Un roble

Luis Sorolla se pone al frente de este experimento creado por Tim Crouch, interpretado cada función por un actor distinto

Foto de Luz Soria

Con los prejuicios a flor de piel cada vez que un dramaturgo pretende transgredir las formas teatrales con un experimento al uso, uno siempre espera que el formalismo no se sustente en el vacío y que al final todo resulte una pirueta tan llamativa como intrascendente. Avancemos que Un roble no supone una gran trasgresión y que su contenido se deshilacha en su redundancia. La propuesta estructuralmente se propone convocar a un actor (cada día será uno diferente; no obstante, el margen para encontrar grandes diferencias será exiguo, si no se rompe el «pacto»), que no debe conocer el texto, a participar en una función donde se encontrará con Luis Sorolla, quien no solo hará de maestro de ceremonias, sino que interpretará a un hipnotista. El primer participante de este asunto es Israel Elejalde; que aguarda sentado entre los espectadores. A continuación, es llamado a escena para recibir instrucciones (por lo visto se han reunido una hora antes, lo que incumple el previsto halo de espontaneidad) y nosotros también recibimos alguna indicación. El espectáculo se adentra en la ficción con timidez, como entrando y saliendo, como si hubiera de moldearse. Los mecanismos dramatúrgicos diseñados para la ocasión se ponen en funcionamiento y, entonces, se impone un entorpecimiento, una artesanía feísta, un lenguaje exhortativo y prescriptivo, con la lectura de dosieres (como si fuera un ensayo) y un dirigismo que zanja, inicialmente, el margen de improvisación. El actor es un monigote y parece que los presupuestos que expuso Kantor (teatro de la muerte) en su época se intentan hacer efectivos. De alguna manera, el intérprete como persona, como ciudadano, también, en este caso, como responsable del propio teatro, se ve impelido a tomar no solo decisiones estéticas (mínimas), sino éticas: ¿Qué debería hacer Elejalde? ¿Se debería rebelar? Para el espectador asiduo, el giro metateatral posee orígenes particulares; al fin y al cabo, en ese ambigú, nuestro protagonista revivió la pirandelliana Una función por hacer, y Sorolla se puso al frente, la temporada anterior, de aquella extraordinaria propuesta de Gon Ramos titulada Un cuerpo en algún lugar (con esta, los vasos comunicantes son gigantescos y el diálogo fructífero). Por otra parte, en el proceder, se cancela la catársis, puesto que la representación es un Deus ex machina constante, es una imposición demiúrgica (como Sócrates escuchando la voz de daimón). El mecanismo funciona cuando las directrices llegan del micrófono concisamente al pinganillo de la «marioneta» y esta ejecuta al instante (en otras ocasiones se demoran las transiciones anulando la cadencia), e Israel Elejalde, ahí sí, demuestra que hoy por hoy es el actor de su generación a tener en cuenta. No lo digo porque en Un roble su apostura sea sobresaliente (que lo es); sino porque es un tipo que tiene presencia y dominio de la situación. Que sabe permear en la densidad dramatúrgica como si se sostuviera en equilibrio, movido por un resorte interno y esencial. Nos arrastra a la compunción, a la angustia sostenida y a una iluminadora esperanza. Contiene, además, el humor, ya que el momento, a veces, se presta a ello (tocar el piano en el aire sin tener la más mínima idea es todo un gag). Tampoco es que el argumento que ha pergeñado Tim Crouch sea muy sofisticado. El hipnotizador ha matado a una niña en un accidente de tráfico y ahora el padre acude a su actuación con un doble propósito: aproximarse al culpable para comprender-perdonar-asumir y, también, para ser hipnotizado. La hipnosis se toma aquí como un acto de transformación personal, que se entremezcla con un barullo de arte conceptual (algo así como que un roble se ha transformado en un vaso de agua y ahora la niña se transforma en un roble), que huele a psicología cognitiva de postureo, a chamanismo hípster o a mamarrachada psicomágica de Alejandro Jodorowsky, o a eso de lo que hablaba Joan Didion en El año del pensamiento mágico. En realidad, se nos quiere vender una profunda hierofanía (véase Mircea Eliade); aunque en el plano fetichista. Un desmenuzamiento religioso que poseería enjundia si no se deambulara con escenas tan prosaicas y fútiles como las del propio espectáculo de hipnosis. Puesto que Sorolla, que es un gran descubrimiento de los últimos tiempos, interpreta a un hipnotista certeramente dubitativo y de tercera división al que no podemos adjudicarle unas habilidades superlativas como las ir al fondo de la cuestión. Los elementos que se ponen en juego atisban un montaje más sinuoso, rítmico y sorpresivo; pero a la forma le falta ductilidad técnica y al contenido una metáfora consistente que religue al padre con la vida a través de una hija reificada; aunque no tenga ni contexto ni adiestramiento para ello. Aun así, bienvenidos los intentos que transgreden las maneras anquilosadas de eso que seguimos llamando teatro. Todo aquel que quiera ver algo diferente debería acudir sin duda.

Un roble

De: Tim Crouch

Traducción: Luis Sorolla

Dirección: Carlos Tuñón

Intérpretes: Luis Sorolla y un intérprete nuevo cada función

Plástica: Antiel Jiménez

Iluminación: Miguel Ruz

Sonido: Nacho Bilbao

Ayudante de dirección y producción: Mayte Barrera

Comunicación: Josi Cortés

Producción: Nacho Aldeguer para Bella Batalla Producciones, Luis Sorolla para Esto Podría Ser y Carlos Tuñón

Fotografía: Luz Soria

Una producción de Bella Batalla Producciones y Esto Podría Ser

El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)

Hasta el 14 de noviembre de 2018

Calificación: ♦♦♦

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Un comentario en “Un roble

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