Carlos Marquerie traslada al ábside del Teatro de La Abadía el poemario de Ada Salas inspirado en el cuadro de Rogier van der Weyden
Uno intuye que debe existir una secta secreta de admiradores del cuadro el Descendimiento y que de forma subrepticia acuden a la sala 024 del Museo del Prado como si fuera una capilla. Mi propio padre pertenece a esa secta y, de alguna manera, es una pintura más cercana que otras para mí. Si Carlos Marquerie decide concitar el poemario de Ada Salas, del mismo título que la obra de Van der Weyden, y que según la autora —así lo escuchamos de un magnetófono que desciende lentamente— esa pintura flamenca era una presencia, una atracción casi nebulosa que ahora le había provocado una mirada más insistente; entonces, nosotros, los espectadores, debemos estar preparados. Acudir a este acontecimiento sin haber observado este óleo, sin haber leído alguno de los poemas convocados, sin asumir ciertos códigos del simbolismo religioso —no solo católico o cristiano— es destinarse a la constante confusión de la Estética, como estudio de las emociones. Caer en el emotivismo, en el apabullamiento sensitivo —si es que llega—, es reducir una expresión artística a una percepción fatua, a una espuria asistencia nihilista, que se desvanecerá al poco tiempo como los fuegos artificiales. Todo ello, si no aparece la sentencia inevitable de la estupidez. Porque situarse bajo la cúpula del Teatro de La Abadía es ya una posición que invita al recogimiento, tal y como nos viene transmitido en nuestra milenaria tradición. Vivimos tiempos seculares en cuanto a nuestro pasado —otras creencias, seguramente más endebles, se abren paso entre el vaciamiento angustioso—, y los ateos podemos y debemos reconocer las fuerzas telúricas de unos símbolos, de unos mitos y de una ética. Me sobra totalmente que Emilio Tomé saque a escena una copia del cuadro para enseñárselo al respetable; parece ridículo, máxime en una performance de este tipo, como si el que no lo hubiera contemplado nunca, pudiera llegar a algún tipo de conclusión. Recita el actor, sin la sentenciosidad que luego imperará en algunas secuencias, uno de los primeros poemas, del que reverberan algunos versos: «Lo que pintó Van der Weyden / es / la verdad de la muerte. […] … Así pues, no te empeñes en nada / que no sea / morir serenamente». Recordemos que Ada Salas tiende en su poesía a buscar lo esencial, que es antirretórica, y que, en ocasiones, sobre todo en sus poemarios iniciales, uno podía tener la sensación de leer a una escritora afincada en oriente. Y este aspecto, me parece importante; porque el montaje deambula, sobre todo hacia el final, por unos vericuetos de despojamiento, de primitivismo, que nos pueden llevar a otras latitudes muy distintas; pero también con religación teológica. Fernanda Orazi recita con hondura, con su acento argentino, deteniéndose en esas pausas versales para sostener cada partícula pura. En los primeros compases, el vestuario de algunos actores resulta inconveniente para la situación, con zapatillas deportivas y pantalones de corte vaquero. Luego, los colores tan potentes e inequívocos que sobresalen tanto en la pintura, aparecen en escena con telas que reconvierten a los personajes en san Juan, en José de Arimatea, en María Salomé o en la Virgen. El rojo, el amarillo, el verde, el azul así expuestos, refuerzan el esencialismo. Salas escribe sobre el cuadro: «…Tocarlo es lo que quiero entrar en él / Ser yo ese cadáver». Por eso, la cabeza de la actriz Lola Jiménez, como trasunto de la poeta, es amortajada como una figura anónima y sacrificial de Magritte (o como una nazarena de Bercianos de Aliste (Zamora) en el Viernes Santo), en una introspección surrealista, cubierta, además, por unos pedazos de corcho que podemos querer imaginar que proceden de los árboles de los cuales va a salir la madera con la que se van a elaborar las marionetas que aparecerán a continuación de la mano de su