Un epílogo recargado de autoficción para la exitosa obra que se presentó la temporada anterior
Después de lo visto, parece que esta propuesta necesita imperiosamente anclarse a la matriz: Los Gondra. Porque esta segunda no llega a tener entidad por sí misma, debido, esencialmente, a que en la primera lo autobiográfico permitía un despliegue histórico de la saga con una puesta en escena de lo más atractiva (de ahí su éxito). Ahora, aquella, se convierte en materia de autoficción para esta que se presenta en la sala pequeña del Teatro Español. Y ya sabemos cómo es este tipo de dramaturgias (lo recordaba hace bien poco con Sergio Blanco). Con los autoficcionadores parece que el narcisismo es interminable y que la infantilada de recordarnos constantemente que aquello que vemos se refiere a una realidad-real (de fuera); pero que se juega al que sí que no, rompe con la convención dramaturgo-espectador. Para más inri, el propio autor ya se imbrica entre los actores como uno más, con el comodín de interpretar como le venga en gana; pues siempre podrá afirmar que él es él y no un actor y que todo es mentira. Los otros Gondra no tienen en sí mucho contenido y se demoran en la reflexión acerca del propio acto de llevar este «relato vasco» a las tablas; concretamente en dar la voz a esa parte de la familia que encontró afinidad y comprensión en aquellos que tomaron las armas para «liberar» a su pueblo de esos «invasores». No hace falta nombrar a ETA; aunque dentro de poco no quedará más remedio que hacerlo. La memoria es frágil y el olvido se está imponiendo a marchas forzadas. Lo vuelvo a recordar aquí, se remite como año clave del argumento a 1985: 37 asesinados. Las trazas del meollo que verdaderamente alcanzan un punto trágico superior son aquellas en las que Jesús Noguero y Cecilia Solaguren dialogan, discuten, se enfrentan, se tientan, se perdonan o se asumen con todas las consecuencias. Sigue leyendo →