La ruta de don Quijote

Arturo Querejeta se mete en la piel de Azorín para recrear aquella colección de crónicas sobre el héroe cervantino

¿No es todo un atrevimiento pergeñar un espectáculo sobre un libro así? ¿Alguien lee hoy a Azorín? Relegado a un olvidadizo cuarto puesto, tras Unamuno, Baroja y Machado, en la Generación del 98, se pasa casi por alto en los planes de estudio y uno desconoce qué obra debería revitalizar su figura. El de Monóvar ha envejecido muy mal y su seudónimo es la única huella que sobrevive. Al igual que ocurrió en el 2005 (y luego en 2015), con todos esos fastos sobre El Quijote (mucho merchandising y poco lector); en 1905 también se conmemoró la publicación de la magna obra, aunque con un sentido más político e ideológico. Fue más una búsqueda de emblemas que vinieran a reconstruir el andamiaje derrumbado tras el desastre. Cervantes y don Quijote fueron un tema que excedió lo puramente literario. Puede que resulte una visión demasiado posmoderna, pero el montaje que se presenta ahora en La Abadía cobra mayor valor dado el contexto y la coyuntura que vive España y la discordia catalana. Seguramente se nos invita más a la reflexión sociológica sobre cómo han cambiado algunas situaciones (el país se ha modernizado enormemente); pero algunos lugares parecen anclados en el tiempo, y ahí las Castillas lo expresan todo con impenitente vacío y silencio. En el público pudimos ver a Julio Llamazares, quien dio continuidad o emulación al novelista alicantino, con El viaje de don Quijote en 2016. Un texto de mayor recorrido e interés para los lectores actuales, repleto de crónicas que dan cuenta de unos contrastes más intensos. Porque debemos reconocer que Azorín, al mandato de Ortega Munilla, director de El Imparcial, apenas nos ofrece un breve itinerario por La Mancha (lógico, también, si hemos de pensar en los medios de transporte que podía utilizar). Otra cuestión es si debajo de todas esas descripciones impresionistas, de ese detallismo —la mayoría de las veces insignificante, sobre individuos que se va encontrando a su paso— podemos extraer alguna lección valiosa, si de verdad se puede traslucir algo de Cervantes o, si acaso, algo de don Quijote —en esa torticera mezcla de autor y personaje. Poco, muy poco, a mi parecer. Quizás la sensación de que aquellos pueblos como Argamasilla de Alba o el Toboso se habían quedado petrificados. Por todo ello, me parece claramente meritorio el trabajo y la idea de Eduardo Vasco, porque lo que vemos en escena es coherente con el estilo y con el contenido; y emplea lenguajes modernos —como los audiovisuales— con la finura y la sensatez adecuada. Desde mi punto de vista, engrandece y vigoriza las crónicas de Azorín, nos sumerge en una amalgama de ruidos, músicas, enseres y apreciaciones que acentúan la prospección antropológica. Arturo Querejeta se encarna en el propio novelista y acoge esta versión adoptando otros papeles, en una suerte de diálogo recreado como, por ejemplo, cuando se despide de doña Isabel, la dueña de la pensión madrileña. El actor se dirige al respetable con sobrio encanto, con la naturalidad de quien no se embarca con pesadumbre en una aventura falta de comodidades. Nos lleva de la mano, se desplaza por el escenario aprovechando cada recodo, interactuando con objetos, libros, mesas y sillas, con una interpretación sostenida como narrador a la que se van sumando esos otros secundarios que imposta con voces diversas en todo un juego de reposicionamientos. Nuevamente brillante. La escenografía es engañosamente sencilla, es práctica y combina igual con las sombras que con unas proyecciones alusivas que observamos al fondo. El trabajo en la iluminación de Miguel Ángel Camacho es un pertinaz atardecer macilento. Las ilustraciones de Carolina González dan buen testimonio de aquellos paisajes mesetarios y repetitivos. El espacio sonoro del propio Vasco y su selección musical con Granados o Shostakovich, cumplen una función primordial según va hallando el protagonista momentos de melancolía. Atrás, sobre una mesa anacrónica en la que se planta un aparato de sonido, un técnico, Daniel Santos, va ejerciendo su labor con cierto aire artesanal, a la que se añade el servicio al escritor, ya sea para sostenerle la maleta o para ayudarlo a ponerse el abrigo. El costumbrismo, la conversación entrecortada con las gentes, el paso del tiempo, una vetustez que se les puede antojar lejanísima a los ahítos de urbe, pero que hoy en día resiste incólume en ese vaciamiento del país que tan profusamente se da en ambas Castillas. El espectador se podrá preguntar cuál es la conclusión de este recorrido antiquijotesco, tan carente de aventuras reseñables; y la respuesta puede ser la simple impresión del espíritu cervantino que, a pesar de los intentos, no termina de fraguar en esta España nuestra.

La ruta de don Quijote

Autor: Azorín

Versión y dirección: Eduardo Vasco

Reparto: Arturo Querejeta

Técnico en escena: Daniel Santos

Ilustraciones en vídeo, escenografía y vestuario: Carolina González

Iluminación: Miguel Ángel Camacho

Espacio sonoro y vídeo: Eduardo Vasco

Música: Granados, Ortiz, Shostakovich y Vasco

Ayudante de dirección y técnico en escena: Daniel Santos

Realización escenografía: Mambo decorados

Confección vestuario: Rafael Solís

Fotografía cartel: Chicho

Gráfica: Millán de Miguel

Producción y distribución: Miguel Ángel Alcántara

Una producción de Noviembre Compañía de Teatro

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 15 de octubre de 2017

Calificación: ♦♦♦

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