto: Nuria Espert, Vicky Peña, Teresa Vallicrosa, Candela Serrat y Clàudia Benito

Diseño de espacio escénico: Sebastià Brosa

Diseño de vestuario: Antonio Belart

Diseño de iluminación: Paco Ariza

Música original y espacio sonoro: Orestes Gas

Videoescena: Álvaro Luna con la colaboración de Elvira Ruiz

Caracterización: Núria Llunell

Voz: Anabel Moreno

Una producción de Teatre Romea con el apoyo de ICEC

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 14 de enero de 2023

Calificación: ♦♦

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El sueño de la razón

José Carlos Plaza realiza una puesta en escena visualmente atractiva del drama histórico de Buero Vallejo

El sueno de la razón - Foto de marcosGpunto
Foto de marcosGpunto

Que José Carlos Plaza pase de sus Divinas palabras en 2019 a El sueño de la razón (¡Ay, Carmela! entre medias) tiene toda su lógica. La línea Goya y sus Pinturas negras con el esperpento de Valle-Inclán es una concepción que arrastramos en nuestro inveterado tenebrismo. España vive con la permanente sensación de la autodestrucción. Al parecer, en el presente, somos uno de los países más polarizados del mundo (ya se anuncia un documental sobre la cuestión). El intento elitista de Ortega se tornó baldío, la defensa y concreción de una intelectualidad respetada por el resto de grupos sociales resulta una entelequia. Sigue leyendo

Oceanía

Carlos Hipólito encarna a Gerardo Vera en una pieza que nos sirve para descubrir la infancia y la juventud del fallecido dramaturgo y cineasta

Oceanía - Foto de José Alberto PuertasResultará inevitable para gran parte del público al que va destinado concretamente este espectáculo identificar ipso facto la voz de Carlos Hipólito con la del narrador de Cuentáme cómo pasó. Son demasiadas temporadas y, además, el actor trae a este montaje unas formas que tienen que ver mucho con un contador de historias. Su alocución se recrea con cierto deleite con las frases y con las palabras para que se suspendan en el aire como si esto fuera el radioteatro que tanto abundaba antaño, y que él mismo ha practicado en eventos especiales en los últimos tiempos. Ahora, ¿por qué debería interesarnos un montaje así, donde Gerardo Vera dejó escrito un texto sobre su juventud? Por un lado, porque reproduce parte de esa posguerra de los vencedores, y eso ya conlleva cierta originalidad en nuestra época; y, por otra parte, porque resultan atrayentes algunas de las peculiaridades que lo destinaron al mundo del espectáculo. Sigue leyendo

Rif (de piojos y gas mostaza)

Laila Ripoll y Mariano Llorente nos trasladan al Desastre de Annual a través de un espectáculo de variedades como hilo conductor, que satiriza lo militar

Rif (de piojos y gas mostaza) - Foto de Luz SoriaEl Centro Dramático Nacional está dando buena cuenta de la conmemoración del Desastre de Annual (1921) a través de dos obras de carácter humorístico. Primero fue Alfonso el Africano, y ahora toca Rif (de piojos y gas mostaza).

Laila Ripoll y Mariano Llorente vuelven a recurrir al café-cantante —como, de alguna manera, hicieron en El triángulo azul—, para edulcorar las angustias de la guerra en África y, también, para emitir una crítica socarrona sobre los consabidos vicios españoles. Este procedimiento vodevilesco arrumba en exceso la recreación histórica, pues esta queda expuesta con una serie de películas a modo de noticiarios que, a su vez, son explicados reiterativamente por parte del elenco. Sigue leyendo

Los últimos Gondra

Borja Ortiz de Gondra cierra su trilogía familiar con una pieza elocuente y sensible que ofrece una mirada esperanzadora sobre el futuro

Los últimos Gondra - Foto de Luz Soria
Foto de Luz Soria

Ahora que se cierra la trilogía de Los Gondra, no puedo dejar de pensar en la serie alemana de Edgar Reitz, Heimat (que quiere decir ‘patria’; pero no piensen en Aramburu, o sí), que fue altamente defendida por Stanley Kubrick; y que tiene ciertos aspectos estéticos y otros tantos narrativos (cambien a los nazis por los etarras) que nos entregan grandes concomitancias con la saga que nos incumbe. Si Borja Ortiz de Gondra no la ha visto, debería hacerlo. Si con Los otros Gondra la decepción cundió —desde mi punto de vista—, fue porque tenía aire de transición y se recargaba la autoficción más narcisista. Felizmente, esta última parte se reconduce de manera exquisita para dialogar metateatralmente más con la primera pieza, Los Gondra (una historia vasca). Sigue leyendo

