Repaso a los espectáculos más sobresalientes de este curso que acaba de finalizar en la esfera teatral

Que la tendencia conservadora y buscadora de públicos más talluditos y fieles se va imponiendo en la mayoría de los teatros es ya una obviedad. De alguna manera, esta pulsión arrastra también a creadores que estarían dispuestos a arriesgarse más; sin embargo, ven que el propio ambiente lo ha hecho más complicado. Parece que ciertas líneas se van difuminando como, por ejemplo, esas ínfulas juveniles de otros años donde se nos esputaban consignas sobre su sacrosanta identidad; pero con tono victimista y ñoño. Por lo tanto, se echa en falta una hornada de dramaturgistas que incidan con potencia en las diatribas políticas y morales que nos circundan. No querría que el término que voy a emplear ─anodina─ fuera el adjetivo que calificara a esta temporada que acaba de terminar; no obstante, pocos exabruptos se ha detectado. Siquiera alguno ridículo como Roland mon amour, de Cris Balboa, o inconsistente como Hysteria, de Carla Nyman.
Afortunadamente, siempre se hallan propuestas sobresalientes que nos impulsan con deseo a continuar observando teatro. Creo que este año el CDN ha cumplido con creces su labor y puedo extraer un ramillete de excelentes funciones. El mejor de todos Lacrima, de Caroline Guiela Nguyen, quien fue capaz de diseñar un artefacto complejo desde el punto de vista técnico; pero que no se olvidó de ofrecer un argumento sólido a partir de la elaboración de un vestido de alta costura. En magnitud estética estuvo igualmente a la altura el Orlando, que adaptaron Gabriel Calderón y Marta Pazos, para destinarnos a una experiencia sinestésica sobre la novela de Virginia Woolf. En otro orden, aunque con gran pujanza dramatúrgica, el propio Teatro María Guerrero acogió Nada, sobre el melancólico relato de Carmen Laforet, que condujo Beatriz Jaén con gran equilibrio y hondura. Y en la otra sede, en el Teatro Valle-Inclán, transcurrió uno de los grandes hitos de este curso, 1936 (que volverá en unos meses). Mirada sesgada, pero honrada sobre la guerra civil española, que Andrés Lima puso en escena de modo grandilocuente y soberbia. Añadamos a Lucía Carballal con Los nuestros. Finalmente, pienso que merece una mención aparte Las apariciones, de Fernando Delgado-Hierro y Pablo Chaves, una original y divertida propuesta sobre su devenir artístico.
Por otra parte, tuvimos la suerte de asistir a The Seven Streams of the River Ōta, de Robert Lepage. Un impresionante fresco histórico de más de siete horas que había puesto sobre las tablas por primera vez en 1994. Muy distintas han sido otras obras que han discurrido por cauces más tradicionales. Así ha ocurrido con la exitosa recuperación de Historia de una escalera, en el Teatro Español. O, en el Matadero, Mihura, el último comediógrafo, de Adrián Perea, que poseía unos mimbres perfectamente solventes para crear una comedia que homenajeara con coherencia al célebre dramaturgo. Sin olvidarnos de cómo Ainhoa Amestoy ha pergeñado un trabajo extraordinario y genuino con Los cuernos de don Friolera (el éxito es que regresará).
Luego, además, hemos podido contemplar dos montajes que recogen las habilidades del clown, como así pasó con Travy, de la familia Pla-Solina, que por fin recalaba en la capital. Y, en el Teatro del Barrio, Luis Bermejo ha estado poniendo (y seguirá haciéndolo) cuerpo, voz y gestualidad espontánea al texto picaresco de Pablo Rosal, Hoy tengo algo que hacer. Esta obra es verdaderamente recomendable.
Definitivamente, me gustaría recordar el movimiento establecido en Viento fuerte, esa adaptación sobre la escurridiza pieza de Jon Fosse, que dirigió José María Esbec. Y la dramaturgia de Karina Garantivá (con Ernesto Caballero al frente) sobre la Orestíada que pudimos visionar en el Teatro de La Abadía y que resultó tan sugerente en su plasmación trágica.
En conclusión, insisto, cada temporada se salva con un grupo de proyectos que nos demuestran que se puede ejecutar el arte teatral por otros derroteros menos trillados. Algo realmente apreciable en esa sobreabundancia que tanto nos aplaca.
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