El público

Alfonso Zurro ofrece una mirada más templada de lo habitual para llevar al Matadero una de las obras más complejas del teatro lorquiano

El público - Foto de Luis Castilla
Foto de Luis Castilla

Para criticar es necesario comparar y creo que adaptar o modernizar una obra como El público va a ser problemático durante bastante tiempo; porque el aldabonazo que pegó con su visión Àlex Rigola fue tan imponente, que cuesta no tenerlo presente a cada intento que se ha pretendido. Y es que, visto así, la propuesta de Alfonso Zurro se antoja estéticamente algo anticuada. En un territorio un tanto inasible, pues no es algo que podamos identificar, en absoluto, con los años treinta (cuando fue escrita); pero tampoco con nuestra actualidad de una manera definitoria. Esto, desde luego, no debe ser una rémora o un impedimento para que el asunto fragüe; no obstante, sí que nos deja unas mezclas que se antojan azarosas, que falta algo de unidad de la concepción y que se ansía más esplendor.

Aunque lo que más me parece que se echa en falta es la fuerza general (tan presente en la susodicha de Rigola y en la mirada de Lluis Pascual. Otra cosa fue lo que hicieron los japoneses de Ksec Act), la potencia casi agónica que deberían tener algunos personajes, empezando por el propio Poeta y continuando con Julieta, sin olvidarnos de los caballos o el Director.

Es un montaje que tiene algunas partes algo blandas para lo que debería ser. Y esto se debe, pienso yo, a que se ha deseado hacer una versión más clara de una obra excesivamente compleja —qué espectador puede entender algo si antes no la ha leído con cierta atención—. Esto lo comprobamos en el prólogo que Zurro ha provocado al hacer entrar al Poeta, venido directamente de Comedia sin título (aquel otro texto de los irrepresentables, e inacabado). Así, Íñigo Núñez dialoga con el Director sobre el libreto que sostiene en la mano, para hacerle ver que los espectadores anhelan algo más digerible, como son sus dramas rurales. Una declaración de intenciones, desde luego. Un aviso a navegantes. Y es que ya es bastante «teórica» esta pieza como para hacerla más todavía, como para reflexionar más acerca de lo que después será la famosa distinción entre el «teatro bajo la arena» y el «teatro al aire libre», que está repleto de «máscaras», de hipocresía y de falsedad. Puesto que, ante todo, Federico García Lorca a lo que aspira es a buscar otras formas, a revelar otros modos de actuación, no solo sobre las tablas, donde el respetable sea requerido mucho más activamente, sino en la vida, al fin y al cabo, por qué él no iba a poder amar a otros hombres. Es decir, la vanguardia va por delante transgrediendo el pasado y una élite —como insistía Ortega— debe abrir caminos sobre otras maneras de relacionarse.

Juega un papel esencial el Director, con un Juan Motilla que recrea con esmero el ambiente de confusión, con esas tentaciones y remisiones a lo que se puede o no hacer. Por eso, los caballos, símbolo de la virilidad y el ímpetu, están bastante logrados en el vestuario, pues potencia la esbeltez y la altivez, aunque en las interpretaciones de Raquel de Sola, Piermario Salerno y José María del Castillo se requiere más brío y menos amaneramiento en ocasiones. Luego, cuando hagan de estudiantes (ahí los uniformes son convencionales) decaerá bastante la cuestión.

Porque aquí hay que reconocer que Luis Alberto Domínguez, que encarna a Gonzalo, quizás el mayor trasunto de Lorca en toda la pieza («Yo no tengo máscara»), nos descubre la interpretación más ajustada, más potente y que hace elevar el tono del espectáculo. Su seguridad sentenciosa, debería tener otros contrapuntos que aquí no hallo; puesto que Santi Rivera se sitúa un punto por debajo tanto en el Hombre 2 como haciendo de Pámpanos.

Ya digo que nos movemos entre cuadros bastante desiguales. La escenografía de Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán gana en complejidad con la escombrera final, pero es más funcional que otra cosa, algo constreñidora por las dos pasarelas laterales alicatadas que únicamente tienen sentido en la terma romana. Es la iluminación de Florencio Ortiz la que marca mejor los diferentes estados de ánimo a través de colores muy definitorios; aunque sea excesivamente brillante para la Julieta de Lorena Ávila, quien se queda a la intemperie de un personaje que debería ofrecernos más elocuencia.

Así, en el solo del pastor bobo, Silvia Beaterio configura folclóricamente una actuación que es la que me parece más anticuada de todo el montaje. Ciertamente es un cuadro incómodo, que podría colocarse en varios momentos; un interludio que insiste, con sarcasmo en lo ya dicho (también podría obviarse). El baile que lo acompaña parece extraído de un salón dieciochesco.

Uno puede pensar que se dan demasiadas situaciones en las que se pierde el onirismo y que toda la pulsión surreal se concentra solamente en las palabras del dramaturgo. Además de que la música, a veces de ritmo funky y otras rock, no parecen añadir nada sugerente a lo largo de la función. Muy distinta es la composición a piano que promueve una vivacidad más generosa. Un acierto de Alejandro Cruz Benavides.

Siempre es una tarea difícil llevar a escena esta obra. La cantidad de imágenes a las que nos remite, el abigarramiento de las metáforas que debemos desentrañar y que se nos escurren exigen un acomodo escenográfico y un ímpetu por parte del elenco exquisito. Me encuentro con visiones encontradas, con aspectos que me parece que están más conseguidos, que poseen un encuadre luminoso, como por ejemplo el gesto del prestidigitador o algunas videoescenas (de Fernando Brea) que inciden en lo corporal sometidas por los rayos X, que nos devuelven al terreno de los sueños. Pero, insisto en que me falta más fuerza, más desgarro. Creo que no escuchamos suficientemente el grito desesperado de Lorca por avanzar hacia otros vericuetos más fértiles. En cualquier caso, sigue siendo un drama fascinante al que merece la pena enfrentarse.

El público

Autor: Federico García Lorca

Dirección y dramaturgia: Alfonso Zurro

Reparto: Juan Motilla, Luis Alberto Domínguez, Lorena Ávila, Santi Rivera, Raquel de Sola, Piermario Salerno, Íñigo Núñez, Jose María del Castillo y Silvia Beaterio

Diseño de espacio escénico y vestuario: Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán

Diseño de iluminación: Florencio Ortiz

Composición música original y espacio sonoro: Alejandro Cruz Benavides

Videoescena: Fernando Brea

Coreografía: Isabel Vázquez

Una producción de Teatro Clásico de Sevilla

Naves del Español en Matadero (Madrid)

Hasta el 14 de mayo de 2023

Calificación: ♦♦♦

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