creador, Marquerie. Convertido este, entonces, en psicopompo, al manipularlas con ánimo dialogante. Para llegar ahí, se ha configurado una de las escenas más esplendorosas y epatantes de toda la función. Un enorme sudario, una sábana santa suspendida bajo la cúpula, decorada por la luz oceánica, a la espera del cristo escuálido, como una mantis religiosa, que desciende desde el cénit hasta alcanzar el dodecágono dorado, el paralelo a la cúpula, el símbolo solar, el cosmos de las doce constelaciones, como los doce apóstoles, que va a auspiciar al otro gran símbolo solar. Allí se clava el andamiaje donde se encajarán esas marionetas tan arcaicas. Igualmente, una vez entramos en el «Oratorio», según se marca en el poemario, arcaizantes son los lamentos y los gritos del Niño de Elche, tan fluxus como pavoroso, nos hace pensar en chamanes, casi el urtyn duu mongol, hasta que se aposenta con la saeta. Así se solapa con la música y con los ruidos y con los sonidos de viento tan acuciantes y sorprendentes que elaboran Joaquín Sánchez Gil con el clarinete y Clara Gallardo con la flauta. Por momentos, parece que nos hemos trasladado a un templo budista. Por eso afirmaba arriba, que la obra se escapa de occidente, se vuelve hermética, avanza sin itinerario fijado como un ermitaño, y se vuelve tan abstrusa como repetitiva. Alargándose deshilachada. Reiterándose en los motivos de la muerte y de la agonía, como expresan los movimientos de todo elenco, coreografiados por Elena Córdoba, quien incide en la corporalidad inquieta y dolida, en lo que podemos intuir como una reverberación formal del agolpamiento o encerramiento que se da en el propio cuadro; o la imitación de esas ballestas que dibujan los personajes en honor a los patronos, el gremio de ballesteros. Trasladar («Auxiliadme en el llanto») la pena y todas esas lágrimas que brotan de una forma tan potente en la minuciosidad del pintor. Hacer que emane, con la poeta desde el interior, la vivencia de ese desconsuelo, de esa angustia que supone sostener al ungido, al que debía traer un reino nuevo, sobre el que se tiene la esperanza de su resurrección. En definitiva, es con el cuerpo como el dramaturgista ha querido componer el trabajo escénico que todas las voces corales que se intentan simultanear en el «Oratorio» que conforma la segunda parte del poemario de Ada Salas. Aunque, sea insistentemente el cuerpo lo que se reclama: «Un cuerpo que tropieza un cuerpo en / permanente caída. Un cuerpo a punto de / resbalar hacia el barro…». Quizás, en este sentido, perdemos la pulsión poética de la palabra, la pausa de los instantes iniciales, y nos terminamos de distanciar definitivamente; porque los temas, los conceptos, se difuminan en exceso de manera esotérica. El conjunto es una écfrasis que nos permite observar desde una posición muy distinta, no solo el retablo que pudo ser, sino la simbología y su contexto; tanto como la mirada de una poeta contemporánea que nos abre los ojos para ir, incluso, más allá de la pintura y de la religión.
Texto: Ada Salas
Dirección artística y dramaturgia: Carlos Marquerie
Reparto: Clara Gallardo (flautas e instrumentos varios), Lola Jiménez (actriz), Carlos Marquerie (manipulación de objetos y marionetas), Niño de Elche (voz), Fernanda Orazi (actriz), Joaquín Sánchez Gil (clarinetes e instrumentos varios) y Emilio Tomé
Música: Niño de Elche
Coreografía y movimiento: Elena Córdoba
Vestuario: Cecilia Molano
Espacio escénico e iluminación: Carlos Marquerie
Proyecciones y dirección técnica: David Benito
Marionetas y objetos escénicos: David Benito, Carlos Marquerie y Cecilia Molano
Ingeniero de sonido: Emilio Valtueña
Ayudante de producción: Fernando Valero
Colaboración en la dramaturgia: Elena Córdoba, Cecilia Molano, Niño de Elche y Ada Salas
Una creación del Teatro de La Abadía
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 25 de abril de 2021
Calificación: ♦♦♦
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