Divinas palabras

José Carlos Plaza regresa a este clásico de Valle-Inclán sobre la degradación moral con una puesta en escena algo anticuada

Foto de marcosGpunto

Puede resultar enormemente paradójico que el clásico de Valle-Inclán, una obra señera de la dramaturgia contemporánea española y una de las más viajeras, se nos muestre avejentada, fuera de un marco conceptual que podamos asimilar con la facilidad que hasta hace unos treinta o cuarenta años se hacía; y, a la vez, quizás —es algo aventurado afirmarlo— recupere su fascinación cuando se pueda observar como ahora hacemos con los dramas barrocos. Y es que Divinas palabras engarzaba con una España profunda, oscura y grotesca que hasta hace no mucho era reconocible en algunos pueblos de la geografía española; no obstante, la urbanización generalizada y el abandono de muchos espacios rurales desvirtúa, en cierto modo, el simbolismo valleinclanesco. Constatemos que parte del público puede tomar esta función como algo viejuno; aunque no quita para que pueda adquirir una impronta exótica, de la que ahora carece. Además, la estética que ha configurado Paco Leal y el vestuario de Pedro Moreno, parecen salidos, precisamente, del montaje que presentó el propio José Carlos Plaza allá por 1987. Gerardo Vera en 2006, para inaugurar la nueva sede del Centro Dramático Nacional, es decir, el Teatro Valle-Inclán que se ubica en Lavapiés, ya le dio otro aire. Y qué decir de la Compañía Chévere con su Divinas palabras revolution; que supuso todo un cambio de perspectiva y de revitalización, y que logró demostrar la vigencia de este esperpento. Lo que transcurre en el María Guerrero se arropa con una luz macilenta y con unos harapos como telones de fondo que priman la pobreza, lo goyesco y el expresionismo en decadencia, en una aparente racanería de medios. Visualmente está falto de atractivo y nos hace pensar en un espectáculo, insisto, de épocas pretéritas. A partir de ahí, el texto (que incluye, como detalle muy interesante, algunas de las preciosistas acotaciones), como es sabido, nos traslada a una Galicia cavernaria, cargada de maldad y de costumbres aviesas, la zafiedad atraviesa todas las capas de esta sociedad anclada en lo telúrico como si el instinto natural permeara en cada acción. Porque, esencialmente, el dramaturgo ha puesto el foco en una aldea inhóspita para remarcar con realismo (todo el posible en su desenmascaramiento), el atraso de un país —preocupación esta del noventayochismo—, que nos alejaba demasiado ya del avance europeo. Recordemos, por ejemplo, que el analfabetismo en aquellos lares en 1900 era del 73%. Digamos que la mirada sociológica está ahí y que Divinas palabras puede ser más provocadora —de hecho, lo es—, que muchas de esas que pretenden atacar al mercado —casi siempre con cobarde ironía—, desde el marxismo posmoderno. En el principio está la palabra serpenteante, en el principio está la luz, la del ángel caído, la de Lucero, Séptimo Miau, un Alberto Berzal que da muy bien de tipo malicioso, altanero y garboso. Un individuo tan seductor como escurridizo, que se dedica a adivinar el futuro con su perro Coimbra y que viene acompañado por Poca Pena (y su bebé acurrucado al pecho). María Heredia, quien también toma luego el importante papel de Simoniña, imprime una fuerza bravía y temerosa a partes iguales, doliente y desahuciada. El enfrentamiento oracular con Pedro Gailo, el sacristán, marca el destino de la trama en un preámbulo cargado de rastrera sintonía. Carlos Martínez-Abarca logra dotar a este cornudo en potencia con el temor de Dios en un pueblo que cuesta domeñar, pues vive ahíto de vicios. Aunque la cochambre y esa sarnosidad escénica tan potente, se nos revela con la muerte repentina, como sometida ya por el hambre y el desaliento, de Juana Reina, que nos deja una de las imágenes más tenebrosas con el cuerpo yaciente de Diana Palazón y su hijo hidrocéfalo babándose entre gruñidos sobre su rostro. Desde ese momento, observaremos el ritual y el catálogo de tropelías. Cobra gran protagonismo Mari Gaila, una María Adánez que comienza su alocución tan arriba, en el inicio de su fingimiento, en la exposición de su cinismo (algo increíble su planto); luego es todo carnalidad y desparpajo. El carretón del niño idiota es un tesoro, una mascarada pavorosa para las ferias que terminará en desastre, un recuerdo de aquellos circos de freaks. Mención aparte merece La Tatula, puesd esta mendiga que encarna Ana Marzoa contiene la declamación idónea para que nos imaginemos a Celestina haciendo de las suyas, propiciando los cuernos que consuman el pecado y el horror del lugar. No le va a la zaga, Marica del Reino, la hermana del sacristán, una Consuelo Trujillo espléndida en su sabia interpretación y en su astucia para espolvorear la cizaña. La hipocresía es un manto que recoge un sentir asqueroso, pues los meapilas encuentran en la desnudez, en la ridiculización de Mari Gaila, un sacrificio a sus vidas carentes de todo orden moral. Solo el latín, como sus palabras «divinas», parece ser el sortilegio que reconduzca los ánimos de unas almas descarriadas. Así se zanja una propuesta que se ajusta bastante a lo esperable y que va reclamando otra entereza para revitalizarlo en nuestro siglo XXI.

Divinas palabras

Autor: Ramón del Valle-Inclán

Dramaturgia y dirección: José Carlos Plaza

Reparto: María Adánez, Javier Bermejo, Alberto Berzal, María Heredia, Chema León, Carlos Martínez-Abarca, Ana Marzoa, Diana Palazón, Luis Rallo, José Luis Santar y Consuelo Trujillo

Escenografía e iluminación: Paco Leal

Vestuario: Pedro Moreno

Música y ambientes: Mariano Díaz

Ayudante de dirección: Montse Peidro

Ayudante de escenografía e iluminación: Javier Ruiz de Alegría

Ayudante de vestuario: Sofía Nieto Recio

Fotos: marcosGpunto

Diseño cartel: Javier Jaén

Producción: Producciones Faraute

Producción ejecutiva: Celestino Arana

Gerencia: José Casero

Coproducción: Centro Dramático Nacional y Producciones Faraute

Teatro María Guerrero (Madrid)

Hasta el 19 de enero de 2020

Calificación: ♦♦♦

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