Mario Gas presenta este clásico contemporáneo sobre el horror de la guerra y la verdad familiar
Incendies (Incendios) ha logrado en poco tiempo convertirse en una de esas obras con destino al canon, cuando es precisamente una reelaboración sui géneris del Edipo. La estructura y la disposición de los elementos dispares que muestra el texto nos hacen pensar más en una novela o en una película que en una tragedia. La multiplicidad de escenas, el obligado solapamiento de situaciones, las dos principales tramas imbricándose con saltos en el tiempo, requieren un montaje escénico tan ágil como el que nos enseña Mario Gas en el Teatro de La Abadía. A pesar de la parrafada inicial un tanto caótica de Ramón Barea, en la piel del notario Hermile Lebel, pone sobre la mesa algunas claves. El actor, ajustándose equilibradamente a su personaje, por un lado timorato y por otro pundonoroso, se esmera en aproximarnos hacia una cotidianidad que, en realidad, esconde una catástrofe vital. Dos hermanos gemelos aguardan a la entrada del despacho para conocer las últimas voluntades de su madre, una mujer libanesa que llevaba tiempo en absoluto silencio esperando la muerte. Descubrir la biografía de esta mujer es lo que metafóricamente produce esos «incendios» en aquellos afectados por lo ocurrido y, sobre todo, el encargo inaudito: buscar a su hermano (que desconocían tener) y a su padre (del que no sabían nada). Ella, Nawal de joven (14 años), es Laia Marull, enamorada y sentida, se expresa con el tacto adecuado y con una fortaleza creciente que nos anima a continuar. Su amor es Wahab, pronto tendrá que alistarse y abandonar a su novia. Aquí Edu Soto se nos muestra jovial, aunque es un actor que parece expresarse hacia dentro, como si quisiera guardarse algo siempre. Luego, cuando se meta en el papel de Nihad, su propio hijo, veremos cómo impone su altura, su posición escénica, puro expresionismo y decadencia tenebrista. En el presente nos enteramos de que la gemela, que se llama Jeanne, es matemática y se ocupa de investigar ciertas teorías que anticipan todo un conjunto de incertidumbres. A la vez, su hermano, Simon, entrena para su próximo combate de boxeo. Carlota Olcina, por lo tanto, se encarga de simbolizar la razón y el orden, sin embargo, le circunde lo inasible, es un personaje con fuerza llevado con ímpetu paulatino. Álex García, en su cuadrilátero mental, representa la furia y la impotencia que manifiesta a través de sus improperios y exbruptos, quizás algo exagerados, pero comprensibles. Esto continúa. Dos viajes. Nawal emprendiendo la búsqueda de su hijo arrebatado hacia territorios peligrosos e inestables, acompañada de Sawda, una mujer que desea aprender a leer y a escribir, y que Lucía Barrado vivifica con modestia y, a la vez, arrojo. La otra búsqueda es la de Jeanne persiguiendo, en avanzadilla, la verdad sobre su padre y su otro hermano. Entre toda esta complejidad se encuentra, en múltiples papeles, Alberto Iglesias que igual que interpreta a un conserje se mete en la piel de un miliciano. Se metamorfosea para conectar historias, para asentar el entramado con auténtica firmeza y credibilidad. Finalmente, Nuria Espert se queda con el papel de Nawal ya madura y con el de aquella abuela en silla de ruedas aconsejando a su nieta que aprenda a leer y a escribir. Es en esa consigna donde se encierra su pequeño hálito de ilusión para escapar de aquel pozo. La Espert, aunque su presencia en escena es pasiva, mantiene su aura expresiva para revelarnos, como un espíritu justiciero, la anagnórisis definitiva. La función que nos presenta Mario Gas resulta lo suficientemente ágil como para que todas las piezas se vayan ensartando sin detrimento para la propia historia. Además, la sencilla escenografía de Carl Fillion, junto a una iluminación austera de Felipe Ramos, permiten que las videoescenas que se proyectan sobre el gran frontón central creadas por Álvaro Luna sumen e ilustren detalles pertinentes de cada episodio. Con Incendios, los espectadores más exigentes, pueden acusar al texto de Wadji Mouawad de caer en un retorcimiento e insistencia reiterada, al final, por cerrar todos los cabos; como si la verdad fuera a solucionar algo. El autor libanés toma el tópico del dolor sofocleo y, por lo tanto, para sus protagonistas no puede haber esperanza, sino asunción de la hecatombe. Al igual que ocurre con Edipo, la catarsis no tiene cabida, no existe la purificación. Ante esto solo cabe preguntarse cuál es la razón por la cual una madre se empeña en disponerlo todo para que después de su muerte sus hijos conozcan la angustia suprema que se oculta tras el silencio. ¿Qué necesidad hay de ello? Por otra parte, es, efectivamente, una historia grandiosa, compleja y madura, aunque vaya por los cauces realistas de épocas pretéritas y se muestre como un teatro algo conservador en las formas dramatúrgicas para el siglo XXI, máxime cuando es un autor que ha demostrado con otros espectáculos, como hace unos años con su Seuls, sus propensiones vanguardistas. Ahora, Incendios, posee tantos valores estéticos que no podemos disimular nuestra fascinación.
Autor: Wajdi Mouawad
Dirección: Mario Gas
Reparto: Ramón Barea, Álex García, Carlota Olcina, Alberto Iglesias, Laia Marull, Edu Soto, Nuria Espert y Lucía Barrado
Traductor: Eladio de Pablo
Escenografía: Carl Fillion
Vestuario: Antonio Belart
Videoescena: Álvaro Luna
Espacio sonoro: Orestes Gas
Iluminación: Felipe Ramos
Fotografía: Ros Ribas
Escenógrafa asociada: Anna Tusell
Ayudante de vestuario: Cristiana Martínez
Realización de atrezzo: Luis Rosillo
Producción: Ysarca
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 30 de octubre de 2016
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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