La Sala Cuarta Pared acoge este drama de Sergio Martínez Vila sobre las secuelas de la violencia sexual dentro de una atmósfera caótica

Posee la escritura de Sergio Martínez Vila una esencia brutal, agónica y autodestructiva. Así se puede apreciar en obras suyas como El fin de la violencia, En La Ley o en Juegos para toda la familia. En esas tres, también lo apocalíptico nos remite a coordenadas espaciotemporales que no reconocemos inmediatamente; sin embargo, en Mapa de heridas se nos destina a una realidad mucho más cercana. Es muy fácil que enseguida pensemos en Jauría, el montaje de teatro documento sobre la conocida como la Manada de Pamplona; pero, también, en alguna medida, algunos pasajes me han recordado a Hard Candy. No va a ser sencillo que los espectadores puedan trazar completamente el puzle que nos propone el autor; porque ha buscado, adrede, la confusión, de tal manera que los personajes masculinos tiendan a parecer el mismo o a concitar tales similitudes que uno ya no sepa exactamente a quien se refiere en todos los casos. El caos con el que se circula sirve de metáfora acertada para trasladarnos el desconcierto y las contradicciones que operan en el comportamiento de la protagonista. El hecho de que se proceda con saltos temporales, que se incluyan fragmentos que cuesta ubicar en la trama y ciertos elementos grotescos o extravagantes cercanos a un surrealismo sucio (véase la escena final con la manera de beber champán y de desnudarse él), es la gran baza de la propuesta; pues logra trazar una atmósfera de angustia. Cristina de Anta da vida a Ana, una joven treintañera que ha descubierto al morir su madre, que cuando apenas tenía dieciséis años fue violada en grupo y que fruto de esa atrocidad nació ella. Por lo tanto, el que creía que era su padre biológico, no lo es. La actriz combina con perspicacia la furia aniquiladora inicial, con la expresión de la perplejidad al cuestionarse ciertas pulsiones que la arrastran. Quizás no esté perfilado con suficiente detalle el hecho de que ella, sin conocer el susodicho acto y, sin sospechar, que su madre podía tener ciertas actitudes libidinosas cuando era adolescente; también busque en los hombres el sometimiento, la agresividad. Dice: «porque yo he deseado hundirme y desaparecer bajo el peso de alguien repugnante…». Y continúa: «siempre me he sentido una cosa a la que se le puede y se le debe hacer de todo». La relación con la madre es demasiado elíptica y debemos deducir falta de afecto y una educación que redunde en la debilidad y en la baja autoestima. No obstante, contamos con suficientes pistas como para hacernos una idea de por dónde van los tiros. Ella ha emprendido una búsqueda que se presume vengativa; pero que, a la postre, tiene mucho de catarsis, de autocomprensión y, cómo no, de morbo irrefrenable. Puesto que es la única manera de entender las justificaciones que por momentos expone tanto de los atacantes como de ella misma. Hallar a los cinco hombres, en realidad a cuatro, pues uno se hospeda bajo la lápida, será complejo pues tienden a difuminarse en la unidad. Óscar Oliver hace de todos ellos y, además, del padre. Una interpretación bastante compleja; ya que tiene que establecer esa dicotomía insuperable entre la asimilación y la escueta diferenciación. Mostrar animalidad y, a la vez, si se da el caso, un cariño y unos miedos, propios de tipos sin madurez suficiente. Aunque vayamos a dudar en varios momentos quién es quién, por las tablas deambularán un prejubilado de la construcción, un jefe de almacén, un tipo que busca a través de aplicaciones sexo con chicas jóvenes y un divorciado que vive con sus padres. Oliver aporta detalles muy concisos y, también escurridizos, para redondear a sus personajes y aportarnos una gran credibilidad. Es cierto que la descripción de alguno de ellos conlleva algunos tópicos algo burdos, y que no parecen encajar muy bien con la dinámica del argumento. Véase el breve monólogo del padre: «qué se yo, que soy un fascista, igual, y nada más lejos, Ana, pero si lo fuera, que no lo soy, hay muchos fascistas que son magníficas personas en el trato personal y no se ven a sí mismos como les ve la sociedad». Es un discurso algo evidente y hasta torticero. Desde luego, hay que señalar con insistencia que ambos actores nos ofrecen una entrega estupenda y que llevan su disposición interpretativa hacia derroteros controvertidos y hasta violentos. Un aspecto que pienso que no termina de funcionar es la aparatosa escenografía de Silvia de Marta. Al llenar todo el tapiz con decenas de botellas, los intérpretes se ven impedidos en sus movimientos y no se acaba de entender si deben pisotear esos vidrios o dejarlos caer azarosamente o qué. Porque, incluso, impiden que se escuchen adecuadamente algunos diálogos, cuando procede el tintineo. Muy distintas son las percepciones que nos puede generar la iluminación diseñada por Juan Miguel Alcarria y Antonio Colomo, quienes conjugan la amarillez mortecina, con el ensombrecimiento misterioso con gran habilidad. Esto se potencia sinestésicamente, cuando los sonidos estridentes nos llevan al límite y asumimos que Ana ha vivido sometida por unos deseos masoquistas que ahora puede empezar a descodificar. Desde luego, Sergio Martínez Vila ha vuelto a firmar una obra ambivalente, atizada por los efluvios de la confusión.
Dramaturgia y dirección: Sergio Martínez Vila
Intérpretes: Óscar Oliver y Cristina de Anta
Movimiento escénico: Natalia Fernandes
Diseño de producción: Pablo Villa Sánchez
Creativo técnico y diseño de luces: Juan Miguel Alcarria y Antonio Colomo
Escenografía: Silvia de Marta
Diseño de vestuario y ayudante de escenografía: Nicolás Guindo
Cartel y diseño: Sofía Magán
Fotografía: Danilo Moroni
Vídeo y edición: Elena Garrido
Prensa: DyP Comunicación
Sala Cuarta Pared (Madrid)
Hasta el 28 de febrero de 2021
Calificación: ♦♦♦
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