Luis Sorolla nos sitúa en el final del mundo a través de un gran mito que encierra otros tantos relatos posibles

El final, entonces, puede ser como los albores; debe imaginar Luis Sorolla cuando deja que sus tres protagonistas sean abandonados en un bosque por sus padres. Tres niños de edades similares que van a crecer juntos con su memoria huidiza y su imaginación desbordada por una misión tanto salvífica, como esperanzadora. Uno piensa en El señor de las moscas; pero aquí el asunto es mucho más quebradizo, porque son tres chavalines que apenas cuentan con un cometido, que es contarse cuentos para relatar a la humanidad; y, punto importante, desde la inocencia rousseauniana. Dos chicos y una chica con la suficiente civilidad como para no atacarse furibundamente ante la mínima carencia de su egocentrismo; pero sin la conciencia de ser prepuberal. O eso debemos elucubrar, puesto que no parece que Sorolla haya explotado con intensidad su hipótesis inicial. Sí resulta convincente el prólogo. El discurso triplicado, la simultaneidad del gran acontecimiento, esas sensaciones que forman parte de la fábula primigenia de su memoria, de las combinaciones subsiguientes que crearán la antología de relatos para darle la razón a Vladimir Propp, quien estableció en su Morfología del cuento, 31 funciones distintas a través de 7 esferas (difícil es salirse de ciertos esquemas y no caer en la repetición de los motivos). El inicio cautiva porque avanza un hecho agónico, una posibilidad ínfima de supervivencia; no obstante, luego descubrimos que el escritor ha preferido alejarse de la distopía o del thriller de terror y ha principiado la etérea atmósfera de lo fabulístico. Digamos que de Los precursores resultan peculiares y atractivos dos motores: el mito y el dios Dramaturgo. Pero vayamos por partes. De una función extensa en demasía (más dos horas y cuarto de duración), la mayor parte del tiempo está ocupado por un ritual que es evidentemente repetitivo y lento, hasta cargante diría; aunque sea coherente con el planteamiento. Cada mañana, después de levantarse y salir de su tienda de campaña, y de saludarse amorosamente, los tres solitarios deben crear un cuento sometido por el azar de unos números que surgen de un letrero digital que el Dramaturgo propicia apretando un mando después de saltar a escena. Por un momento, podemos pensar que es una acción indeseada, producto de la precariedad de medios; es decir, que al creador, no le queda más remedio que saltar para darle a un botón o, luego, para colocar algún elemento del atrezo (veremos que estamos equivocados). Un listín telefónico sugiere el nombre propio que la combinación de cifras ha marcado. Después, unas simples cerillas sobre una mesa, sirven para ilustrar el teatrillo de la historia. Los tres inventan, los tres se ensueñan y los tres rebuscan en su vocabulario para hallar las palabras precisas. Este último hecho, puede resultar un tanto inverosímil, como ocurre con otras circunstancias; puesto que no resulta congruente que posean un vocabulario propio de su edad, cuando se nos da a entender que va pasando el tiempo; o que, incluso, no pergeñen neologismos para nombrar todo aquello que necesiten. Lo que parece claro es que la propuesta se atasca por falta de conflicto, de incertidumbre. Da la impresión de que están más allá del espacio y del tiempo, y del clima, y de las necesidades primarias y de que podrían estar así ad eternum; porque, quizás, han entendido el mandato de sus progenitores, pero no el propósito inequívoco de la naturaleza. Si le queremos dar pábulo, entonces, al mecanismo, debemos enfocarlo como una alegoría, donde ellos representan a una especie de padres fundadores o de dioses que resguardan la cultura según el edicto de los titanes. La falta de dinamismo les llevará a la aniquilación o a mantenerse en una tribu primitiva cerrada hasta el ocaso. Este es un aspecto clave que Sorolla no parece que quiera aclarar, sino que nos lo presenta como una pieza autorrecursiva que, sin desasosiego, ni dolor, manifiesta el apocalipsis. Entonces, no tenemos más que un juego de última hora, una celebración inocente, un ritual alrededor del fuego que se extinguirá mientras se escuchan las variaciones de las leyendas de siempre. Por otra parte, si los actores no llevaran sus propios nombres, hubiera pensado que, quizás, Sara (Sierra), es decir, la ‘princesa’, la primera, la esposa de Abraham, que dará a luz a una estirpe, nos daría una pista. Pues lo mismo podría pensar de Gabriel (Piñero), el ‘mensajero’. Con Rodrigo (Arahuetes) no encuentro el encaje. Un callejón sin salida para mis elucubraciones. Los tres brillan en el prólogo y en él se afanan con ritmo y potencia fantástica. Después, su espontaneidad hasta el acabose, demuestra comodidad escénica. Dado el trazado del montaje, es absolutamente necesario que me refiera al epílogo (queda avisado, lector), pues saltan a escena el Dramaturgo y sus dos ayudantes (con sus aquí doblemente útiles mascarillas), como kurokos que desean remover la escenografía, hasta el punto de desmontarla entera. Por lo tanto, un deus ex machina en toda regla, que zanja a las bravas su artefacto. La escenografía de Paola de Diego va desapareciendo delante de nuestros ojos; de una forma un poco torpe y abrupta, propia de unos mozos amateurs preparando una mudanza. Y algo molesto, pues los protagonistas siguen con sus relatos, a la espera de que el público se anime a sacar sus ideas. No termina de cuadrarse de manera más estética y teatralizada esta desaparición. El preámbulo, el moroso acontecer de esos niños y el colofón configuran un peripecia sugerente y original, que por sus reminiscencias míticas y, a la vez, apocalípticas, dialogan con un presente cargado de terrores sobre el planeta y su humanidad en peligro de extinción. La oralidad y la memoria, tal y como las reflexionaba Sócrates, van disponiendo los símbolos del imaginario colectivo en la espera de la procreación o no. Parece curioso que en los teatros madrileños coincidan dos propuestas diferentes que emplean los cuentos como leitmotiv, pues así ocurre con El hombre almohada. Luis Sorolla sigue indagando en las posibilidades dramatúrgicas de unos planteamientos metafísicos controvertidos, que nos llevan a cuestionar nuestra propia existencia. Solo por esto, ya merece la pena indagar en Los precursores.
Autoría y dirección: Luis Sorolla
Elenco: Rodrigo Arahuetes, Gabriel Piñero y Sara Sierra
Ayudante de creación y dirección: Miguel Valentín
Espacio escénico y vestuario: Paola de Diego (AAPEE)
Sonido y audiovisuales: Daniel Jumillas
Iluminación: Gabriel Piñero
Fotografía: Luz Soria
Producción: Esto Podría Ser
Asesoría: [los números imaginarios]
Prensa y comunicación: Amanda H. C. – Proyecto Duas
El Umbral de Primavera (Madrid)
Hasta el 25 de junio de 2021
Calificación: ♦♦♦
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