Estreno mundial de la obra que Sergio Blanco escribió en 2011 sobre el conflicto de las Malvinas aderezado con elementos míticos
De un tiempo a esta parte, el nombre de Sergio Blanco ha irrumpido en la escena española, pues se han representado varias de las obras escritas en los últimos años. Con El bramido de Düsseldorf, que se pudo contemplar en la pasada edición del Festival de Otoño, ya se nos vendió al artista como otro enfant terrible más (será porque vive en Francia); pues acometía procederes de posteatro. En 2017, la propia Natalia Menéndez dirigía Tebas Land, en el Kamikaze, una propuesta más convencional. Y, ahora, ella misma, recurre a un texto que el dramaturgo escribió en 2011. Esto nos da cuenta de los cambios que se han dado en la dramaturgia del escritor franco-uruguayo. Podemos lanzar una reflexión acerca de lo conveniente que hubiera sido emplear a intérpretes argentinos, viven unos cuantos por estos lares y no solo conservan su acento, sino que, además, mantienen unos modos en su expresión que parecen de lo más coherente si de la Guerra de las Malvinas hemos de tratar y de la Argentina en su paisaje tan real como simbólico. Sé que es un debate recurrente; pero a veces se tiene tan a mano que parece desidia. En fin, que el estreno mundial de El salto de Darwin se nos presenta al Matadero con las oraciones tajantes de nuestro español y de nuestra imaginación. Nos encontramos en junio de 1982, durante el fin de semana en el que terminará esa estúpida guerra que ni sirvió, ni hubiera servido para nada. Una familia se dirige con las cenizas de su hijo muerto ―un joven soldado― hacia el sur, por la Nacional 40. Van en un viejo auto que carga una rulot. Por supuesto, Monica Boromello ha plantificado el coche en el centro y ha tenido el acierto de «arrinconar» la casa andante que, a la postre, sirve de escenario espectral. El ambiente está muy logrado y nos invita a adentrarnos en ese viaje hacia el frío glaciar. La iluminación de Gómez Cornejo, además, reparte excelentemente el paso de las horas y las sombras fantasmales. A todo ello, se añaden las videocreaciones de Álvaro Luna, que quedan un tanto deslucidas en el transcurso de la función. Algunos de los collages que se improvisan en directo resultan un tanto redundantes. Y es que la redundancia (valga la cual) viene a ser significativa, como vamos a ver. Sin ir más lejos, la hija, una Olalla Hernández con cierta vaguedad en la vocalización; pero con una disposición física y expresiva muy convincente, nos aporta, en distintos apartes, una serie de explicaciones que recargan una trama que debería ir sola. Y no solo es por la contextualización inicial: «Salto primero. El salto geográfico. Escena primera. Hoy es viernes 11 de junio del año 1982». Sino, porque luego, sigue detallando las circunstancias de la muerte de su hermano. Peor es que el novio (Juan Blanco va de menos a más, hasta mostrarse ágil en su proceder), cuando se aproxima el desenlace, nos desgrane una de las principales significancias de la metáfora «Salto de Darwin», en una lección de clase que ya definitivamente nos aparta del verdadero interés de unos personajes en pleno desarrollo de transformación existencial: «Darwin plantea que la selección natural habría seleccionado no solamente ciertas variaciones orgánicas ventajosas, sino también toda una serie de instintos sociales de carácter altruistas». El amor maternal. Y es que esta obra, ahí su validez oculta que se va desvelando en un proceso lógico y trascendente que nos debe conmover, nos muestra a una madre impulsando espiritualmente el coche que conduce su marido y a todos sus ocupantes para cumplir el deseo del hijo asesinado. Una madre sin su hijo no es una madre y su condición vital queda trastocada para siempre. La evolución de la especie nos ha traído aquí. El principio es un fulgor orgásmico y el final es la ceniza sobre un hielo eterno. Por eso debemos seguir a Goizalde Núñez que es una actriz fetén, tan sentida como enérgica, con esa pulsión hacendosa y ese dolor entreverado en su mirada acuosa. Solo ella mantiene el auténtico pundonor y la memoria, mientras pretenden engañarla sobre el devenir de la guerra, que se radia como un partido de fútbol (se celebraba el Mundial en España. Justo el otro día murió Paolo Rossi, el mejor jugador de aquel campeonato. También, claro, resuena Maradona). El marido, Jorge Usón, deriva la empresa hacia la comicidad bonachona que tan bien se le da. La ingenuidad se materializa con gracietas intempestivas y así va creando una atmósfera más amable para esta elegía. La verdad es que Natalia Menéndez los ha dirigido con perfeccionismo inequívoco; porque los diálogos fluyen con chispa y con dinamismo. Desde luego, ha sacado lo mejor de este elenco. Uno de los platos fuertes entra de la mano de Cecilia Freire. Resulta que Sergio Blanco incluye a Kassandra, esa prostituta transexual que protagoniza el monólogo del mismo nombre y que es una reinvención sui géneris de la mítica Casandra. Freire se introduce en el papel en una metamorfosis espectacular como última novia del fallecido. Sus movimientos sicalípticos, su vestuario de furcia animosa y su inglés macarrónico ―no habla ni papa de español y es necesario buscar diferentes «traductores»― abren nuevas posibilidades de interacción. Es un personaje agónico y humorístico, sucio y tierno, que desencadena en los demás reacciones muy significativas. Como lógica adivina y vidente que no será creída, conecta amistosamente con la madre. Como «la que enreda a los hombres», practicará las artes felatorias y lúbricas con los varones, sonsacando curiosas homosexualidades. Ciertamente, las tres mujeres, como si fueran las troyanas, sufren silenciosamente el derrumbamiento de su mundo próximo hasta límites insospechados. En ellas se concierta la extensión de la metáfora darwinista. Por otra parte, otro de los atractivos del montaje está en la música que suena en directo y que será del agrado de gran parte del público. Teo Lucadamo, en su estreno como intérprete en una obra teatral ―esto es empezar muy arriba; aunque su actuación es más bien musical; a pesar de que su carrera lírica tampoco nos conste como destacable―. Estéticamente queda bien el espectro del muchacho deambulando y cantando sobre la rulot esos temas estadounidenses que encajan en el imaginario prototípico de la road movie (a Sergio Blanco le ha costado imaginarse una road movie argentina): «Hotel California» o «Eye in the sky» (cachitos prenavideños maravillosos) marcan cada estación, cada noche desértica. El salto de Darwin posee diversos puntos de interés, tanto políticos, míticos y sentimentales. Es un buen proyecto el de Natalia Menéndez; pero el texto viene recargado por innecesarias explicaciones que nos disuaden de lo esencial.
Autor: Sergio Blanco
Dirección: Natalia Menéndez
Reparto: Juan Blanco, Cecilia Freire, Olalla Hernández, Teo Lucadamo, Goizalde Núñez y Jorge Usón
Escenografía: Mónica Boromello
Diseño de iluminación: Juan Gómez Cornejo
Diseño de vestuario: Antonio Belart
Composición música original: Luis Miguel Cobo
Creación de videoescena: Álvaro Luna
Una producción de Teatro Español, Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid y
Entrecajas Producciones Teatrales
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 17 de enero de 2021
Calificación: ♦♦♦
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