El Centro Dramático Nacional presenta una saga vasca que recorre más de cien años de historia a golpe de fratricidio

Sostengo desde hace tiempo que la identificación es el mayor vicio del ser humano. Es muy difícil defender la libertad de un individuo que vive subsumido en una religión, un partido político, una corriente de pensamiento o en una tradición. Él no es él, sino el eslabón de la idea o su defensor más fiero. El poeta bilbaíno Gabriel Aresti versó: Nire aitaren etxea / defendituko dut. / Otsoen kontra,…; es decir: Defenderé / la casa de mi padre. / Contra los lobos,… O, si preferimos: Harmak kenduko dizkidate, / eta eskuarekin defendituko dut / nire aitaren etxea; es decir: Me quitará las armas / y con las manos defenderé / la casa de mi padre;… Ahí lo tenemos pues. Borja Ortiz de Gondra sale al escenario para introducirnos en la historia que se va a representar —los meandros de su árbol genealógico— un hecho que cobra verdadero sentido cuando él se funde en el propio elenco para participar, aunque sea brevemente, en varios momentos de la representación. Un toque muy interesante de realidad-ficción que fluye y que establece un marco que recoge una estructura que nos lleva al pasado a través de tres periodos muy distantes, de tres generaciones, para regresar al 2015. Se titula Los Gondra (una historia vasca); pero se narra la saga de los Arsuaga. Así se acentúa en el interior de la función, cada vez (pocas ocasiones) que aparece el autor. Las partes están perfectamente definidas. Primero nos vamos a 1985, estamos en Algorta, Bilbao. Aquel año fueron asesinadas 37 personas por ETA. En la propia familia ha surgido una facción de consentidores; ahí tenemos a Ainara, prima segunda de Juan Ignacio y Bosco, quien acude a la boda del primero y que muestra todos los tópicos del ideario del terror. María Hervás saca su macarrismo sin medias tintas, un choque político y estético algo forzado. El novio, señalado con una diana en el frontón, es interpretado por Iker Lastra y nos muestra su seguridad y a la vez su miedo escondido. Él será quien herede el armario de Cuba, perteneciente a sus antepasados y que guarda los pocos recuerdos de una época próspera. Mientras se viste, le acompaña su hermano Bosco (el álter ego del dramaturgo), un joven que vive en Nueva York con su novio y al que le va a resultar imposible ser aceptado por esos padres carpetovetónicos. Francisco Ortiz mantiene el pulso en este primer acto e irá ganando terreno a lo largo de la obra con una energía in crescendo. Y es que debemos aceptar que resulta complicado quedarse con los nombres de todos y trazar sus vínculos cuando nos largamos al 1940 y luego al 1898, por mucho que venga bien especificado en el programa de mano. Problema menor si nos quedamos con los bandos y las rencillas hasta que llegamos al principio de la cuestión, que es algo así como llegar al bíblico relato de Caín y Abel. Cuando llegamos al año siguiente de la guerra civil, los actores se enmascaran en otros personajes, y Luis, el terrateniente interpretado por Marcial Álvarez, toma gran protagonismo. Es él, con todo descaro y mordiente, quien nos plantea la vergüenza que siente por su hijo, un joven republicano que recién ha vuelto al pueblo. La cesta punta alcanza un significado metafórico: desgaste y lucha. Es el hombre frente al frontón irrompible del tiempo. Finalmente, nos marchamos al desastre de Cuba, a las herencias de las guerras carlistas y a su fragua ideológica en el País Vasco; ya sabemos: Dios, patria, rey y fueros. El escenario se oscurece mientras se nos lleva a la solución final; una recreación, según cuenta el autor, cuando vuelve a salir —con trazas de realismo mágico.
Ciertamente, el director, Josep Maria Mestres, ha logrado un dinamismo no solo necesario para abordar toda la historia con esas constantes entradas y salidas; sino que ha combinado diferentes ritmos, desde los bailes y cantes típicos del lugar hasta ralentizaciones que se plasman en fotografías (elemento muy presente en la función) para ofrecernos un trabajo espléndido (a falta de sobretítulos: ¿nos perdemos algo cuando hablan en euskera?). Además ha contado con un elenco que mezcla la experiencia de actores como Juan Pastor (me quedo con la hondura de su papel como Donato) o Sonsoles Benedicto, armoniza su gracia habitual con momentos de verdadera ternura. Luego, Victoria Salvador, destaca como fotógrafa; es con este papel con el que brilla y se la ve más suelta. Por otra parte, Pepa Pedroche y José Tomé demuestran su fuerza escénica con una colección de personajes lo suficientemente dispares como para otorgarles sabios matices. Cierra el reparto Cecilia Solaguren —muy entregada— que, ante todo, es la novia, aquella que probablemente no tenga apellido vasco y que rápidamente se dispone a luchar, no solo por su matrimonio sino, también, por la vida en aquel ambiente hostil. Para que aún encajen más todas las piezas, la escenografía de Clara Notari aprovecha el reducido espacio con el que cuenta, para alzar un frontón que se expone como una caja llena de trampillas de las que salen mesas, el armario cubano, una chimenea del XIX, un cobertizo, etc. A lo que tenemos que añadir las imágenes que se proyectan sobre la superficie, diseñadas por Álvaro Luna y que le dan un aporte cinematográfico (también fotográfico) lleno de viveza. La iluminación de Juanjo Llorens vuelve a ser idónea, claroscuros, rotos por los flases, y los colores que cada época necesita. La música de Iñaki Salvador se expande propicia en la atmósfera folclórica. Tampoco podemos olvidarnos del coherente vestuario de Gabriela Salaverri. La verdad es que técnicamente se le pueden poner muy pocas pegas a este espectáculo, en todo caso, sería deseable una reposición (también una reflexión que permeara en ciertas capas de la sociedad más allá de las butacas) donde se pudieran desplegar todos estos elementos en una sala de mayores proporciones. Definitivamente hay que alabar el atrevimiento tanto a Ernesto Caballero por esta apuesta, como a Josep Maria Mestres por su sabiduría dramatúrgica y a Borja Ortiz de Gondra que, si bien se le podría achacar que no todas las historias acaban de redondearse con la misma firmeza (sobre todo respecto a la primera), nos ha entregado, en síntesis, una de las mejores propuestas de la temporada.
Autor: Borja Ortiz de Gondra
Dirección: Josep Maria Mestres
Reparto: Marcial Álvarez, Sonsoles Benedicto, María Hervás, Iker Lastra, Borja Ortiz de Gondra, Francisco Ortiz, Juan Pastor Millet, Pepa Pedroche, Victoria Salvador, Cecilia Solaguren y José Tomé
Escenografía: Clara Notari
Vestuario: Gabriela Salaverri Solana
Iluminación: Juanjo Llorens
Música: Iñaki Salvador
Videoescena: Álvaro Luna
Movimiento: Jon Maya Sein (Kukai Danza)
Asesoramiento lingüístico (euskera): Karlos Cid Abasolo
Asesoramiento vocal: David Peralto
Ayudante de dirección: Fran Guinot
Ayudante de escenografía: Martina Sibona
Alumnas de la RESAD en prácticas: Lide Martínez / Yolanda D. Lee
Diseño cartel: BYG / Isidro Ferrer
Fotos: marcosGpunto
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 19 de febrero de 2017
Calificación: ♦♦♦♦
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