Un drama sobre las fronteras de la ficción y el parricidio, protagonizado por Israel Elejalde y el joven Pablo Espinosa

Otra vez el ir haciendo, otra vez el metateatro, otra vez bordear los márgenes de la realidad y de la ficción. Vía agotadora de los últimos cien años, que en los tiempos presentes ha ahondado en la autoficción, que resulta más periodismo y documental que otra cosa. En Tebas Land, además de trabajar con las herramientas mismas del acto de representación, se aborda el tema del parricidio. El gran problema con el que nos encontramos, una vez ha finalizado la función, es aceptar que todo el andamiaje sobre la elaboración de la propia obra teatral no acaba de estar ni al servicio de su propia reflexión, ni al servicio de una profundización interesante acerca del caso que nos compete: un hijo ha matado a su padre. Para empezar, contamos con tres personajes a los que les falta redondearse. Primeramente, Israel Elejalde se enmascara en un dramaturgo que se hace llamar S, que pretende escribir una obra de teatro sobre un chico (uno concreto y conocido), que ha matado a su padre y que está recluido en la cárcel. Se dirige a nosotros a modo de presentación, para explicarnos lo que pretende hacer: básicamente, entrevistarse con el muchacho, pergeñar los diálogos y, mientras tanto, intentar que El Pavón Teatro Kamikaze le acepte las diversas propuestas; siempre y cuando se puedan sortear las trabas del Ministerio del Interior. Como no podíamos esperar menos, el actor vuelve a mostrarnos sus dotes, su dominio escénico; aunque el papel no le permite ir más allá, y tampoco, parece, que la directora le haya apretado las tuercas para forzar ciertas situaciones. Sí sería conveniente que el intérprete se reprimiera a la hora de encestar canastas con facilidad, demostrando que su deporte favorito —en la realidad es el baloncesto—, cuando el personaje reconoce que solamente ha jugado de pequeño; aunque su padre se dedique a ello. Las pegas que se le pueden poner al personaje tienen que ver con cierta actitud un tanto inverosímil, por ejemplo, cuando le echan para atrás su gran idea de llevar a las tablas a un preso —algo que había reconocido que era fundamental— y lo asume con un hieratismo impropio de un artista. Y, luego, Sergio Blanco, el autor de esta pieza, parece que no quiere desarrollar nada, que lanza macguffins sin freno, ya sea la relación del director con su progenitor, su homosexualidad, sus verdaderas intenciones, la violencia latente, etc. Y tampoco observamos bloqueos creativos, ideas que no funcionan, atisbos y conjeturas sobre cómo resolver ciertas escenas. Digamos que no tiene mucho interés reflexionar —tampoco se hace mucho— sobre la labor interpretativa, las cuestiones acerca de la mímesis y la representación; y después, únicamente, quedarnos con la tormenta de ideas más tópica y consabida sobre el parricidio; es decir, Edipo (y por lo tanto Freud), Dostoievski y Los hermanos Karamazov, y otras influencias que no son más que las que cualquiera tomaría como partida. Sería a partir de ahí donde vendría lo difícil, o sea, qué otros materiales le servirían de apoyo, cómo funcionaría su imaginación, qué indagaría en su propia vida o qué análisis moral realizaría del caso concreto. Por lo tanto, nos quedamos en la superficie de un escritor cualquiera, no de un supuesto «artista contemporáneo» que vive en París y que tiene reconocimiento. Por otra parte, conocemos a Martín, el parricida, un joven encerrado que dedica su raquítico recreo a tirar unas canastas. Pablo Espinosa me parece un gran descubrimiento, principalmente porque sabe transformarse en el preso y en el actor, Fede, que debe interpretarlo, y lo hace con soltura y con detalles medidos que acentúan la diferencia entre uno y otro, como los movimientos —acelerados y violentos en uno, más tranquilos e, incluso torpes (no botar bien la pelota), en el otro. Y aunque el dibujo de este papel está más logrado, con todos esos aspectos sórdidos sobre el maltrato al que se veía sometido por su padre, la descripción del asesinato o la etapa en la que se prostituyó, parece increíble que tanto el dramaturgo uruguayo como Natalia Menéndez en la dirección, no hayan configurado un lenguaje más apropiado para un tipo que reconoce haber dejado los