Reponen la exitosa obra de Alberto Conejero sobre la fatídica historia del último amante de Lorca
«¿Cómo vais a vivir el resto de los días?», pregunta retóricamente Rafael Rodríguez Rapún ya muy avanzada la función. Solo frente a un inocentón que no frisa los veinte y que le ha tocado del bando nacional, que apenas lee de corrido y que su vida en la Cantabria de los años treinta había transcurrido en el tajo y la tozuda labor en el campo, solo, digo, frente a un timorato muchacho, Sebastián, como el santo patrón de los gays, que sujeta el fusil con el mismo temblor con el que expele sus palabras, se puede mantener un diálogo áspero, una conversación anodina y hasta una charla emotiva y trascendental para la memoria, la literatura y la dignidad de este país. La pieza de Alberto Conejero ha logrado concitarnos nuevamente frente a esa colección de tópicos que arrastramos desde que se han vuelto a tratar ciertos temas. Regresamos a la guerra civil, a los bandos, y nos trae de vuelta a ese mártir en que hemos convertido a Federico García Lorca. Son motivos que nos conmueven, que reconocemos cercanos y que atravesamos con esa sensación misteriosa del desvelamiento. ¡Cuántas historias nos quedan por conocer y cuántos relatos aguardan en las cunetas! La piedra oscura pudo ser un drama del poeta, similar a El público, donde trataría de forma algo más sencilla el tema de la homosexualidad, según comenta Ian Gibson. Apoyándose en este hecho, Conejero ha recreado los últimos momentos de Rapún inventándose un encuentro con un joven soldado en un hospital militar. Dos vectores de enganche propician el devenir de la función. Por un lado, Pablo Messiez, en la dirección, ha marcado un ritmo de difusa lentitud, como si no quisiera arrancar, como si fuera imposible romper el hielo entre los dos protagonistas. Esta hermosa parsimonia fragua la tragedia como una desesperada represión previa a la esperanza disuelta. Por otro lado, está Nacho Sánchez (también magistral en Los temporales), un actor que determina el futuro de todo el espectáculo, una especie de Buster Keaton inmerso en un drama con una vivificación interminable, todo lo que llega a expresar en el silencio, en la duda, en el pavor y en la ternura justifica la obra. Su personaje y lo que simboliza, todo ese conglomerado cultural de manipulación y abuso recayendo sobre los más humildes, un eslabón más de una cadena absurda, un puro ser destinado al desecho al final de la contienda, son los verdaderos artífices de lo que supone la creación dramatúrgica. Sebastián quiere ser músico, tocar en una banda, subirse a un escenario, «pero que todos miren para otro lado». Luego está Daniel Grao, el malherido Rodríguez Rapún, el secretario de La Barraca, el amigo-novio-confidente de García Lorca, un personaje aquí bien llevado, con los matices suficientes para cautivarnos, pero con ciertas actitudes de fortaleza que, a veces, confunden, cuesta creer que se rehaga tanto en su debilidad alguien que casi no es capaz de ponerse en pie. Se establece entre ellos una relación con tintes religiosos. Una vez que logran empatizar, que Rafael consigue transmitirle sus propias vivencias, hablarle de su familia, de sus hermanos, del legado de Lorca y de su profundo arrepentimiento por no haber estado ahí en los últimos meses de su vida, y de cómo le suplica a Sebastián, casi transformado en un confesor: «Yo quiero que tú me perdones». La misericordia llega con ese espontáneo y sencillo acto del lavatorio de pies, con el muchacho arrodillado con la cantimplora en la mano. A la vez, todos los elementos artísticos juegan a favor. La escenografía de Elisa Sanz igual nos acerca al laberinto lúgubre que al hiperrealismo sucio, una caverna donde la iluminación de Paloma Parra penetra con timidez, como apagándose. De igual forma el espacio sonoro creado por Ana Villa y Juanjo Valmorisco cierra una atmósfera que desde el principio huele a desenlace fatal. Porque La piedra oscura, que no es ciertamente una obra innovadora, que redunda en el realismo y en esquemas predefinidos, que aprovecha el aura del poeta granadino y esa impresión que nos sigue generando su muerte y sus escritos, posee una factura, con los elementos antes comentados, de una enorme potencia dramática que no podemos obviar. Conlleva una aproximación emotiva hacia esencias humanas donde todos estamos invitados de alguna manera, es allí donde este teatro encuentra verdadera justificación.
Autor: Alberto Conejero
Director: Pablo Messiez
Reparto: Daniel Grao y Nacho Sánchez
Escenografía: Elisa Sanz
Iluminación: Paloma Parra
Espacio sonoro: Ana Villa y Juanjo Valmorisco
Producción ejecutiva: Jair Souza-Ferreira
Producción: Lazona y Centro Dramático Nacional
Teatro Galileo (Madrid)
Hasta el 6 de noviembre de 2016
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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