Juan Diego Botto se pone y se quita la máscara de Lorca para arrastrarnos a un espectáculo tan atrayente como populista

San Federico García Lorca vuelve a subir a los escenarios para iluminarnos con el ejemplo de su mirada, para avisarnos de lo que puede ocurrir si no estamos atentos a las señales siniestras. Lo paradójico es que se nos imponga un farsante que juguetea con la máscara irónica de la bonhomía y de la pureza moral. Uno ya tiene claro que Sergio Peris-Mencheta ha entendido cómo funcionan las industrias audiovisuales y escénicas, pues está instruyéndose en Estados Unidos (véase lo que ha hecho con Lope en Castelvines y Monteses). Y entre lo que comprende y lo que anhela artísticamente, se estira más hacia el riesgo o se encoge más hacia el público complaciente. Tiene la inteligencia y la ambición necesarias para perfilar el producto idóneo, para que su prestigio se siga agrandando y para que sus excesos, a veces, maximalistas, no lo arruinen. Ganarse al respetable con la biografía espiritual del poeta granadino es harto fácil si se tiene cintura. Siempre se juega en casa y uno se conoce el desenlace de memoria. A nadie le asusta el disparo que apaga las luces; porque lo espera desde el inicio. Ahora, se puede atildar al personaje con más o con menos melancolía, e, incluso, cursilería (véase aquello que se tituló Los amores oscuros). Luego, se puede hacer más juvenil (verbigracia, Federico hacia Lorca, de La Joven Compañía). Lo que chirría más, y este es el caso, es caer en la demagogia sarcástica, para vencer los desafueros de estos populismos que hoy nos atenazan —no solo han venido por la derecha, si no que los malos augurios también proceden por la izquierda. Cuidado con despistarse y perder la razón—. Juan Diego Botto firma un texto lleno de trampas, y él —con el permiso del director— ha construido un carácter que se desdobla en Botto y en Lorca, para ser la conciencia de los buenos de hoy y de ayer, frente a los malos de entonces y los de ahora. ¿Suena maniqueo? Pues lo es. Y no tengo ninguna excusa para negarle la bondad ni al dramaturgo español, ni al actor de origen argentino. Pero uno desea que el teatro acoja las dicotomías propias de los tiempos convulsos y que la complejidad de la vida, y de la historia reciente, se muestren con los claroscuros entreverados que todo adulto puede sonsacar. Y las trampas no tienen que ver solamente con las anécdotas que le interesan al autor para su cometido político —pues esta es una obra de trasfondo político—; sino con ganarse al público como hacen algunos oradores para llevarse al redil a su pueblo con las artes de la sofística. Sí, Botto es un encantador de serpientes. Botto sonríe como un tímido don Juan, que se viene arriba con un «sermón» poderoso y muy bien trazado. Dinámico en el habla y en el movimiento. Sugestionador de mentes entregadas a la causa. Ahí tienen a un actor que se viste del Lorca más soberbio y más chulo; pero que lo abandona (para el espectador, nunca del todo) para picotear aquí y allá con los ejemplos más torticeros de nuestros últimos tiempos, en los que, por ejemplo, aquellos pobres titiriteros terminaron en la Audiencia Nacional. Se refleja en la interminable censura que no cesa, como ya le ocurrió con el Perlimplín, que nos bosqueja guiñolescamente. ¡Cuánto daría para discutir sobre la tan traída «teoría de la cancelación»! ¿Quién cancela más? ¿Los unos, o los otros? No desvelaré el prólogo; pero el cariz que muestra el intérprete ya avisa de por dónde irán los tiros. Porque adonde no llegaría Lorca, pues llega Botto. ¡Menudo tándem! Digamos, únicamente, que en el comienzo de Comedia sin título va el aldabonazo de salida, y los teatreros reconocerán la reverberación en el Español de esa obra imposible e inacabada que Alberto Conejero terminó con El sueño de la vida, hace apenas dos años. Así que Juan Diego se mete al respetable en el bolsillo y lo compromete de principio a fin con sus aptitudes a pleno rendimiento; sacando aplausos que, en exceso, resultan sonrojantes. El Teatro Español es suyo y trabaja las emociones con prestidigitación fastuosa y, como todos en el estreno —desde la Vicepresidenta y sus periodistas, hasta el Ministro del ramo, pasando por la farándula de siempre— estábamos en el mismo lado, pues de poco hay que sacar a hombros al cómico, como si fuera don Benito Pérez Galdós, después de presentar Electra. Y sí, como se insiste, ambos han «firmado» muchos manifiestos, y esos les honra; pero aquí no se entra en la harina que pudiera enfangar al poeta, que es lo que les ocurre a los versos sueltos, con amistades de aquí y de allá. Rezuma la política y la disensión, y el grito de libertad; no obstante, las peripecias están seleccionadas con pudor prudencial. Lo que más me molesta de Botto —¡y mira que hay que estar de acuerdo con la esencia de su discurso político, y que él, como hijo de un asesinado-desaparecido de la dictadura argentina sabe de lo que habla, puesto que sigue siendo una vergüenza que haya muertos en las cunetas!