estudios tempranamente (dice en 3º y en el colegio, no sé si se refiere a España o a Uruguay), que no conoce muchas palabras, que no entiende algunas cosas, que ha vivido en un ambiente deleznable; pero resulta que no tiene el más mínimo acento, que pronuncia completamente todas los términos, que construye correctamente sus oraciones, que no usa vulgarismos. No digo que tenga que cumplir con el estereotipo de barriobajero; pero alguna característica propia de alguien sin estudios en su habla debe tener. Sin que se pueda aducir la etiqueta de postdrama, sí que se observa en la función esa postura de muchos dramaturgos contemporáneos consistente en lanzar al aire los temas, los influjos, las citas, para que el espectador las ensamble, si quiere, a su gusto. El creador es, evidentemente, el espectador; aunque en la mayoría de los casos no logrará la categoría de artista. Y el que debiera ser el artista, renuncia a elaborar un discurso coherente que le exija trascender en las cuestiones primordiales y tomar juiciosamente las decisiones favorables. Aquí lo vemos de forma inequívoca cuando se esparce la idea de «usar» a un parricida auténtico en escena. Es, en definitiva, un truco propio del arte conceptual, donde el esbozo, lo presupuesto y lo posible se transforman mágicamente en la cabeza del receptor en la obra imaginaria y terminada. Ironía posmoderna y distanciadora. O como esa lectura sobre la anécdota de la Esfinge y la adivinanza (por si el respetable no la conocía) que afirma ha sacado de Wikipedia, pura boutade. Un juego que podría tener su gracia si la conclusión redundase en la auténtica persuasión teatral, aquella que trasciende lo dado. Como digo, es un asunto ya demasiado manido este de la autoficción, desde la novela hasta el cine (no me canso de recomendar Synecdoche, New York) pasando por el teatro. Insisto en la importancia de que la técnica debe estar al servicio de lo contado sino queremos quedarnos en el mero artificio. Ahí tenemos, lógicamente, a La función por hacer, donde la metaliteratura está al servicio del cuestionamiento acerca de la entidad de los propios personajes, o la genial Eroski Paraíso, donde se recrea un supermercado para grabar un documental en una búsqueda sobre las raíces perdidas, o al extraordinario texto de Gon Ramos, Un cuerpo en algún lugar, donde el ir haciendo sirve para cuestionar las posibilidades azarosas de la vida. Son tan solo tres ejemplos de metateatralidad. La pregunta es: ¿Sergio Blanco consigue profundizar en la cuestión de la ficción en sí misma y en el tema del parricidio, con sus vericuetos y con sus justificaciones sociológicas, y, a la vez, empastar ambas líneas para lograr una síntesis artística? Yo creo que no. Bien, pues a pesar de ello —he de reconocer que a este teatro le exijo el máximo— la factura del espectáculo supondrá un gran atractivo al público habitual. La labor de Natalia Menéndez es muy estimable, puesto que ha logrado un dinamismo y una confluencia entre lo ficticio y lo representado muy notable; que los actores logran momentos de verdadero entusiasmo y entendimiento, que la escenografía de Alfonso Barajas, tanto con la jaula —que vale para mantener el encierro constante y la ruptura con el espectador—, como la pantalla, donde se proyectan las imágenes que captura las cámaras de seguridad, posee bastante seducción; más la iluminación de Juan Gómez Cornejo que sabe definir los dos mundos. Por lo tanto, este montaje de Tebas Land posee destellos de buen hacer que sorprenderán a ese respetable que aún no está ahíto de metateatro.
Autor: Sergio Blanco
Dirección: Natalia Menéndez
Intérpretes: Israel Elejalde y Pablo Espinosa
Escenografía y vestuario: Alfonso Barajas
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Videoescena: Álvaro Luna y Bruno Praena
Producción: Salvador Collado
Dirección de producción: Marisa Lahoz
Ayudante de dirección: Pilar Valenciano
Ayudante de producción: Marta Gutiérrez-Abad
Fotografía: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela
Una coproducción de Compañía Salvador Collado y El Pavón Teatro Kamikaze con la colaboración de la Comunidad de Madrid
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 7 de enero de 2018
Calificación: ♦♦♦
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