Ulloa

La obra de Irma Correa se inspira en la novela de Pardo Bazán; aunque la creación resulta tan inédita como sugestiva

Ulloa - Foto de Ilde Sandrin
Foto de Ilde Sandrin

Si hubiera que juzgar este espectáculo por los supuestos objetivos extrateatrales que dice buscar, como el homenaje a Emilia Pardo Bazán en la conmemoración del centenario de su muerte y la difusión de su obra como empeño didáctico para llegar a las nuevas generaciones, entonces lo calificaríamos como fracaso o como propuesta insuficiente (y muy patrocinada), tal y como ocurrió, aunque bastante peor, con Fortunata y Benito. Si yo fuera profesor, que lo soy, y quisiera ampliar mis lecciones sobre la escritora gallega (en absoluto olvidada en el currículo como a vece se da a entender), que suelen ocurrir en el último trimestre tanto de 4º de ESO como, al año siguiente, en 1º de Bachillerato (sí, es así de absurdo) con alguna obra teatral, pues, entonces, me costaría mucho relacionar Ulloa con la novela de Pardo Bazán. Sigue leyendo

Viejo amigo Cicerón

Semblanza sobre el Arpinate protagonizada por Josep Maria Pou, en un montaje conciso y filosóficamente superficial

Foto de David Ruano

¿Puede una obra que tenga como protagonista a Cicerón ser insignificante filosóficamente? Pues parece que sí. ¿Puede esto resultar decepcionante viniendo de una triple entente como la que forman Caballero-Gas-Pou? Indudablemente. La obra que ahora recala en el Teatro de La Latina es conceptualmente superficial hasta la médula. Marco Tulio Cicerón cabalga entre la política, la oratoria, la retórica y la filosofía. Su fama es un compendio de todos esos dominios. También se debe a que conservamos suficientes obras suyas, y que, además, pertenece a una época ―el siglo I a.n.e. en la Antigua Roma― de la que poseemos buenas noticias y de primera mano. Reconozcamos, eso sí, que es un filósofo de segunda fila; pues, en absoluto, fue original, y más bien fue un compilador de todas esas corrientes helenísticas (estoicismo, cinismo, epicureísmo, etcéter) que tan bien funcionaron por aquellos lares a punto de ser imperiales. Por lo tanto, nos situamos ante un ecléctico en cuanto al pensamiento que, a tenor de ciertos hechos relevantes de su vida ―como su manera de contravenir la conjura de Catilina―; podemos juzgarlo como un hipócrita o, directamente, un pragmático ―aspecto clave de la cultura latina―. Pues cualquiera que haya leído De officiis (Sobre los deberes), una de sus obras principales, comprenderá que era un hombre que defendía estrictamente el cumplimiento de las leyes y del deber, apoyándose esencialmente en las virtudes cardinales. Sigue leyendo

El salto de Darwin

Estreno mundial de la obra que Sergio Blanco escribió en 2011 sobre el conflicto de las Malvinas aderezado con elementos míticos

De un tiempo a esta parte, el nombre de Sergio Blanco ha irrumpido en la escena española, pues se han representado varias de las obras escritas en los últimos años. Con El bramido de Düsseldorf, que se pudo contemplar en la pasada edición del Festival de Otoño, ya se nos vendió al artista como otro enfant terrible más (será porque vive en Francia); pues acometía procederes de posteatro. En 2017, la propia Natalia Menéndez dirigía Tebas Land, en el Kamikaze, una propuesta más convencional. Y, ahora, ella misma, recurre a un texto que el dramaturgo escribió en 2011. Esto nos da cuenta de los cambios que se han dado en la dramaturgia del escritor franco-uruguayo. Podemos lanzar una reflexión acerca de lo conveniente que hubiera sido emplear a intérpretes argentinos, viven unos cuantos por estos lares y no solo conservan su acento, sino que, además, mantienen unos modos en su expresión que parecen de lo más coherente si de la Guerra de las Malvinas hemos de tratar y de la Argentina en su paisaje tan real como simbólico. Sé que es un debate recurrente; pero a veces se tiene tan a mano que parece desidia. En fin, que el estreno mundial de El salto de Darwin se nos presenta al Matadero con las oraciones tajantes de nuestro español y de nuestra imaginación. Sigue leyendo