— es que haya creado unos antagonistas como si fueran hombres de paja. Por muy verídica que sea la anécdota del paisano que lo increpó en una aldea con el «maricón» de siempre y que luego lo golpeó, no vale para cuestionar la homofobia, pues esas gentes se regían aún por otras normas. O, si no, a qué iba La Barraca con sus obras de teatro. Pero mucho peor es construir el estereotipo de hombre conservador y hasta burdo carpetovetónico esputando la ristra habitual de tópicos sobre las mujeres, el orden, el reclamo de un arte evidente y sencillo, y todo lo que ya sabemos. Solo faltó que dijera a qué partido votaba; aunque fuera vox populi. Una «desfachatez» ramplona por parte del creador, si lo que de verdad anhela es extraer un «teatro bajo la arena». Seguimos con la superioridad moral. Y enlazar esto con ese extraordinario epílogo, que es de lo mejor de la función, pues a mí me choca y me parece que es prepararse al público de manera torticera. El desenlace concentra toda una serie de evocaciones y de temas que permiten a Lorca-Botto cortar las dos orejas y el rabo. De una forma didáctica y muy válida, porque es una metáfora extraordinaria de la antigüedad y que nos habla del barco de Teseo —hace bien poco el periodista Javier Sampedro la empleaba en un artículo muy bien traído a nuestro tiempo—, y de cómo se fue sustituyendo cada una de sus partes sin que en ningún momento perdiera su identidad, como nuestro cuerpo, como el espíritu de un pueblo (volksgeist), en definitiva, la memoria. Y es esta la que es apelada permanentemente por el dramaturgo. Y qué mejor para recordar la muerte de Federico, imaginando un relato, estetizando la crueldad, con un embellecimiento. Para el poeta aparece Rafael Rodríguez Rapún (rememorado en la exitosísima La piedra oscura), quien murió justo justo un año después. A todo ello se une la pertinente escenografía de Curt Allen Wilmer, con una idea que ensambla poderosamente con la metáfora del barco (la sinécdoque, en realidad) y, sobre todo, con esa arena donde están enterrados los recuerdos y el propio Lorca (donde quiera que esté), y que vamos descubriendo según el protagonista va a arrancando las tablas. Ese procedimiento de despiece marca un ritmo sorpresivo que funciona como una mnemotecnia que nos mantiene atentos. De ahí surge el hilo de Ariadna que señala el camino para resolver el laberinto, el entuerto que de manera recalcitrante vive España con sus antagonismos, sus cainismos y su infravaloración permanente. Nuestra patria como problema acuciante e indeleble. Todo ello mientras suena la voz de Rozalén, que viene a sumarse al show, con «Anda jaleo». Uno se pregunta cómo, con tantas ideas, tantas figuras retóricas deambulando hermosamente, el autor de Un trozo invisible de este mundo, ha infravalorado al rival y, si se tercia, al enemigo. En Una noche sin luna (es una noche sin muerte, es un recuerdo perenne) está escondido todo lo que se podía esperar de una obra protagonizada por el espíritu de Lorca, como conciencia moral de una nación. Lástima que Botto-Mencheta hayan querido untar su propuesta con su pátina populista e ideológica.
Texto: Juan Diego Botto (sobre texto de Federico García Lorca)
Dirección: Sergio Peris‐Mencheta
Reparto: Juan Diego Botto
Escenografía: Curt Allen Wilmer (AAPEE), con estudiodeDos
Iluminación: Valentín Álvarez (AAI)
Vestuario: Elda Noriega (AAPEE)
Espacio sonoro: Pablo Martín Jones
Música original: Alejandro Pelayo
Espacio sonoro: Pablo Martín Jones
Intérprete canción «Anda jaleo»: Rozalén
Canción «Pequeño vals vienés» («Take this Waltz»): Morente y Lagartija Nick
Atrezzista: Eva Ramón
Ayudante de iluminación: Raúl Baena
Fotografía de escena: MarcosGPunto
Ayudante de dirección: Xenia Reguant
Una coproducción de La Rota Producciones, Barco Pirata Producciones y Concha Busto Producción y Distribución
Teatro Español (Madrid)
11 de julio de 2021
Calificación: ♦♦♦
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