Semblanza sobre el Arpinate protagonizada por Josep Maria Pou, en un montaje conciso y filosóficamente superficial

¿Puede una obra que tenga como protagonista a Cicerón ser insignificante filosóficamente? Pues parece que sí. ¿Puede esto resultar decepcionante viniendo de una triple entente como la que forman Caballero-Gas-Pou? Indudablemente. La obra que ahora recala en el Teatro de La Latina es conceptualmente superficial hasta la médula. Marco Tulio Cicerón cabalga entre la política, la oratoria, la retórica y la filosofía. Su fama es un compendio de todos esos dominios. También se debe a que conservamos suficientes obras suyas, y que, además, pertenece a una época ―el siglo I a.n.e. en la Antigua Roma― de la que poseemos buenas noticias y de primera mano. Reconozcamos, eso sí, que es un filósofo de segunda fila; pues, en absoluto, fue original, y más bien fue un compilador de todas esas corrientes helenísticas (estoicismo, cinismo, epicureísmo, etcéter) que tan bien funcionaron por aquellos lares a punto de ser imperiales. Por lo tanto, nos situamos ante un ecléctico en cuanto al pensamiento que, a tenor de ciertos hechos relevantes de su vida ―como su manera de contravenir la conjura de Catilina―; podemos juzgarlo como un hipócrita o, directamente, un pragmático ―aspecto clave de la cultura latina―. Pues cualquiera que haya leído De officiis (Sobre los deberes), una de sus obras principales, comprenderá que era un hombre que defendía estrictamente el cumplimiento de las leyes y del deber, apoyándose esencialmente en las virtudes cardinales. Ya se nos anuncia, desde el inicio, que fue un hombre conservador, en cuanto que anhelaba mantener el orden que se iba fraguando a través del senado y otras instituciones; pero, a la vez, progresista, en el sentido, de que no se negaba a los posibles avances que pudieran mejorar a Roma. En cualquier caso, escuchamos una semblanza biográfica, tan somera como los setenta minutos exactos que dura, y sin la controversia que podría habernos estimulado. Consideremos que Ernesto Caballero sabe lo que hace, para qué lo hace y, sobre todo, para quién. Y en esto estamos, lo que a priori parece serio, resulta, también, entretenimiento, un pasatiempo wikipédico por el que se pasea Julio César con sus ínfulas dictatoriales, la confabulación que terminó con él y, entre tanto, la relación con su «amigo» Cicerón. ¡Ay de aquel espectador que piense que ha aprendido algo! Un capítulo de Merlí es más provocador. En primera instancia, la escenografía de Sebastià Brosa es apabullante y nos absorbe y concita a un dichoso encuentro, con una iluminación de Juanjo Llorens que sobresale en el tramo final con los ensombrecimientos. El escenario se llena con la sala de una biblioteca que se aventura importante, con su gran mesa central y todos los anaqueles repletos de libros. Allí se ha quedado dormido un estudiante universitario que está acumulando apuntes y teorías sobre el Arpinate. Alejandro Bordanove cumple con este papel de buen chico, de ideas materialistas y de tendencias marxistas (aunque no se menta a la bicha), que acepta entrar en el «juego» (a ello somos todos invitados) de rememorar y reelaborar la vida del pensador. Porque ha llegado a ese espacio de saber un señor, un tanto irónico, que afirma ser Marco Tulio. No es un chiflado, más bien parece un profesor; aunque aceptaremos que es una reencarnación que ha venido a nuestro presente a dar testimonio directo de lo que ocurrió en aquellos tiempos tan convulsos. Lo que resulta altamente paradójico es que se recurre más a la narración monologal ―con leves réplicas de los otros intervinientes―, que al discurso trufado de recursos retóricos tan propio de la oratoria senatorial. O, sobre todo, que no se atisbe la confrontación, el cuestionamiento, el juicio a un tipo con claroscuros evidentes. Esto solo ocurre tímidamente en el preámbulo. La cuestión es: ¿para qué metes en escena a dos estudiantes si no van a buscarle las vueltas a su objeto de estudio? La respuesta, adivino, es la suavización del espectáculo, no vaya a ser que al respetable se le atraganten los acontecimientos. Es decir, un montaje que pide disputa y que carece de ella. El único punto de hondura llega cuando asistimos a la muerte de Tulia ―encarnada con agilidad por Maria Cirici, la otra estudiante, más racionalista, de la que no se saca partido suficiente―, la hija de Cicerón, quien falleció poco después de dar a luz, un niño que apenas vivió. El dolor que expresa Pou concentra un pesar clarividente y melancólico, que permite desarrollar un personaje que, hasta el momento, únicamente era un docente enérgico y sin más. En otro instante ―tampoco da para más el asunto―, las videoescenas de Álvaro Luna, con varios personajes célebres como Bruto u Octavio, repartidos como espectros tribunicios, logran un tono más ambivalente y onírico, que rompe con la línea didáctica de la función para cerrar con algo más de fabulación artística. El humor que se destila es amable y complaciente. Mario Gas dirige la propuesta; pero tampoco podemos afirmar que sobrevuele la mano hábil de un director como el que hace unos meses se puso al frente del extraordinario espectáculo de Pedro Páramo. En Viejo amigo Cicerón no hay filípicas, ni catilinarias ―aunque se mente en varias ocasiones la célebre frase: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?―. Y a pesar de que viajamos a Túsculo, tampoco se rememoran sus famosas Disputaciones tusculanas. El argumento se recarga de hitos históricos de importancia, sin duda; pero que no nos permiten traslucir el pensamiento que este filósofo nos ha legado. Por estas razones, la función carece del fuste que se le debe presumir a unas gentes de teatro tan excelsas.
Autor: Ernesto Caballero
Director: Mario Gas
Reparto: José María Pou, Alejandro Bordanove y Maria Cirici
Imágenes registradas: Jose Luis Alcobendas, Ivan Benet, Aleix Peña, Xavier Ripoll y David Vert
Escenografía: Sebastià Brosa
Iluminación: Juanjo Llorens
Vestuario: Antonio Belart
Espacio sonoro: Orestes Gas
Vídeoescena: Álvaro Luna
Ayudante de dirección: Montse Tixé
Ayudante de iluminación: Rodrigo Ortega
Ayudante escenografía: Paula Font
Dirección de producción: Maite Pijuan
Producción ejecutiva: Marina Vilardell
Jefe de producción: Álvaro de Blas
Dirección oficina técnica: Moi Cuenca
Oficina técnica: David Ruiz
Regidor: Paco Montes
Sastre: Cristian Magallanes
Técnico sonido: Pablo de la Huerga
Construcción escenografía: Arts-cenics y Taller escenografía Joan Jorba
Confección vestuario: Època y Goretti
Agradecimientos: Teatre Nacional de Catalunya y La Perla 29
Una coproducción del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y el Teatre Romea de Barcelona
Teatro de La Latina (Madrid)
Hasta el 14 de marzo de 2021
Calificación: ♦♦
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